Dicen que en el periodismo de investigación tú no escoges las historias, las historias te escogen a ti; llegan como una brasa ardiente que te cae en la palma de la mano, como una ráfaga que te golpea en la cara hasta que abres los ojos y te preguntas: ¿qué está pasando aquí? En este oficio es indispensable tener interés por el destino del otro.
La historia que dio origen a este libro llegó a mí el lunes 29 de septiembre de 2014 mientras tomaba un café en la Universidad de California, en Berkeley; acababa de llegar a la bahía de San Francisco, donde iniciaba una travesía para encontrar la forma de regresar a México, donde están mi hogar y mi vida, pero al mismo tiempo el lugar que me estaba matando poco a poco. Como ha ocurrido con decenas de periodistas mexicanos, el gobierno federal me forzó a marcharme tras permitir con negligencia que fueran en aumento las agresiones contra mí, contra mi familia y contra mis fuentes de información. Tras cuatro años de acoso, amenazas y atentados constantes, la noche del 21 de diciembre de 2013 se presentó la última llamada: 11 hombres armados, vestidos de civil y perfectamente organizados como un escuadrón, irrumpieron de manera violenta en mi domicilio. Primero se identificaron ante los vecinos como zetas y luego como policías federales, y a punta de pistola los obligaron a revelar dónde vivía. Varios integrantes del grupo, con equipos de radio, tomaron el control de la calle durante más de media hora, lapso en que desarmaron la enorme reja de metal del garaje y con la misma facilidad ingresaron en la propiedad. Yo estaba lejos de ahí con mi familia, pero es posible que la presencia externa de los escoltas les haya hecho creer que me encontraba en el lugar.
Lo anterior sucedió a pesar de que supuestamente estaba bajo el Mecanismo de protección a personas defensoras de derechos humanos y periodistas de la Secretaría de Gobernación. No robaron absolutamente nada, sólo se llevaron el disco duro donde se grababan las imágenes de las cámaras de seguridad instaladas inútilmente por la propia Secretaría de Gobernación. Los vecinos y un escolta colaboraron para que la Procuraduría General de la República (PGR) obtuviera los retratos hablados de los agresores; no obstante, hasta la fecha no hay ningún detenido.
No fue una decisión fácil dejar México. No aceptaría irme exiliada como algunos proponían; tampoco iba a quedarme encerrada en mi casa, sin familia, sin vida, sin periodismo. Llegué a la Universidad en Berkeley como fellow del Investigative Reporting Program (IRP) que conducían los periodistas Lowell Bergman y Tim McGirk: me aceptaron con una propuesta de investigación sobre las operaciones de un cártel mexicano en Estados Unidos. Sin embargo, mi proyecto dio un vuelco inesperado. La noche del 26 de septiembre de 2014 desaparecieron en Iguala, Guerrero, 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos”; se los había tragado la tierra y la búsqueda era infructuosa. Las imágenes de abandono eran descarnadas; los testimonios de sus padres y madres eran desgarradores.
La versión oficial de los terribles sucesos comenzó a articularse con rapidez y evidentes absurdos. El caso olía a una podredumbre que nos haría daño a todos; retrataba una nueva fase de descomposición en México y no era posible mantenerse indiferente. Sonaba extraño el deslinde casi inmediato del gobierno federal, que argumentaba no haberse enterado del ataque hasta varias horas después. ¿Por qué justificarse, si nadie los estaba acusando? ¿O sí? Por el tono del discurso gubernamental, parecía que Iguala era una tierra lejana y sin ley localizada en los confines de México, aunque en realidad es una ciudad que se localiza apenas a 191 kilómetros de la capital del país.
Instantáneamente el gobierno de Guerrero y el gobierno federal se concentraron en una sola línea de investigación donde confluían el grupo criminal Guerreros Unidos, el alcalde de origen perredista José Luis Abarca y su esposa, María de los Ángeles Pineda Villa. La pareja le venía como anillo al dedo a la confabulación por venir: ella era hermana de dos presuntos narcotraficantes, Alberto y Mario Pineda Villa, acusados de ser lugartenientes del cártel de los Beltrán Leyva y asesinados en 2009. Según la administración de Ángel Aguirre Rivero, la noche del 26 de septiembre el alcalde y su esposa habían ordenado a policías municipales de Iguala atacar cinco camiones donde viajaban los normalistas y otro más donde iban los jugadores del equipo de futbol Avispones —a quienes habrían confundido con los estudiantes— para defender “la plaza”, perteneciente al grupo criminal Guerreros Unidos. El resultado eran seis personas muertas, entre ellas tres normalistas, más de 20 heridos y 43 estudiantes desaparecidos.
Entre el 3 y el 4 de octubre el gobierno de Guerrero, en colaboración con autoridades federales, detuvo a los primeros supuestos culpables; a continuación la fiscalía estatal declinó su competencia y la transfirió a la PGR. Fue Tomás Zerón de Lucio, director de la Agencia de Investigación Criminal, el responsable de conducir una pesquisa que desbordaba incoherencias desde el principio: los nombres de los asesinos confesos y las escenas de crimen fueron cambiando uno a uno, pero el eje de la versión oficial permaneció inamovible. Tanto el gobierno estatal como el federal tenían prescrito el final del caso: esa misma noche los 43 estudiantes habían sido quemados. No importaba quién fuera el nuevo asesino confeso, el final siempre era el mismo.
El 7 de noviembre el entonces procurador Jesús Murillo Karam y Zerón informaron que a partir de las declaraciones de presuntos integrantes de Guerreros Unidos que habían aprehendido, se desprendía que la noche del 26 de septiembre policías municipales de Iguala y Cocula entregaron a ese grupo criminal a los 43 estudiantes, a los que luego éstos habrían llevado al basurero de Cocula, donde los quemarían en una inmensa hoguera durante más de 15 horas. Más tarde, para reforzar su dicho, alegaron que elementos de la Marina habían encontrado en el río San Juan bolsas de plástico con restos óseos de los normalistas, en el punto donde uno de los “asesinos confesos” las habría arrojado. La PGR impuso esta trama como la “verdad histórica” y con ello dio por resuelto el crimen.
La versión oficial, impulsada desde la propia procuraduría, Gobernación y Los Pinos, pretendía ser arrolladora y no aceptaba ningún cuestionamiento, pero no se sustentaba en ninguna prueba pericial; ni siquiera las declaraciones de los confesos eran coherentes. Mientras tanto, la gran mayoría de los medios de comunicación nacionales e internacionales reproducían la avalancha de información que proveía el gobierno sin ninguna confirmación propia de los datos.
En octubre de 2014, cuando encontré los primeros indicios de que la PGR estaba dando información equívoca, me sumergí por completo en el caso con financiamiento del IRP y el apoyo de mi colega Steve Fisher, quien me ayudó en la parte técnica con el registro en video y la edición de varias de las entrevistas que hice para esta investigación. La historia que he podido reconstruir a lo largo de dos años de trabajo apunta a una verdad muy distinta.
El ataque contra los normalistas de Ayotzinapa ha significado para mí el mayor reto periodístico, no sólo por la complejidad del caso —el gobierno se ha encargado de echar piedras y lodo a los hechos, a la verdad, donde hubo que escarbar día y noche—, sino en un sentido humano, que al final es lo que más cuenta. Ésta es la indagatoria no sólo de una periodista sino de una ciudadana a la que expulsaron la violencia y la impunidad, y que decidió regresar a México justo por una historia de violencia e impunidad contra otros.
Los expedientes oficiales fueron la entrada en el laberinto de ese crimen, que provocó la mayor crisis política de los últimos años en México; las decenas de testimonios directos, videos, fotografías y audios que reuní han sido las herramientas para tratar de encontrar la salida.
En diciembre de 2014 publiqué en Proceso la primera parte de esta investigación en un reportaje titulado “La verdadera noche de Iguala, la historia no oficial”: ahí descubrí la existencia del Centro de Control, Comando, Comunicaciones y Cómputo (C4) de Iguala, por medio del cual actuaban coordinadamente el Ejército, la Policía Federal, la policía estatal y ministerial de Guerrero y la Secretaría de Seguridad Pública y Protección Civil de Iguala. Por medio del C4 el gobierno supo en todo momento de la embestida contra los estudiantes y los monitoreó desde las seis de la tarde, tres horas antes de la primera agresión. En el mismo reportaje señalé que en los ataques estuvo presente la Policía Federal con el apoyo o la franca complicidad del Ejército; asimismo obtuve dictámenes médicos que probaban que los primeros detenidos del caso presentaban huellas de tortura.
La reacción de Jesús Murillo Karam fue virulenta y cuanto antes negó la existencia de documentos y testimonios que sí estaban en manos de su procuraduría. Preocupados por los resultados de mi investigación y ante el inminente inicio de los trabajos del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) enviado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), la PGR hizo hasta lo imposible por darle carpetazo al caso.
El gobierno de Peña Nieto estaba desesperado. Con cada detención de los supuestos culpables aumentaron la violencia y las torturas contra ellos. Los perpetradores de los abusos se hallaban en todas las fuerzas de seguridad del Estado mexicano: Policía Federal Ministerial, Policía Federal, la Secretaría de la Defensa Nacional y la Secretaría de Marina. No se trató de abusos aislados por parte de algunos funcionarios retorcidos sino que fue un método del Estado para imponer su versión a como diera lugar.
A principios de 2015 un alto funcionario del gobierno federal me hizo la amable sugerencia de que dejara el caso y no investigara más: sin proporcionar ninguna prueba que sustentara su dicho, me aseguró que los estudiantes ya estaban muertos porque tenían vínculos con el narcotráfico. Seguí adelante con la investigación. El 6 de septiembre de 2015 el GIEI dio a conocer su primer informe: llegaron a la misma información que revelé en el primer reportaje y en subsecuentes artículos no sólo porque tuvieron acceso a los mismos documentos, sino porque también hicieron su propia indagatoria de campo en Iguala.
Ante el descrédito internacional y la falta de credibilidad, después del primer aniversario de la masacre en 2015 la PGR decidió abrir una parte de los tomos del expediente pero censuró la información más valiosa, como nombres, teléfonos y direcciones de presuntos culpables o víctimas, datos indispensables para verificar la investigación oficial. No obstante, lo que realmente pasó esa noche no estaba en los archivos de la procuraduría sino en las calles de Iguala.
El primer día que llegué a la ciudad aún olía a terror; hubo que tocar muchas puertas, incluso más de una vez, para que los testigos vencieran su miedo y el recuerdo del dolor de otros les diera el valor para hablar.
En esta investigación el lector recorrerá el laberinto del caso, sus trampas, su oscuridad y su luz. Llegará a la calle Juan N. Álvarez, verá los casquillos y las sandalias tiradas en el suelo. Entrará en la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” y escuchará la intensidad de las voces de sus estudiantes, algunas veces llenas de valor y orgullo, otras de miedo y soledad. Recorrerá los sórdidos lugares donde se aplicaron torturas para fabricar culpables, así como las oficinas de altos funcionarios donde se pergeñó la mentira. Conocerá de viva voz los testimonios de aquellos que recibieron jugosas ofertas de dinero para que se culparan a sí mismos y a otros para cerrar el incómodo caso. Igualmente, vislumbrará en las voces de los testigos la desesperación de las víctimas durante las horas del exterminio, el coraje de los sobrevivientes y las lágrimas de los que fueron desaparecidos; el dolor de los vecinos que escucharon o miraron a través de las ventanas y que por temor no abrieron sus puertas cuando los jóvenes pidieron ayuda, así como la muestra de solidaridad de aquellos que pese al inminente peligro salvaron a estudiantes que luego pudieron relatar lo que pasó esa noche. Y descubrirá, nombre por nombre, a quienes participaron en los hechos y en la cadena de encubrimiento.
La infamia del 26 de septiembre de 2014 no terminó con el asesinato de seis personas y la desaparición de 43 estudiantes: esos hechos desencadenaron una espiral de crímenes y una red de complicidades para ocultar la verdad y proteger a los responsables. Después de dos años de investigación es difícil distinguir qué fase resulta más brutal que la otra.
Los hechos de Iguala nos obligan a reflexionar sobre el momento que vive México: retratan con crudeza la degradación de las instituciones que deberían procurar justicia y resguardarnos, y al mismo tiempo nos retratan como sociedad, mostrando cuáles son nuestros temores más profundos pero también nuestras esperanzas. En medio de la polarización y la soledad que se vive en un país como México, la gente ha comenzado a olvidar que el dolor que provoca la injusticia contra los otros debiera ser nuestro propio dolor, porque en cualquier instante el otro puede ser uno mismo.
Rojo amanecer
Son las 3:20 de la mañana del 27 de septiembre de 2014. A mitad de la calle Juan N. Álvarez, apenas a unas cuadras de la plaza principal de la ciudad de Iguala, Guerrero, la lluvia revuelta con sangre y coágulos corre en riachuelos por las grietas en el asfalto que se tragan el líquido rojo como monstruos insaciables. Ahí están tirados y mojados los cuerpos de Daniel Solís y Julio César Ramírez, quienes formaban parte del contingente de alumnos de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa que esa noche fue blanco de cinco ataques armados; yace boca abajo en Juan N. Álvarez esquina con Periférico Norte como resultado del último atentado. El espejo de agua en el pavimento refleja sus rostros sin vida. Ahí quedó su último aliento.
Daniel tenía 18 años y era originario del puerto de Zihuatanejo, cursaba el primer año de su carrera de profesor; su cabeza, con la sombra de una barba y bigote a medio crecer en la cara, mira hacia el oriente. Viste una sudadera roja, pants azul marino y, como la mayoría de sus compañeros normalistas, huaraches de correa café. Por el lado derecho de su espalda entró la bala que lo atravesó por completo hasta salir por el lado izquierdo del tórax. Julio César, de 23 años, era vecino de Tixtla, su cara apunta al sureste; también era de nuevo ingreso. Lleva una sudadera verde, pantalón azul y zapatos negros. Un disparo a quemarropa le entró por el lado derecho de la cara y salió por la parte posterior del cuello, a la izquierda, pero su rostro quedó entero.
En la calle están regados los rastros de la cacería humana de hace unas horas. Cerca del local de una purificadora de agua quedó un par de huaraches con suela de llanta y correas de piel; adelante, una sandalia derecha de pata de gallo y suela de esponja negra y más lejos su par. Se ven pedazos de dedos de una mano dispersos y paredes y banquetas salpicadas de sangre. Por toda la calle hay decenas de cartuchos percutidos, la mayoría calibre .223 y 7.62, pero otros quedaron amontonados en lugares casi imperceptibles en la oscuridad.
En medio del arroyo vehicular están varados tres autobuses, en los que hace unas horas viajaban cerca de 60 normalistas de Ayotzinapa. Las gotas de lluvia golpean la lámina y se escurren una tras otra por los orificios de bala que dejaron los vehículos como coladeras: toda la noche llovió ahí y en los alrededores. El camión de adelante es un Costa Line con placa de circulación 894 HS, número económico 2012, con una ventana rota por los disparos. El de en medio es otro Costa Line, matrícula 227 HY 9, número económico 2510, con el medallón trasero estrellado; fue el que sufrió menos daño. El tercer autobús es un Estrella de Oro blanco con franjas verdes, número económico 1568.
En las fotografías que algunos sobrevivientes tomaron con sus teléfonos y aportaron a esta investigación se aprecian bastantes detalles. Los agujeros por todos lados muestran que el Estrella de Oro 1568 fue el blanco principal de los atacantes, las balas penetraron al nivel de las ventanillas y las llantas fueron reventadas para detenerlo a como diera lugar; tiene por dentro un reguero de sangre cerca del asiento del chofer, en el pasillo y sobre algunos asientos.
Cuando los agentes de la Fiscalía General de Guerrero llegan a la calle Juan N. Álvarez, la escena del crimen ya está acordonada por elementos del 27 Batallón de Infantería bajo el mando del capitán José Martínez Crespo, y por la policía ministerial estatal. La diligencia corre a cargo de José Manuel Cuenca Salmerón, un agente del Ministerio Público del fuero común perteneciente al Distrito Judicial de Hidalgo, titulado en derecho. Lo acompañan Luis Rivera, perito en criminalística de campo, y María Guadalupe Moctezuma, perito en materia química forense.
Para Cuenca Salmerón eso de ir a investigar ejecuciones en Iguala ya era común desde hacía años, mucho antes de que el empresario joyero José Luis Abarca fuera electo presidente municipal. En 2010, por ejemplo, le tocó levantar en la zona industrial de la ciudad un acta relacionada con el cuerpo de un hombre golpeado, apuñalado y con las manos cercenadas. Junto al cadáver había un mensaje: “Querida gente de Iguala, no hagan lo mismo que yo, esto me pasó por andar haciendo denuncias anónimas y lo peor de todo es que los mismos militares me entregaron”. El de Daniel es el tercer cadáver que inspecciona esa noche; el de Julio César el cuarto. Se acumularán más en las siguientes horas. La lluvia no facilita su labor.
Los tomos de la averiguación previa abierta por la Fiscalía, que hasta ahora la PGR mantiene bajo sigilo, contienen las cuatro hojas de esa acta. En una acción mecánica, el agente del Ministerio empieza a contar los indicios en la escena del crimen y los va marcando con números. El “indicio 1” es una camioneta Nissan Urvan con las ventanillas laterales rotas y el piso ensangrentado cerca de una puerta lateral. El “indicio 2” se trata de un Chevy color arena con placas MBC 9797 del Estado de México. Como “indicio 3” marca una moto Yamaha placas F4808W. El “indicio 4” es el cuerpo de Daniel Solís. Como “indicio 5” aparecen dos casquillos dorados calibre .223. El “indicio 6” es el cuerpo de Julio César Ramírez. El “indicio 7” corresponde a cinco casquillos .223 y se registra otro grupo de diez del mismo calibre como “indicio 8”. El primer autobús Costa Line recibe la marca de “indicio 9”, el segundo vehículo es el “indicio 10” y el número “11” es el Estrella de Oro.
Como “indicio 11-a” se enlista la sangre regada en el autobús; se supone que levantan muestras de la misma para analizarla y averiguar a quién pertenece. Como “indicio 11-b” se consigna un grupo de piedras de diferentes tamaños dentro del autobús. El “indicio 12” se anota como un vehículo Volkswagen Pointer con placas de circulación HBR 3525. El “indicio 13” son cuatro casquillos .223. Al lago de sangre de un metro por 80 centímetros que las grietas se tragan parcialmente y otros tres casquillos calibre .223 se designan como “indicio 14”. Los indicios “15” y “16” son más grupos de casquillos dorados .223. Como “indicio 17” fue marcado el último hallazgo: una camioneta Ford Explorer roja, placas HER 8831, que presenta disparos por la parte trasera.
Sin embargo, continúa: el “indicio 7” corresponde a cinco casquillos .223 y se registra otro grupo de 10 del mismo calibre como “indicio 8”. El primer autobús Costa Line recibe la marca de “indicio 9”, el segundo es el “indicio 10” y el número “11” corresponde al Estrella de Oro.
En otro error, como otro “indicio 11” se enlista la sangre regada en el autobús y se supone que levantan muestras de la misma para analizarla y averiguar a quién pertenece. Pero al repasar el documento surge la pregunta: si ni siquiera se numeraron correctamente las pruebas, ¿cómo se integrará la cadena de custodia a fin de asegurar que esos primeros datos fundamentales no se pierdan en el procedimiento? Son errores tan elementales que desde el primer momento de esta investigación periodística me parecieron intencionales.
Dentro del autobús Estrella de Oro, Cuenca Salmerón encuentra piedras de distintos tamaños; de momento no comprende qué implican, así que para él no merecen ni papelito ni número. Como “indicio 12” registra un vehículo Volkswagen Pointer con placas de circulación HBR 3525. El “indicio 13” son cuatro casquillos .223. Al lago de sangre de 80 centímetros por un metro que las grietas se tragan parcialmente y otros tres casquillos calibre .223 el agente del Ministerio los señala como “indicio 14”. Los indicios “15” y “16” son más grupos de casquillos .223. Como “indicio 17” fue marcado el último hallazgo: una camioneta Ford Explorer roja, placas HER 8831, que presenta disparos por la parte trasera.
El perito Luis Rivera Beltrán toma fotos y levanta las pruebas que se pueden transportar, mientras que la química Moctezuma Díaz levanta muestras de sangre de la camioneta Urvan, del camión Estrella de Oro y del charco de sangre en la calle. Ninguno registró el montón de 50 casquillos que los normalistas colocaron en la base de un poste de electricidad antes del tercer ataque; tampoco ven las sandalias ni los fragmentos de dedos.
Al considerar terminada su labor por esa noche, Cuenca Salmerón asienta en su acta de cuatro hojas que ordena a la empresa Grúas Mejía Meta llevarse en custodia los vehículos marcados como indicios. Pero la compañía de grúas no lo hizo sino varias horas después, sin que conste ninguna explicación de ello.
Cuando los funcionarios de la Fiscalía se van del lugar, nadie se queda para cuidar la escena del crimen. La lluvia terminó. Conforme va saliendo el sol, vecinos y curiosos llegan al lugar: la escena del crimen les da escalofríos, es evidente que ahí ocurrió una masacre. Algunos dicen que escucharon gritos y disparos en la noche, otros vieron unos instantes desde sus ventanas pero les dio miedo y se ocultaron. No entienden lo que realmente pasó hasta que ven las huellas del ataque a la luz del día.
“En la calle había decenas de casquillos. El tercer camión estaba todo balaceado. Los disparos eran de afuera hacia adentro, eso se notaba por la forma en que estaba doblada la lámina por donde entró la bala. Todo estaba lleno de sangre”, recordaría después con horror una señora que se asomó al vehículo, quien por razones de seguridad pidió no dar su nombre: “El volante estaba lleno de sangre; en el suelo, también lleno de sangre, cuajos; y la pared de uno de mis vecinos también estaba embarrada de sangre”.
Ella no tenía forma de saberlo, pero de los 20 ocupantes del autobús Estrella de Oro 1568 que describe, sobrevivieron únicamente el chofer y un estudiante. Los demás fueron desaparecidos.
Los trabajos del primer agente del Ministerio Público y sus acompañantes en la calle Juan N. Álvarez fueron tan ineficientes que a las ocho de la mañana la Fiscalía envió al perito Martín Cantú López a realizar una nueva inspección. Cantú encontró más casquillos calibre .223 y 7.62, un pedazo de dedo, los huaraches sin dueño y otro vehículo Jetta que quedó abandonado en una calle perpendicular a Juan N. Álvarez y presentaba disparos en la carrocería, vidrios y toldo.
En la nueva revisión, Cantú López no tomó muestras de la sangre salpicada en la pared cercana a un taller de carpintería, donde algunos normalistas fueron acostados en el suelo y sometidos. Con dichas muestras se sabría al menos quiénes fueron trasladados desde allí. Tampoco ese perito encontró los demás pedazos de dedos y otros casquillos que los vecinos sí vieron e incluso algunos fotografiaron.
Los tres autobuses fueron remolcados por Grúas Mejía Meta hasta las 11 de la mañana de ese 27 de septiembre. A esa hora, con el permiso de las autoridades estatales, los vecinos de la calle Juan N. Álvarez comienzan a lavar la calle ensangrentada. Una persona recoge un pedazo de dedo y lo sepulta; los gritos y el llanto de las víctimas aún retumban en su cabeza. Otro vecino, con la mirada baja, le echa una cubeta de agua a su pared y a la banqueta para lavar la sangre. Todavía le parece oír el ruido de la metralla. Antes de barrer decenas de casquillos desperdigados, una señora preguntó a las autoridades que aún andaban por ahí si ya podía limpiar y con desidia le dijeron que sí.
Las horas de la masacre
La noche del 26 de septiembre de 2014 los normalistas de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa fueron atacados cinco veces durante cuatro horas consecutivas en la ciudad de Iguala, ubicada a tres horas de la Ciudad de México y a sólo una de Chilpancingo, la capital del estado de Guerrero. Ese día los jóvenes habían ido a Iguala para secuestrar autobuses a fin de trasladarse a la jornada de protesta por la masacre del 2 de octubre de 1968, que se lleva a cabo cada año en la Ciudad de México en esa misma fecha.
El primer embate armado contra los normalistas fue perpetrado cerca de las 21:30 en la esquina de Juan N. Álvarez y Emiliano Zapata, a una cuadra de la plaza principal de Iguala. Este hecho nunca fue registrado en los expedientes de la Fiscalía ni de la PGR; no hubo heridos ni muertos. El siguiente fue entre las 21:30 y las 23:00 en la esquina de Juan N. Álvarez y Periférico Norte, donde tres estudiantes resultaron heridos de bala.
A varios kilómetros de ahí, en la carretera federal Iguala-Mezcala, a la altura del Palacio de Justicia, ocurrió un tercer ataque contra dos autobuses llenos de estudiantes: el Estrella de Oro número económico 1531 y el Estrella Roja 3278. A las 23:40, varios kilómetros más adelante sobre la misma autopista, fue baleado un camión donde viajaba el equipo amateur de futbol Avispones: para su mala suerte, el autobús propiedad de la empresa Castro Tours era blanco con franjas verdes y se asemejaba a los Estrella de Oro en que viajaban los normalistas; al ser confundidos con los estudiantes, los pistoleros les tiraron a matar. Fue el cuarto ataque de la noche. El quinto atentado llegó después de la medianoche, de nuevo en la esquina de Juan N. Álvarez y Periférico Norte. Ahí mataron a Daniel Solís y Julio César Ramírez.
En total, esa oleada de ataques armados provocó la muerte de seis personas: los normalistas Daniel Solís, Julio César Ramírez y Julio César Mondragón, éste de 21 años; la señora Blanca Montiel, de 40; el jugador de Avispones David Josué García, de 15; y el chofer del camión en que viajaba este equipo, Víctor Manuel Lugo, de 50 años.
De los 24 heridos por arma de fuego, siete fueron estudiantes. Aldo Gutiérrez recibió un disparo en la cabeza que desde entonces lo mantiene en estado de coma. A Fernando Marín un tiro le destrozó el antebrazo izquierdo y casi perdió la mano. Edgar Andrés Vargas recibió un balazo en la boca. A Jonathan Maldonado una ráfaga le voló cuatro dedos de la mano izquierda.
El colofón de la barbarie en esa noche infernal fue la desaparición de 43 normalistas de entre 17 y 21 años; todos eran de nuevo ingreso excepto Bernardo Flores Alcaraz, quien lideraba al grupo de estudiantes para tomar los autobuses.
Ninguna corporación policiaca intervino para impedir los ataques ni la desaparición de los jóvenes, aunque todos los niveles de gobierno tienen centros de operaciones de seguridad pública. La policía municipal de Iguala tiene una pequeña base rodeada de casas particulares y vecindades en la calle Rayón en el centro de Iguala; la policía estatal tiene su Centro Regional de Adiestramiento Policial en el kilómetro 1.5 de la carretera Iguala-Tuxpan: son instalaciones amplias, apartadas y aisladas de la zona urbana. La PGR tiene su Centro de Operaciones Estratégicas en la calle Nicolás Bravo sin número, casi esquina con Bandera Nacional, en la colonia Centro. A su vez, la Policía Federal tiene su comandancia sobre la carretera 95, en el tramo Iguala-Mezcala, y la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) cuenta con un campo militar que ocupa al menos ocho manzanas en Periférico Oriente sin número, que es la sede de los batallones de infantería 27 y 41.
Todas estas bases con efectivos policiacos y militares se encuentran en el radio en que ocurrieron los ataques del 26 de septiembre y tienen actividad y vigilancia las 24 horas de los 365 días del año; sin embargo, ninguna reaccionó a las intensas balaceras en sus cercanías. Además, estaba activo un mecanismo de vigilancia que fue pieza clave en lo que ocurrió esa noche: el Centro de Control, Comando, Comunicaciones y Cómputo, llamado C4. Se trata de centros de coordinación policiaca y militar que comenzaron a funcionar en 1995, durante el sexenio de Ernesto Zedillo, cuando se emitió la primera ley general que establece las bases de coordinación del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SNSP). Dicha ley ordenaba que en los estados, municipios y la Ciudad de México —entonces denominada Distrito Federal— se creara un servicio de comunicación que recibiera los reportes de la comunidad relacionados con accidentes, faltas y delitos. Así nació el sistema telefónico nacional de emergencia 066.
El propósito de la creación del C4 es que autoridades municipales, estatales y federales actuaran de manera más coordinada contra la delincuencia, compartiendo información a través de la central telefónica del 066, con lo cual su respuesta a las llamadas de emergencia debería ser más rápida y eficaz. En su portal de internet, la Secretaría de Gobernación indica que ese mecanismo “es un desarrollo tecnológico de interconexión y telecomunicaciones para correlacionar todas las redes de las dependencias afines a la seguridad pública, impulsando un proceso de actualización de la red nacional de telecomunicaciones y evolucionando el concepto de cómputo, comunicaciones, control y mando (C4), para escalarlo a nodos de interconexión de telecomunicaciones (NIT)”.
A través de los C4 que se encuentran en las principales ciudades del país se monitorean reportes policiacos, se controlan cámaras de seguridad colocadas de forma estratégica y se atienden llamadas de emergencia a través de una central telefónica conectada a la Red Nacional de Telecomunicaciones y al Sistema Nacional de Información, ambos de la Secretaría de Gobernación. En principio, se atienden desde urgencias médicas, rescates, accidentes vehiculares y asaltos, hasta incendios, disturbios y balaceras.
Los C4 forman parte del SNSP, el cual desde diciembre de 2012 depende del Consejo Nacional de Seguridad, y cuentan con cámaras monitoreadas por personal federal, estatal y municipal. Se trata de puntos neurálgicos para la seguridad pública en cada estado y la capital del país. Su administración está a cargo de los gobiernos estatales, pero económica y operativamente dependen en gran medida del gobierno federal, que recibe información de las emergencias en tiempo real.
En julio de 2013 el gobernador guerrerense, Ángel Aguirre Rivero, se reunió con los secretarios federales de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong; de Hacienda y Crédito Público, Luis Videgaray Caso; y de Economía, Ildefonso Guajardo Villarreal. Después del encuentro se anunció que Osorio Chong se había comprometido a construir módulos de seguridad C4 en Chilpancingo, Iguala, Ciudad Altamirano y Taxco, además de aumentar el número de cámaras de vigilancia.
En las instalaciones del C4 de Iguala operan agentes de la policía guerrerense, de la policía municipal, personal de Protección Civil y militares: toda la información que ahí se recibe llega en tiempo real a la base de la Policía Federal y a las oficinas de la PGR que se encuentran en la misma ciudad. De hecho, en ese centro de operaciones se realizan reuniones periódicas con representantes de todas esas corporaciones para evaluar su trabajo y capacidad de reacción ante las emergencias reportadas a través del 066, como lo confirman fotografías de esos encuentros.
Esto implica que la noche del 26 de septiembre de 2014 todas las instancias de gobierno en materia de seguridad pública que integran el C4 conocieron en tiempo real la violencia que estallaba en las calles.
Los primeros deportes
A las 23:00 del 26 de septiembre la agencia del Ministerio Público del fuero común de la Fiscalía General del Estado correspondiente al Distrito Judicial de Hidalgo, en Iguala, recibió una llamada telefónica de Jacobo Ruiz Moreno, médico de guardia del Hospital General de la ciudad, para reportar el ingreso de tres hombres, dos de ellos heridos de bala: uno dijo llamarse Daniel Martínez y el otro Erick Santiago López, el tercero no pudo dar sus datos generales por su estado de gravedad. Esa llamada obligó a la Fiscalía a abrir por oficio la averiguación previa HID/SC/02/0993/2014, dentro de la cual se realizaron las primeras diligencias e investigaciones de los hechos.
Fue el mismo agente del Ministerio Público Cuenca Salmerón quien giró oficios al director general de Control de Averiguaciones Previas en Chilpancingo y al coordinador de la policía ministerial de la zona norte para que iniciaran la investigación de los hechos denunciados por el doctor Ruiz Moreno. El responsable de esas dos áreas era el subprocurador de Control Regional y Procedimientos Penales, Víctor León Maldonado.
Según la hoja de apertura de la averiguación, que forma parte del expediente HID/SC/02/0993/2014, se solicitó a esas autoridades que acudieran de inmediato al Hospital General “Dr. Jorge Soberón Acevedo” a recabar los datos de las víctimas e investigar los acontecimientos de violencia en los que resultaron heridas. Ninguna de las autoridades mencionadas hizo nada, ni siquiera fueron al nosocomio.
Fue hasta las 0:04 que el personal de la Fiscalía hizo las primeras actuaciones, pues el C4 de Iguala informó a esa dependencia que sobre la carretera federal México-Acapulco, en el tramo Iguala-Mezcala y exactamente bajo el puente ubicado frente al Palacio de Justicia, estaba “abandonado” un camión Estrella de Oro que mostraba daños por disparos de arma de fuego; quien acudió allá fue Cuenca Salmerón. Con la alerta enviada por el C4, se trasladó al Palacio de Justicia y llegó a las 0:20. Había comenzado a llover. Esa jornada de trabajo sería muy larga: apenas iba a la escena del tercer ataque, le faltaba recorrer los lugares de la segunda, cuarta y quinta agresiones armadas. A la primera escena no acudió.
Lo acompañaban el perito Luis Rivera Beltrán y policías ministeriales de Guerrero bajo las órdenes de Javier Bello Orbe. Casi frente a las oficinas del Poder Judicial, cerca del letrero “Regresa pronto, Iguala te espera”, vieron el camión de pasajeros blanco con rayas verdes de la empresa Estrella de Oro, marcado con el número económico 1531: las llantas delanteras habían sido ponchadas, la portezuela estaba abierta y tenía el cristal roto, igual que dos ventanillas de ambos costados.
Al subir al autobús observaron piedras de diferentes tamaños en los escalones, cerca del asiento del conductor y el pasillo; aún se percibían restos de gas lacrimógeno. A unos cinco metros había prendas de vestir amontonadas: al separarlas encontraron tres camisetas blancas con rastros de sangre, cuatro playeras negras y una deportiva que tenía en la espalda el nombre del equipo inglés de futbol Arsenal, además de un suéter gris y un pañuelo rojo decolorado, según indica el acta de las 0:20 del 27 de septiembre, también en el expediente HID/SC/02/0993/2014. Los expedientes de las averiguaciones previas y judiciales del caso muestran que el agente del Ministerio y el perito afirmaron en su acta que la ropa fue recogida y empacada como prueba, pero ni la Fiscalía ni la PGR, que después atrajo la investigación, mencionan peritajes relacionados con esas prendas.
El 21 de diciembre de 2014 la revista Proceso publicó el reportaje de esta autora en el cual se difundió por primera vez la existencia de esa ropa. Hasta el 6 de septiembre del año siguiente el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) enviado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se refirió de nuevo a dicha prueba en su reporte “Informe Ayotzinapa. Investigación y primeras conclusiones de las desapariciones y homicidios de los estudiantes de Ayotzinap …
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Este es un extracto del libro La Verdadera Noche de Iguala de la periodista mexicana Anabel Hernández, publicado en México por Grijalbo en torno a la matanza y desaparición de más de 40 estudiantes de Ayotzinapa. Anabel Hernández es una las periodistas de investigación mexicanas más respetadas y perseguidas. Es autora de La familia presidencial (2005, en coautoría con Areli Quintero), Fin de fiesta en Los Pinos (2006), Los cómplices del presidente (2008), Los señores del narco (2010) y México en llamas (2012).