
Un liberal de principios de siglo XX, José Manual García-Margallo, una mujer del organigrama verticalista socialdemócrata, Carmen Calvo, y el principal líder del populismo de izquierdas del siglo XXI español, Pablo Iglesias, coinciden en que al díscolo o al reticente se le ha de aplicar todo el peso del Estado. Fue en una tertulia radiofónica de un lunes nocturno donde al moderador no se le cayeron las pestañas – debe de ser por la costumbre a las asonadas acorazadas en nombre de la democracia -. El 22 de noviembre trataban en la Cadena Ser sobre el repunte de infecciones por COVID en España. El Tribunal Superior de Justicia del País Vasco echaba ese día por tierra el decreto del Gobierno Vasco según el cual todo aquel que accediera a restaurantes y bares debía presentar un certificado de sus vacunaciones contra el COVID. Unos días antes, la Consejería de Salud del Gobierno Vasco admitía que, de los nuevos pacientes con COVID, un 60% no se había vacunado. Es decir, un 40% de los nuevos contagiados eran personas ya vacunadas.
Los tres tertulianos del lunes se indignaban somera, pero visceralmente contra la decisión a su juicio trastabillada de los jueces del Tribunal Superior vasco. ¿Cómo se atrevían a cercenar el poder de un gobierno, en este caso autonómico, pero de alguna manera supletorio del central, y por tanto su legitimidad ante el vulgo? ¿Por qué eran tan irresponsables los jueces de no limitar los derechos de los no vacunados que son no ya irresponsables personales sino decididos leprosos – García Margallo dixit – poco menos que con animus infectandi por los recovecos hosteleros del Reino de España? La derecha, la izquierda y la liberalidad centrosa en España se ponía de acuerdo en un Frente Popular Nacional de envidiable reconciliación.
La polémica surgida tras el avance de una nueva ola, refleja cómo el propio sistema de garantías ha caído enfermo de un virus de autoritarismo de Estado. Hubo de ser, para sorpresa de habituales defensores de derechos alienados en un silencio pactista con el gobierno, un partido de derecha, VOX, quien llevase al Tribunal Constitucional el exceso prorrogativo del gobierno. El alto tribunal, en efecto, dictaminó que el ejecutivo había declarado un estado de excepción de casi dos años por la puerta de atrás, bajo la apariencia de un estado de alarma, a todas luces ilegal. La Constitución prevé que el estado de excepción sea aprobado por contundente mayoría en el Congreso, y con una validez de tres meses irrevocables.
Han sido los jueces los que, paradójicamente, han frenado la inercia autoritaria del gobierno de España, anulando, por ejemplo como consecuencia del veredicto del Tribunal Constitucional, el millón y medio de multas – el doble de las tramitadas en toda la Unión Europea – a personas bajo los dos confinamientos decretados por el Gobierno.
Que la gestión de la pandemia en España se ha fundamentado en decisiones políticas y no preferentemente sanitarias, está hoy fuera de toda duda. Lo preocupante es que las propias decisiones unilaterales tomadas por el gobierno, han provocado que todo el espectro político demande, como los tertulianos en la noche del 22 de noviembre, mayor concentración de poder discrecional del Estado y una consiguiente relajación de la separación de poderes. El gobierno de izquierda progresista puede contar aquí con el apoyo de sus socios, en el que el partido de derecha Vox se situaría como el valedor del discurso moralmente liberal que antaño enarbolaba la izquierda acerca de la igualdad de la ciudadanía ante la ley y el Estado.