Cruzamos el río Conococheague, afluente del Potomac, que baja marrón y crecido. La niebla cerrada de las montañas se condensa en pequeñas perlas sobre las ventanillas del Greyhound, el autobús azul con un galgo pintado en su costado. Símbolo de la América que se mueve en transporte público, la que no tiene vehículo propio y es demasiado pobre como para comprar un billete de avión o llamar un taxi. La América que vive en los márgenes de la cultura de la clase media estadounidense. Libres de la dicta-dura del vehículo privado y la gasolina barata. También, en el fon-do, abandonados a su suerte en un desierto de asfalto. El veterano de guerra Fox es uno de esos desterrados. Escucha música con la cabeza atenazada entre sus grandes auriculares azul celeste. Mira una película, farfulla palabras incomprensibles y devora varias bolsas de doritos, todo al mismo tiempo, sin inmutarse. A ratos me mira con desconfianza. Seguramente porque no le quito ojo desde el otro lado del pasillo. Imposible apartar la mirada. Su gorra de letras mayúsculas: AFRICA. Su guerrera de camuflaje con la bandera de barras y estrellas en el brazo. Las pulseras de cuentas de caoba y conchas. La perilla blanca salpicada de migas anaranjadas sobre la tez carbón. Sigue triturando doritos. Falta una hora para llegar a Baltimore. Lo sé porque ya hemos cruzado el Conococheague.
El terreno aquí es más llano, pero el autobús escacharrado se desliza impulsado aún por la inercia del tobogán. Suficiente para alcanzar sin problemas nuestro destino. Baltimore, esa ciudad pixelada de ladrillos rojos, fumaradas y adoquines gastados al sol. Esa ciudad, al sur de la Línea y al este de los Apalaches, donde empieza mi viaje. Un viaje de doscientos cincuenta kilómetros, apenas tres horas por carretera si se conduce sin parar. Es la distancia que separa Baltimore y Charlottesville, la distancia que me dispongo a recorrer en este tercer verano de la era Trump. Pero yo me tomo varios días para completarla. Entre las dos ciudades, se tome la carretera que se tome, es inevitable pasar por la capital. Washington —la fantasía faraónica de los padres fundadores— es donde se produce el relevo del poder al frente de la más poderosa democracia liberal del mundo. El altar donde contemplé, en vivo y en directo, la metamorfosis de Trump ante las masas enfurecidas. Es también la bisagra simbólica de dos etapas, dos ideas diferentes del país y del mundo.
De Baltimore a Charlottesville, pasando por Washington. Es también un viaje entre dos tumbas, dos muertes trágicas muy diferentes con muchos aspectos en común. Arrancó cuando a un joven negro le rompieron el cuello dentro de un furgón policial en uno de los barrios más pobres y violentos del continente. Uno más. Sin embargo, los disturbios que siguieron a aquellos hechos infaustos en Baltimore llevaron, en una inaudita sucesión de acontecimientos, a Charlottesville, donde una mujer antirracista fue asesinada por un terrorista neonazi. Dos años después de las revueltas negras, los zombis supremacistas salían de los cementerios a las calles de la ciudad universitaria sureña con toda su parafernalia de odio y de muerte.
La estación de autobuses de Baltimore, aislada en el patio trasero de un gran casino en los suburbios, me resulta extraña y misteriosa, como si nunca antes hubiera pisado esta ciudad. La sala de espera, donde estiran piernas y brazos los viajeros recién desembarcados, transmite ese aire de profunda tristeza que describía Kerouac cuando, sin levantar la vista del suelo, no veía más que colillas y escupitajos. La gran mayoría de los pasajeros son de tez oscura. Entre ellos Fox, el veterano de Irak triturador de doritos, quien busca con prisa en el panel de salidas la conexión que le llevará a su soñada Florida de palmeras y playas blancas. Lleva todas sus pertenencias en un macuto de lona al hombro y varias bolsas de plástico. Le he creído entender que tiene una hija cerca de Orlando a la que no ve desde hace muchos años. Siempre ha querido ir, me ha contado en el autobús, pero no ha podido hasta ahora. Le deseo suerte y lo pierdo entre cuerpos de gran tonelaje que rebotan entre sí, estudiantes flacuchas desorientadas, vagabundos con nombres enigmáticos tatuados en el cuello y una pareja de borrachos sin camisa apoyados en la pared, junto al puesto de perritos calientes.
En los últimos años he pasado por Baltimore una y otra vez y sin embargo me siento fuera de lugar. Nunca antes había venido en autobús. Siempre en tren desde Nueva York o en coche por la autopista de la costa. Camino a Washington o expresamente a Baltimore para cubrir, generalmente, malas noticias. Pero esta vez he decidido no conducir. Necesito tiempo para escribir —repito el mantra dentro de mi cabeza— y las horas al volante son horas perdidas. En cambio, el autobús o el tren son lugares perfectos para construir frases y párrafos y entre tanto descansar la mirada en el paisaje que pasa a lo lejos. Observar al veterano devorador de doritos, por ejemplo, mientras aporreo las teclas de mi Mac. Escribir, escribir y escribir. Es a lo que he vuelto, al fin y al cabo. Estoy aquí para terminar este libro. Terminar por el principio o empezar por el final, como se quiera ver.
Vuelvo a Baltimore por primera vez desde que dejé Estados Unidos. Esta vez pertrechado solo de una bolsa con mi ordenador y algo de ropa. También vengo ligero de prejuicios. Se me han ido cayendo por el camino, al tiempo que se me han multiplicado las dudas y las preguntas. Es lo que tiene el aprendizaje a través del periodismo, nunca se deja de aprender, y cuanto más crees que sabes, más interrogantes surgen ante ti. Con mi bolsa en bandolera, salgo de la estación mientras busco en el móvil un hostal barato. En este país, si conduces y te parapetas en un Holiday Inn, puedes pasar días enteros sin cruzar palabra con nadie. Prefiero caminar por debajo de grandes puentes de hormigón y asfalto, saltar vías de tren y semáforos y rodear el estadio de los Orioles bajo una lluvia pesada para llegar a una casa de huéspedes en pleno centro de Baltimore. Como muchos otros en los ale-daños de la calle Charles y el monumento al presidente George Washington, es un edificio victoriano de ladrillo rojo, de techos altos y escaleras de madera.
El hostal tiene normas claras. Nada de licores ni armas de fuego en las habitaciones, me advierte el recepcionista. Si llevo pistola, la tengo que dejar en la caja fuerte de recepción. En las zonas comunes solo está permitido beber cerveza o vino, pero no «alcohol fuerte». A partir de las once de la noche, silencio. A esa hora solo se oye el llanto de Taddheus. Ocurre cada noche antes de ir a dormir, me explica Pam, la señora que mira pasar las imágenes del televisor sin sonido hundida en el sofá mientras consuela al grandullón. Taddheus llora porque lleva tres meses viviendo en la casa de huéspedes, concretamente desde que su mujer lo puso en la calle. Echo de menos a mis bebés, solloza. Hasta que, al recobrar un intervalo de horrible cordura, se seca las lágrimas: «Quisiera llamar a mi esposa y decirle que estoy muy arrepentido de todo lo que hice, que no volverá a ocurrir”.
Por la mañana, después de la obligada visita a la sepultura de Poe en la iglesia presbiteriana de Westminster, me reencuentro con uno de esos personajes que durante estos años de coberturas, idas y venidas se han convertido casi en amigos. Kwame Rose, el héroe del movimiento Black Lives Matter (las vidas negras importan) que saltó a la fama gracias a un documental de HBO sobre las revueltas de Baltimore. Nos conocimos bajo la presidencia de Obama, a quien reprocha no haber hecho nada para acabar con la brutalidad policial contra las minorías ni haber creado oportunidades para los afroamericanos. «Trump, en realidad, ha sido lo mejor que nos ha podido pasar a los negros de este país: un racista que viene de cara», repite desde que ocurrió el gran cambio, cada vez que nos vemos. Vuelvo a recorrer con él las calles en ruinas de West Baltimore, las casas abandonadas y los lugares donde se desarrolló la batalla. Me lleva hasta un gran mural que ocupa todo el lateral de un edificio. Muestra su cara, la de un Kwame victorioso, con la gorra vuelta hacia atrás y el lema «supervivencia» escrito en grandes letras. Con veinticinco años, se ha convertido en un icono de la lucha por la igualdad y contra el racismo en esta ciudad.
Antes del estallido social de 2020 por la muerte de George Floyd, la guerra de Black Lives Matter contra la violencia policial y el racismo tomó impulso al final de la presidencia de Obama y durante las elecciones de 2016, pero después languideció durante los primeros años de Trump. No porque haya disminuido el número de ataques impunes contra las minorías, sino porque el foco mediático se ha desplazado junto al péndulo político y, consecuentemente, los frentes del activismo a favor de los derechos civiles se han multiplicado. La lucha feminista contra los abusos sexuales o la situación de los migrantes centroamericanos en la frontera con México han pasado a primer plano. Con todo, el conflicto racial sigue siendo la constante, la gran rémora que sigue lastrando el progreso social en Estados Unidos.
En la estación Penn de Baltimore la puntualidad es una qui-mera. Bien entrada la noche, el vestíbulo está casi vacío. El Acela Express que debería llevarme a Washington acumula más de media hora de retraso. «¡El maldito tren no llega jamás!», vocifera el único viajero que veo desde el banco donde estoy sentado. Un barbudo con la pierna derecha escayolada gritándole al teléfono a pleno pulmón. Habla y ríe histérico, sin hacer pausas para escuchar a su presunto interlocutor. En realidad, no hay nadie al otro lado. Habla solo, supongo, hasta que se aburre y se hace el silencio. Una cucaracha desvergonzada recorre el vestíbulo vacío. Sus seis patas repiquetean y resbalan sobre el suelo de mármol.
Pasada la medianoche, cuando por fin llega a su destino el Acela Express, las imágenes del vicepresidente Michael Pence y sus asesores supervisando un campo de detención de inmigrantes centroamericanos en la frontera están en todas partes. En Union Station las pantallas muestran la emisión de la CNN. «¡No tenemos ni duchas!», denuncian tímidamente los hombres hacinados en una jaula ante los reporteros que acompañan a la delegación gubernamental. Pence y los suyos escuchan las explicaciones improbables del guardia del campo mientras al otro lado de la alambrada las miradas indígenas se funden en una presencia oscura y extraña. La imagen de los hombres blancos vestidos con impolutas americanas y camisas blancas bien planchadas reflejan muy bien los tiempos que atraviesa Estados Unidos. Este fin de semana comienzan las redadas de la Policía federal de inmigración (ICE, Immigration and Customs Enforcement) contra inmigrantes sin papeles en varias «ciudades santuario”.
El Capitolio todavía está iluminado. Camino por la avenida de Luisiana, desierta a estas horas, pensando en las familias de inmigrantes que no podrán conciliar el sueño temiendo que en cualquier momento la «migra» golpeará sus puertas. Me viene a la memoria Araceli, junto a su arbolito de Navidad encendido y sus dos niños asustados en un apartamento de Queens. En medio de la noche, la policía tiró la puerta abajo y sacó a su marido de la cama para llevárselo en ropa interior al furgón mientras los niños lloraban asustados. Fue deportado a México, dejando atrás una familia rota. Todo ocurrió bajo el mandato de Obama, mucho antes de la llegada de Trump.
El sol sale por la retaguardia del Capitolio e ilumina, como una gran persiana de luz dorada, el obelisco de George Washington desde la cúspide hasta la base. Muy cerca, en la Casa Blanca, el presidente tuitea desde la cama mientras mira el programa matinal de la cadena Fox en la tele del dormitorio presidencial. Un nuevo día empieza en América.
Sentado sobre el césped de la Explanada Nacional, mirando hacia el memorial de Lincoln, observo las riadas de turistas que fluyen hacia los museos Smithsonian y se hacen fotos con los majestuosos monumentos neoclásicos de fondo. Entre la marea de turistas, veo acercarse a un grupo de mujeres de mediana edad vestidas con gorras rojas y camisetas de «Trump 2020» y «Keep America Great» («mantengamos a América grande», el lema de campaña para la reelección). Me sorprende que entre ellas hablen portugués. Las había imaginado de Kansas o de Nebraska, pero resultan ser brasileñas de São Paulo. Se sientan junto a mí a desa-yunar bagels con mucho beicon y cafés largos de Starbucks. Se lo están pasando en grande, riendo a carcajadas y haciendo chistes que no llego a entender del todo. Sin poder contener la curiosidad, pregunto a una de ellas —una señora rubia de grandes pendientes y facciones inequívocamente retocadas por un cirujano plástico— si son seguidoras de Trump. Me responde, con una sonrisa, que están de vacaciones y que no tienen tiempo para la política. Entonces, una de sus amigas se dirige a mí, resolviendo todas mis dudas: «¡Brasil por encima de todo, Dios por encima de todos!».
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Las grietas de América, es el último libro del periodista Zigor Aldama publicado por Península. Este es, escribe Aldama, «un libro sobre un conflicto que, solo en parte, explica o que ha ocurrido en Estados Unidos en los últimos años y lo que puede venir en los próximos. Es un libro, quizá, sobre la cara oculta de la primera democracia moderna; o sobre su cara más evidente. Sobre las desigualdades que construyeron el país desde la Revolución, sobre el poder de la supremacía blanca y la Resistencia que la combate desde el principio. Y, sí, también es un libro sobre la América de Trump. Sobre la crispación que crepita bajo la piel de un país dividido y distorsionado».