Un presidente y un ministro se caen de una valla de quince metros aderezada con cuchillas y espinas de alambre.
La tragedia ocurrió según lo estipulado por sus propias reglas. El crimen merodea la tragedia, la mece, la susurra, incitándola a sus posibilidades. El crimen parece ser fiel, así lo dice a la tragedia y quedarse en el lugar de los hechos. Pero luego se va, como siguiendo un rastro de sangre reseca, a otros lugares que, en apariencia, nada tienen que ver con el lugar del crimen. Son lugares de luces almibaradas, despachos con alfombras y mesas de caoba con pantallas de plasma y teléfonos satélite. Son los despachos donde un presidente y un ministro del Interior han fallecido al caer de una valla.
Antes que el ministro del interior y el presidente murieran al caer de esa valla, setenta y dos personas perecieron en ese mismo lugar el 24 de junio de 2022. Muchos, en territorio español. Esas personas recibieron de los guardias civiles españoles “86 botes lacrimógenos, 28 botes de gas, 65 pelotas de goma, 270 salvas y 41 aerosoles lacrimógenos grandes”, según el teniente general de la Comandancia de la Guardia Civil en la ciudad autónoma de Melilla en declaraciones a congresistas desplazados cuatro meses después de los hechos.
Los cuerpos de los inmigrantes fallecidos en territorio español desaparecieron casi de inmediato tras su muerte. El escándalo atenaza a la Fiscalía del Estado que se debate entre jugar a favor del gobierno, de quien depende, o dar curso judicial a las evidencias que ha constatado el defensor del pueblo, también proclive al Gobierno, aunque abandonando a este a su suerte tras las pruebas documentales de lo ocurrido.
Todo quedó obnubilado en los días posteriores. Como si la tormenta arenosa precedente del Sáhara recubriera su misma realidad. La reforma del código penal promovida por el ministerio de Irene Montero, la ley “solo sí es sí”, ha tapado la atención a la muerte de las 72 personas en la valla de Melilla. Una crisis de gobierno tapa a la anterior y la hace así desaparecer.
Y la ley se arremolina, perfilada por el sílex que manejan los enaltecidos políticos, dispuestos, desafiantes y afanados en su labor tanatoria.
En los montes los cortafuegos sirven para que no se propague el fuego. Las fronteras son el límite o confín de un estado. Y así, inocuamente, cualquier definición, hasta el infinito, oculta inicuos mohínes de terror.
Difundidas por todas las televisiones del mundo, las imágenes de la ola de inmigrantes que el 29 de septiembre de 2005 se avalanzó en Ceuta sobre la doble valla de alambradas que separaban Marruecos de España impresionaron a los telespectadores durante el espacio de un flash informativo.
Mahmud Traoré no pasaba hambre en su aldea de Senegal, su decisión de marcharse corresponde también a un sentimiento demasiado humano: el deseo de venir a comprobar las promesas de libertad y felicidad que pregona occidente.
Estos asaltos en masa fueron la consecuencia directa del acoso cada vez mayor que las fuerzas auxiliares marroquíes venían sometiendo desde el principio de año a los campamentos de clandestinos instalados en los alrededores de Ceuta y Melilla.
¿Para qué hemos nacido como hombres si nos dan una muerte de animales? dice Nicanor Parra en Poemas y anti poemas. Cualquier animal ataca si le cerramos las salidas.
Partir para contar. Mahmud Traoré. Pepitas de calabaza. tercera edición, 2018. 288 páginas. 22 euros