I
La culminación de la sociedad industrial en su fase tecnológica nos ha legado, junto a otros amables efectos colaterales, la destrucción de multitud de creencias, valores, costumbres y usos culturales, que han perecido ante el arrollador avance de las llamadas «fuerzas de producción». El hecho de que, muy a menudo, el producto más visible de esas fuerzas sea la pura y simple destrucción no hace mella en aquellos firmes defensores del progreso económico y, aún menos, en los incurables optimistas que ven en cada nuevo cachivache tecnológico una señal del advenimiento del reino de la libertad.
En apenas doscientos años de industrialización, las transformaciones vividas por las sociedades humanas (tanto aquellas que encabezaron el proceso como las que se vieron sometidas a él por la fuerza) han supuesto múltiples contradicciones, desequilibrios, guerras, colonizaciones y exterminios en masa, cuyas contrapartidas positivas deberían ser difíciles de defender. Y, a pesar de todo, las ideas dominantes recalcan cotidianamente que nuestros problemas sociales sólo tendrán arreglo mediante el incremento del desarrollo tecnológico; que hasta aquí todo ha ido de maravilla, salvo por unos pocos y desafortunados accidentes. Los damnificados por esos «accidentes» defienden muchas veces argumentos similares. De modo que cabría explicar el estado de cosas actual por una pérdida de sensibilidad sin precedentes en la historia de la humanidad.
Como apuntaron algunos críticos del proceso de modernización, el avance tecnológico de la sociedad industrial sólo puede tener lugar mediante la destrucción de la libertad y la autonomía de los sujetos y las comunidades locales que, durante siglos, mantuvieron un delicado equilibrio no exento de conflictos. La adaptación del ser humano a las condiciones impuestas por el desarrollo tecnológico acelerado sigue siendo en nuestros días un proceso tortuoso y humillante que a cada paso se cobra nuevas víctimas. Los cambios antropológicos, sin embargo, suceden a un ritmo mucho más lento y las tensiones derivadas de una organización social enloquecida y una condición humana cada vez más sometida jalonan el planeta con multitud de «tierras quemadas», donde la lucha entre tecnología y libertad se presenta de distintos modos.
Simplificando mucho, podríamos decir que los avances producidos desde la llamada Revolución Industrial pusieron la bomba atómica en manos de primates cuya evolución se detuvo hace milenios, y así nos va. Hay quien sostiene que el trauma que supuso la aparición del primer telar mecánico no ha podido ser asumido todavía en su totalidad por la condición humana. De modo que nuestro gran poder de destrucción acumulado no ha hecho que desaparezcan nuestros anhelos de trascendencia, realización, y voluntad de dominio, sino que los ha exacerbado hasta puntos inauditos.
Un poco de todo esto se intenta plantear en la película Trascendence, de la que comentaré algo aquí antes de olvidarla por completo. Al inicio, un científico que expone sus hallazgos en el campo de la Inteligencia Artificial asegura haber encontrado una forma de pensamiento superior a través de la integración de la mente humana en la máquina. Ante un auditorio de fieles y eminentes colegas de la comunidad científica, defiende con vehemencia que no hay que tener miedo a esa integración, que en cualquier caso es ya algo inevitable. No se trata de una sumisión de la mente humana a los dictados de la máquina, sino de nuestra trascendencia en una entidad superior. Cuando alguien del público le pregunta si ha creado un nuevo Dios, nuestro científico responde, seguro de sí, que sólo ha perseguido el anhelo de trascendencia que el ser humano ha albergado desde siempre, realizándolo al fin.
El carácter mesiánico de este trasunto de Frankenstein de la era digital, lejos de ser una caricatura, se acerca bastante a las aspiraciones más delirantes de la tecnocracia. El mensaje de la película, para no aburrir mucho, se puede resumir del siguiente modo: junto a los peligros de un desarrollo totalitario de la tecnología sobre la vida humana, existe también la posibilidad de una redención, el horizonte de una trascendencia que, al integrarnos en la máquina, indudablemente «nos mejorará».
Lo mejor que se puede decir del guión es que plantea algunas preguntas para inmediatamente quedarse sin argumentos y huir a un lugar seguro desde donde reconciliar lo irreconciliable, incluyendo la inevitable historia de amor entre mujer y máquina.
Sin embargo, nos ofrece un detalle digno de mención: la aparición de un grupo de neoludditas (así se los llama en la película) que atentan contra la vida del científico justo al finalizar la arenga que hemos comentado antes, desatando a partir de ese hecho el resto de la trama. El comando neoluddita se nos presenta como un grupo cerrado, con características cercanas a una secta, tatuados muy oportunamente con el lema «unplugged», y que dedican sus noches a la destrucción de aparatos tecnológicos y a la lucha contra la tecnociencia. El atentado contra el protagonista es su golpe más audaz. Por supuesto, sus líderes son estudiantes brillantes de ciencias, algunos discípulos del pope de la Inteligencia Artificial que, en un momento dado, se pasaron al bando contrario con sus bagajes y conocimientos, y una fe intacta en la tecnología, sólo que vuelta del revés.
Sin mencionarlo abiertamente, planea sobre esta organización antitecnológica la figura de Ted Kaczynski, siempre presente en la cultura americana contemporánea cuando se trata de estos temas. Kaczynski era un matemático prestigioso que a los veinticinco años ya tenía una plaza de profesor en Berkeley. Poco después de conseguirla, en 1971, abandonó la vida académica y desapareció. Sólo volvió a saberse de él el día de su detención, en 1996, cuando le acusaron de ser la persona que durante más de quince años había realizado atentados con paquetes bomba enviados a sedes de aerolíneas, departamentos universitarios de ciencias e industrias informáticas, matando a tres personas e hiriendo a veintiséis.
Un año antes de ser arrestado, alguien bajo el nombre Freedom Club, había enviado una carta al New York Times y al Washington Post reivindicando los atentados atribuidos a quien la prensa había popularizado durante años como UNABOMBER, y poniendo como condición para el cese de su actividad la publicación de un texto titulado La sociedad industrial y su futuro. En septiembre de 1995 se publicó el texto en los dos diarios, y el FBI ofreció una recompensa para quien pudiese dar una pista sobre el autor o autores del mismo. David Kaczynski reconoció el estilo y las ideas de su hermano Ted en aquel ensayo y puso sobre la pista a la policía, que finalmente lo detuvo en la cabaña en la que vivía apartado en el bosque, en Lincoln, Montana. El genio de las matemáticas convertido en el criminal más buscado, y autor de un manifiesto antitecnológico que abogaba por la destrucción de la sociedad industrial. El hermano que lo delata y cobra la recompensa, con la que por un lado resarce a las víctimas de los atentados y por otro contrata la mejor defensa que pueda conseguir el dinero para salvar la vida de su hermano. Finalmente Ted Kaczynski llega a un trato con la fiscalía, que pedía para él la pena capital: se declara culpable de todos los cargos y acepta una condena a cadena perpetua, sin posibilidad de libertad condicional, que a día de hoy sigue cumpliendo en la prisión de Florence, Colorado. Esa es la historia oficial.
La espectacularidad del relato y la creación del personaje Kaczynski estuvieron a punto de fagocitar las ideas contenidas en aquel ensayo. Pero más allá de lo que cada cual piense sobre los métodos de Kaczynski para hacer públicas su ideas, el problema que planteó sigue teniendo plena vigencia. En realidad, su llamada desesperada a una revolución contra lo que llamaba «sistema tecnoindustrial» tendría hoy aún más motivos para ser sostenida, y sus argumentos merecerían ser sometidos a una discusión más rigurosa que lo que puede ofrecer el mainstream.
II
Una de las ideas centrales de La sociedad industrial y su futuro es que las sociedades tecnológicamente avanzadas son incompatibles con la libertad. En la medida en que la integración tecnológica acapara más y más aspectos de nuestra existencia, y abarca casi la totalidad del planeta y de las sociedades, las posibilidades de reformar este sistema o hacerlo compatible con las necesidades humanas se ven eliminadas.
También se advierte en el ensayo que el desarrollo de la técnica, en nuestras sociedades contemporáneas, es una fuerza más poderosa que el deseo de libertad. Dado que la supervivencia de la mayor parte de la población mundial se ve condicionada cada vez más por el acceso a los bienes producidos mediante la organización industrial (desde la agroquímica al acceso a la información a través de Internet), la tendencia social a favor del desarrollo tecnológico sustituye a los deseos de autonomía y libertad. La integración de la economía a través de desarrollo de infraestructuras, transportes, redes de comunicación y conocimiento científico, corre pareja a la proliferación a escala planetaria de sus efectos perniciosos, por lo que una resistencia local estaría abocada al fracaso, ya que mientras existiese un foco de desarrollo industrial en cualquier parte del globo, su lógica de expansión tendería a restaurar la sociedad industrial.
Son las necesidades técnicas y su aplicación en la economía industrial las que determinan las formas políticas de organización social. Incidentalmente, éstas pueden mostrarse más progresistas o conservadoras, más de izquierdas o de derechas, sin que ello modifique sustancialmente el curso de lo que Kaczynski denomina «sistema tecnoindustrial». El hecho de que ese mismo sistema haya permitido aumentar el nivel de vida de los países más industrializados, no puede ser separado de una evidencia: para ello, ha necesitado destruir las formas de vida que podían oponerse a la pérdida de libertad que supone el que la vida nos sea concedida por grandes organizaciones, cuadros técnicos y burocracias de todo tipo.
No se pueden separar por ello las «partes buenas» de las «partes malas» del desarrollo tecnológico, porque es un mismo mundo, una misma cultura material, que aúna la miseria con la opulencia vacía de satisfacción, la dependencia en el sustento básico con la supuesta autonomía en la elección de un montón de banalidades. Este mundo creado por la industrialización está lejos de ser el resultado de una conspiración en la sombra de elites poderosas. Es la naturaleza misma del desarrollo tecnológico, su escala, todo lo que ha tenido que destruir a su paso, aquello que lo ha convertido en una fuerza impersonal y autónoma que inevitablemente tiende a someter cuanto se cruza en su camino.
Esta suerte de cautividad indolora no puede romperse mediante ningún tipo de revolución política que cambie un gobierno por otro o redacte una nueva Constitución para sustituir a la que haya vigente. La revolución de nuestro tiempo, sostiene Kaczynski, se dará sólo en un enfrentamiento contra la tecnología y el mundo industrial, en busca de su destrucción para poder ser libres y no en el intento de arrancar unas cuantas concesiones, una forma de reparto más justa o una defensa de las particularidades existentes dentro del sistema. Ese tipo de revolución no tiene necesidad de planear una sociedad futura o de teorizar sobre una nueva forma de organización ideal. Lo que sea de un mundo desembarazado del sistema tecnoindustrial no puede ser objeto de discusión en este momento, porque un cambio de tendencia de esa magnitud, por definición, sería completamente imprevisible en sus consecuencias por parte de aquellos que lo protagonicen. No sería una revolución hacia la consolidación de determinados derechos dentro de la sociedad industrial, sino de un camino abierto hacia situaciones inestables y puede que dolorosas para muchos. Por eso, según Kaczynski, no es posible colaborar con ningún «izquierdismo» en esa tarea revolucionaria contra la sociedad industrial, y sólo unos cuantos decididos podrán emprender esta senda hacia la Naturaleza salvaje.
Habría mucho que discutir sobre las ideas contenidas en La sociedad industrial y su futuro. Sobre todo en lo referido al papel de esa vanguardia antiindustrial y su relación con el «izquierdismo», algo que no deja de ser conflictivo y a veces contradictorio con otras partes del ensayo en las que se afirma que una revolución de este tipo puede también ser gradual y no necesitar del uso de la violencia. La misma definición de lo que Kaczynski entiende por «izquierdismo» es ya un problema que no logra resolver, y que atiende más a una generalización cercana al estereotipo que a un intento de explicación histórica de por qué los movimientos sociales aspiran a integrarse mejor en el mundo industrial y no a destruirlo. De igual modo, entender a qué se refiere el ensayo con la «experiencia del proceso de poder» (a veces reducido a la pura satisfacción de las necesidades vitales) y cómo la sociedad industrial lo frustra constantemente, sería también un debate interesante. Pero hemos de detenernos aquí.
El próximo septiembre se cumplirán diecinueve años de la publicación de La sociedad industrial y su futuro. Inmersos como estamos en las turbulencias y estertores del mundo domesticado, no sería mal momento para volver a discutir sus ideas, aunque sólo sea para señalar que los problemas allí planteados, lejos de haberse resuelto, se agravan a cada paso que damos en la senda del desarrollo tecnológico.