La pequeña Berta no sabía que iba a morir, cómo iba a saberlo, pero percibió hace diez meses al nacer un momento igual de absorto y violento. La acuosa luz que dio lumbre a su existencia la convirtió, según la sabiduría budista, en un ser rotante y universal. En la acuosa claridad de la morgue donde se hallaba hace unos días el cuerpecito de Berta, solo la envolvían resquicios de un aire lodoso y culpable. Estoy viendo a Berta en este preciso momento, y recuerdo los primeros pasajes de Basho en su Viaje a Oku, cuando abandona a su suerte a un recién nacido abandonado en su camino. Una acuosa bruma vierte su vómito diurno, cayendo como como canicas cósmicas sobre quienes sobrevivieron a la pequeña Berta. ¿Cómo son los surcos de la vida en las manitas de Berta? Acuosas. Como la riada que se la llevó. Como el líquido amniótico que emulsionó protectoramente su incipiente existencia. Buda está con Berta. Y el cuerpo del padre, su hija y el espíritu santo. Y el de su madre, aún no encontrado.
Hay doscientas guitarras descerrajando el rezo de la atroz ausencia. Hay un cometa de recién muertos. Hay portones de cementerios abriéndose en días que fallecen. Hay un obsceno relato impreso en periódicos con papel de esparto. Hay personas que llevan un luto de ceniza y sangran lágrimas de brea. Hay reyes y otros menesteres, todos sin la magia graciosa de la vida, acercándose al barrio donde vivían Berta, su madre y su padre. Hay una multitud de pagodas sagradas con los cimientos de arena.
Hay miles de preguntas de los hijos supervivientes, formuladas con una aceitosa y premonitoria ansiedad. Tras la riada, hay un sin fin de partidas de nacimientos que de los registros y los juzgados el mar ha recobrado. Y actas de matrimonios. Y testamentos inútiles. Hay un responso de nubes con estrías y oscuras como bocas de lobo.
La ley tirita sacudiéndose su arrogancia al visitar el féretro tan inmenso de la pequeña Berta. Los almanaques y los boletines oficiales y hasta los cónclaves para elegir el próximo Papa sospesan para siempre emitir fumatas negras. Y las cumbres del clima. Los aromas de las albuferas se han sobresaltado. Y las olas especiadas del mediterráneo viven ahora vasectomías y menopausias irascibles.
En los palacios de caudillos de diferentes raleas hondean aún las banderas de la oportunidad y ninguna a media asta. Las tropas cansadas los protegen sin ilusión, pero con una nerviosa y mortal inutilidad, de una gleba vaporosa compuesta de todas las pequeñas medianas y ancianas Bertas de Valencia.
Berta da la mano a Izán y Rubén Matías Calatayud, de tres y cinco años. Hay una tormenta de graznidos horadando el silencio vergonzoso de las nubes pasmadas. Hay un país de muertos sin más sueños que el de una inocencia crepuscular. Hay un designio colmado de ignominia incrustado en los haces de los días tullidos para siempre. Hay un lenguaje atroz masticándose en las lenguas ásperas del cinismo. Hay armarios, y féretros, cunas y salones, y habitaciones con camas nido donde el luto araña las cuerdas vocales de las horas hasta enmudecerlas.
Y en los despachos y las notarías y las redacciones y en las comisarías de trémula tristeza chilla un quejido de grillos sin alas. Y los tribularios en mesas carmesí idean con taimado empeño la cizaña del olvido y la sepultura de su culpa.