
Por una vez, los noticiarios hablaron un poco menos de personajes vacuos y mortecinos, adláteres del poder. Durante un mísero fragmento, pero airoso, informaron de un hombre de 89 años que pasará por el mérito más de lo que escribió que por sus avatares públicos. Por un momento en la noche en que se hizo pública su muerte, el 14 de abril, las portadas de los periódicos, los informativos, y las pantallas hablaron y escribieron un poco de literatura. Y hubo en ello una victoria poética. Esta ganó al modo de vivir y de sentir que se parece más a un plató de Tele 5.
Poco importa quién es el literato. Seguramente librara consigo un duelo entre autor de personajes convertido a su vez en personaje. Da igual si fue merecido su premio Nobel en 2010. Yo creo que más que sí. Dudo que los que piensan que no hayan leído siquiera algo de él o por lo menos lo suficiente. Si lo han hecho, prefieren seguir castigando el “desvío” postural del autor. Eso que algunos críticos definen cuando “empezó a escribir mal y pensar peor”. Entonces ¿Por qué no celebrar cuando escribía bien y pensaba mejor?
No les voy a decir el nombre de este literato. Pudiera ser cualquiera. Incluso alguien igual a cualquiera de sus detractores o ustedes mismos. ¿Puede alguien sobreponer la personalidad mutante a su talento? Pero solo está en ustedes no caer en la estulticia de lo que ya alertaba Orwell: querer acabar con el artista y su arte porque es simple y vacuamente “un rival”. Por el contrario, el ochenta por ciento de quienes lo adulan desconocen lo que denunció en sus novelas: esa ignorancia tanatoria tan patria y de partido. Al margen de que el hombre como figura tropezara en los baches y andenes de la modernidad y sus posturas. El nombre, póngalo ustedes. Pero léanlo. Aunque sea un poco. Sus novelas están muy vivas. Al fin, esta batalla va de leer. Un poco.