Cinco tristes soles y lunas después de que el cuerpo de la pequeña Alaa Qadoum, de cinco años, fallecería bajo un misil en la ciudad palestina de Gaza, en Nueva York un individuo trataba de asesinar al escritor Salman Rushdie. El dictado registrado, con su número de orden y cumplimiento del ataque a donde dormía o jugaba o merendaba Alaa Qadoum, está registrado. Y su muerte, perfectamente imbricada en un conjunto de diatribas igual de frías, macabras y criminales. Un absceso de quien otorga la vida y la muerte en loor de la razón de Estado o la de la fe. Como el edicto que la máxima autoridad religiosa y al tiempo política de Irán, el tenebroso ayatolá Jomeini, dictó en 1988 contra el escritor Salman Rushdie por una fábula literaria que quizá no hubiera alcanzado semejante fama de otro modo. La sentencia del ayatolá era una condena a muerte, gratificando a cualquier súbdito creyente del islam con una nada espiritual y musulmana recompensa de tres millones de dólares por su asesinato. Rushdie se debate entre la vida y la muerte, treinta y cuatro años después, tras ser acuchillado en Nueva York al mediodía cenagoso del 12 de agosto en Nueva York. A la hora en el que el cuerpo de Rushdie es traspuesto de camilla en camilla y estabilizado, el cuerpo de cinco años de Alaa Qadoum se enfría en la sepultura que puede ser bombardeada por los mismos misiles israelíes que han acabado con su corta pero fértil vida.
Alaa Qadoum no va a gozar de memoria. Su cuerpo, indulgente y maravilloso, esclarecido e insignificante, curioso, atrevido, no va a ser recordado por los decrépitos líderes de las camarillas mercantiles que comercializan con Israel las refriegas que se traslucen en intercambio de líderes prisioneros a través del blanqueador Egipto. El cuerpo de Alaa Qadoum no va ser recordado por los abyectos voceros del derecho del pueblo israelí a defenderse de futuros terroristas como Alaa Qadoum.
Alaa Qadoum escribe torcido a sus cinco años, pero fabula como la mejor de los literatos de Palestina o del mundo entero. A su abuelo le dice que las estrellas son dragones que sueltan sobre ella y su familia el calor por que explica el día.
Hace tres meses Alaa no preveía, cómo podía, que la sutil y tenebrosa renuencia de Israel a condenar el bombardeo ruso de Ucrania en las Naciones Unidas, también acabaría por cobrarse en su propio cuerpecito una víctima más.
Entre la agonía de Salman Rushdie y el responso de Alaa Qadoum, los diletantes de la política mantienen sus propias fatwas de colores intensos. ¿Dónde se dibuja y esconde el filo del crimen, qué filamento lo mantiene y quiénes sostienen las manos que lo empuñan?