Es una mujer con una sonrisa joven. Tiene la expresión serena y ondulante de los bosques costeros. Su gesto parece ir al encuentro de los demás. Por motivos obvios no puedo dar su nombre ni su profesión, ni desvelar datos, por nimios, que pudieran identificarla. Es una mujer con cargos en la política. Entró en ella por unos motivos muy diferentes a los que ahora se mantiene en su partido. Ilusionada entonces en la posibilidad de un epifanía cambio político en España, hoy se mantiene quizá solo por la dignidad de no ceder a las hienas que han cooptado aquella ilusionante opción de la que formó parte. Nuestra protagonista tiene una voluntad férrea que asombra por su estoica paciencia ante tanta corrosión. “Yo he tenido”, dice, “una vida feliz: terminé una carrera, opté a un trabajo que conseguí, hice una familia feliz y estructurada”. No ha tenido que competir, ni codearse, ni con nada, ni defenderse de nadie. “Hasta que entré en política”, añade. Quienes compartían con ella cargos se convirtieron, desde su misma trinchera, en sus únicos atacantes. No dice nada más, manteniendo la expresión fruncida. Pero está diciendo tantas cosas en tan pocas palabras que me atrevo a lanzarle mi idea ¿No será que la política a la fuerza ha de practicarse, por ser cosa muy seria, fuera de las jerarquías de los partidos? Pero ella es una mujer con fe. Responde que mi pregunta es un pesimismo que no contempla, ni siquiera como admisible. He visto una fe similar en otras personas perseguidas por poderes más destructivos aún que un partido político. Eran jueces y funcionarios del estado, perseguidos por el estamento judicial precisamente por su incesante labor en la persecución de la corrupción política y judicial. Creían en el propio sistema para salvaguardar sus derechos. Para mi absoluta sorpresa, aceptaron confiadamente en defenderse en tribunales partidarios y marcadamente hostiles. Por sorpresa para mí, restituyeron las condenas o denuncias contra ellos lanzadas por tribunales anteriores. No sé si en su victoria contra el sistema había una ulterior victoria del sistema. La pólvora de esa victoria suspendida en el aire, desde luego, la lanzaron ellos con los cañones de la fe de que en el ordenamiento jurídico hay un pulmón verde de derecho universal. Mi obtusa reticencia me inclina a pensar que la justicia es más bien el producto de un cálculo de probabilidades que la garantía de derechos. Y bajo un prisma similar veo, a la doble luz de su testimonio, al partido de nuestra protagonista. Cautiva y desarmada la ilusión áurea, ese partido tiene una ideología cada vez más perfilada en torno a su propia esencia Frankenstein.
Ese hojalatado y grandioso artilugio móvil es un modo de vida del que viven en España calculo que no llegará a diez mil personas. Nuestra protagonista acepta el símil militar, no por gusto sino por su realidad calcárea. Se considera “de tropa”, aunque en su organización existen muchos mandos por los que ascender. Se trata de una jerarquía tribuna y trémula, feroz, trabuca y navajera. Y de maniobra militar periódica en su interior.
Aquí es cuando debo volver a nuestra protagonista en términos de urgencia. Debiera llamar al 112 de urgencias: “solicito una ambulancia, a una mujer la van a defenestrar apuñalándola una vez más”. “¿presenta heridas?” “si, pero se queja muy poco” “¿puede retirar a esa mujer de donde se haya?” “Me parece que no, quiere seguir”.
Alguien con años de experiencia, militante en multitud de grupúsculos e iniciativas me resume con la parsimonia de un doctor ante un diagnóstico a bocajarro
– Cuando te metes en una organización, comienzas participando, luego militas y más tarde te das cuenta de que estás ante una disyuntiva asombrosa: u obedecer u opinar. Algo ha sucedido, mientras creías que participabas, que se te escapa. Comienzan las toxicidades y las obediencias. Las personas que opinan son consideradas díscolas. Al mismo tiempo se sucede una machacona y burocrática sinfonía de reparto de cargos. Y te das cuenta de que estás militando en una organización de mierda.
Decía Nechaiev que el ser humano no está a la altura de su retórica. La retórica es una inmensa montaña de hojas secas que arrastra a su antojo la oportunidad. No me atrevo a preguntarla por qué permanece en su cargo, por qué persiste en esa salvaje sabana de carnívoros políticos. Tiene fe en algo que se me escapa. Quizá en una esperanza casi extrema, redentora y evangélica, en que esa cruel sabana torne en la arcadia prometida que la retórica populista un día lejano pronunció.
He escuchado cientos de horas de mítines, programas televisivos e intervenciones de dirigentes que lideresan el partido de nuestra protagonista. La escucho a ella por segunda vez y a otras muchas personas que forman una multitudinaria diáspora de apartados, desencantados y expulsados. No son solo el exilio de una decepción. Nuestra protagonista se ha convertido en una clandestina tolerada. Me pregunto tantas cosas, pero cada pregunta supone reabrir una herida. La utopía, por pragmática que fuera, ha sido abandonada en favor de la supervivencia de la organización. Nuestra protagonista me niega, más por necesidad propia que por objetividad, esta aseveración. Como científico social puedo argumentarla; ella, sin serlo, puede armar, científicamente, la necesidad de su existencia. Porque entonces, argumenta, no habría posibilidad de alternativa. Es una robinsona en una isla mental rodeada por un océano de calculadas decepciones y olas gigantes de un pragmatismo. Quizá sea severo en mi mirada y aún más en la conclusión.
Me resulta esencial llamar la atención sobre la necesidad de esconder los nombres de las personas que aquí hablan y sienten. El por qué es en realidad la trama interna, nerviosa, de nuestra historia. Habla por sí sola. He ocultado y disfrazado las fuentes y personas en este mismo sentido cuando publicaba hace casi dos décadas reportajes sobre sectas u organizaciones delictivas. Al igual que entonces, no voy a permitirme la más mínima posibilidad ahora que puedan ser reconocidas. Necesitan por tortuosa y paradójico que resulte, ser protegidas. En la noche espesa o al alba de la esperanza se cometen las ejecuciones más infames.
Son tiempos oscuros. La verborrea política escupe mecánicamente falsedades circunstanciales. Se crean partidos sin programa, salidos de una planta de ensamblaje, con obsolescencia programada. La decencia y la integridad que suponía George Orwell debían sostener cualquier proyecto emancipador son las enemigas acérrimas de cualquier partido. Los grandes poderes invierten con recobrada alegría en las cadenas de partidos en rebajas en España. Jamás el voto fue una ganga igual. Nuestra protagonista, y quienes ahora la observamos siendo observados a la vez por ella, somos personajes orwellianos. La pregunta es si somos personajes de 1984 o de Rebelión en la Granja. O peor aún, de las dos.