
Han pasado cincuenta años del volcánico escándalo Watergate. Acabó con el presidente Richard Milhaus Nixon, convirtiéndolo en un shakesperiano y atroz Ricardo III. La caída de Nixon se ha convertido en un canon del periodismo. Sin embargo, hoy en las facultades de Ciencias Sociales y de la Información no cuenta el prolífico material periodístico sobre el caso entre la bibliografía académica o como asignatura – en la especialidad de investigación o la de tratamiento de fuentes informativas, ni en las de empresa y gestión de equipos de redacción. En España, desde aquel caluroso 17 de junio de 1972, el periodismo ha aportado infinitud de materiales publicados de mayor altura. Pero casi todos ellos le deben algo bien considerable al caso Watergate. Los jóvenes estudiantes que en los 70 poblaron las facultades de Ciencias Sociales y de la información bebieron del brebaje que en España se abrió a partir de 1974 con la publicación de las primeras ediciones de libros y films relacionados con el caso Watergate y la caída de Nixon. El primero sería la publicación por la editorial Euros de El Escándalo Watergate de Bob Woodward y Carl Bernstein, primera versión en castellano del libro All The President´s men publicado en 1974 por Simons and Schuster. Vendría en el año de 1975 Los Rituales Del poder Secreto, de Peter Schorg, la cara B del caso Watergate, también publicado por la editorial Euros, y como aquel, traducido por Joaquín Adsuar Ortega. La editorial Dopesa editaría en 1974 Los Hombres de Nixon, de Dan Rather Gary Paul Gates, traducido por Pablo Mañé. En febrero de 1975, la editorial Sedmay publicó Nixon al desnudo, recopilación contextualizada por los periodistas de The Washington Post de las grabaciones de Nixon con sus asesores en el despacho Oval desde septiembre de 1972 hasta abril de 1973 en las que se evidenciaba el encubrimiento de Nixon de lo que había tras Watergate. Y en 1976 llegaría la película Todos los hombres del presidente, dirigida por Alan J. Pakula. Estos serían los materiales nutrientes para los estudiantes que poblarían primero las facultades y después las redacciones en los finales de los 70 y las postrimerías de los 80 y 90. Esas generaciones de periodistas serían los encargados de descubrir después las desventuranzas de un gobierno, el del socialista Felipe González Márquez, que compartía con el de Nixon su naturaleza omnívora, autoritaria y corrompida.
El caso Watergate es el hilo de Ariadna en las oscuridades del poder. Cinco hombres trajeados, con equipos de escucha telefónica y cámaras son sorprendidos a las dos y media de la madrugada del caluroso sábado 17 de junio de 1972 en las oficinas del Partido Demócrata en el exclusivo edificio Watergate. Entre los detenidos está James McCord, ex agente de la CIA y a sueldo en ese momento en tareas de seguridad para el Comité de Reelección de Richard Nixon. Además, algunos de los detenidos portan miles de dólares en billetes con numeración seguida. Sin que hubieran podido hacer llamada alguna, a primera hora de la mañana, se presenta un prestigioso abogado para hacerse cargo de su defensa. Los pocos periodistas que siguieron el caso, persiguieron la pista del dinero en poder de los asaltantes. Procedía del mismísimo Comité Para La Reelección del Presidente. Nixon y sus ayudantes contaban con diferentes grupos de fontaneros dedicados a la intercepción de las comunicaciones de los enemigos del gobierno – funcionarios, intelectuales, editores, periodistas, actores, artistas, antimilitaristas –, a la falsificación de pruebas incriminatorias contra estos, al cobro de comisiones ilegales y financiación negra desde empresas y, en contrapartida, al amaño de contratos públicos. Watergate era solo una de las puntas de ese gran iceberg.
El Gobierno y su presidente pasaban al ataque en medio de lo que Nixon llamaría después un país, entre 1968 y 1974, “al borde de la revolución en todas las calles de Norteamérica”. Estados Unidos se hallaba convulso por los cambios culturales que tenían lugar en su seno y la atrocidad prolongada en Vietnam con los bombardeos ilegales de Camboya urdidos desde 1970 por Nixon y Henry Kissinger. Watergate fue una catarsis nacional que permitió restañar los pecados de la democracia autoritaria, su jerarquía y su desmedido poder.
El caso Watergate es, además, el arquetipo del papel de la prensa en la democracia liberal. También el de su contradictoria naturaleza en una sociedad de mercado, pues esa prensa cautelosa ante el poderoso y atrevida frente al perdedor, está constituida por un engranaje de empresas con sus debidas necesidades de resultados y avenencias con el propio poder.
El periodismo era entonces y es aún más preciso que nunca. Debe ser un pozo de agua limpia de las letras, del conocimiento y del control del poder. Pero hoy vive una crisis existencial de proporciones aún no determinadas.
La reputación de los periodistas está hoy a la altura de políticos o banqueros. La prensa, interpretando el cambio de paradigma del negocio y el consumo de la información, está rehuyendo la búsqueda de hechos en favor de relatos de parte. La investigación, la información artesanal, el ansia por escarbar la epidermis de lo sucedido en aras del conocimiento presente, no forman parte del meollo de lo que los lectores pueden mal encontrar en un periódico de domingo.
Por eso el caso Watergate se convierte en un epitome. Fue la simiente de su paradoja: en casi todos los países de habla castellana donde creó fervor, se escribieron en los años posteriores materiales periodísticos de mucha mayor calidad. En el caso de la prensa española se pueden citar treinta o cuarenta libros de periodistas que han pasado a ser imprescindibles para comprender la naturaleza del poder desde 1982: el caso GAL y el extenso terrorismo de Estado, la corrupción socialista de financiación en la Democracia, el caso Filesa, el caso Rumasa, la corrupción en Euskadi bajo el control del PNV, los casos Conde, el golpe de Estado del 23-F, el ocaso corrupto del rey de España, las alianzas entre PP y PSOE para tapar la corrupción de Estado, la trama Gürtel y otros tantos.
La coyuntura política determina la valentía de los medios. La autocensura y la connivencia campan a sus anchas en el periodismo contemporáneo. Setenta y dos personas murieron en la valla que separa España y Marruecos en Melilla, el 24 de junio de 2022. Muchas lo hicieron como se sabe desde hace meses, en suelo español. Algunas otras fueron trasladadas, heridas y contusionadas, a suelo marroquí. Los medios proclives al gobierno y los no proclives han declinado exponer al público lo ocurrido ese día. Unos por la inconveniencia de poner en un brete al gobierno, y otros por no cuestionar la mano dura contra la inmigración. Las declaraciones del ministro Fernando Grande-Marlaska contradicen lo que explicitan las imágenes. Pero el ministro recurre a una post verdad absolutamente de moda: todo, incluso los hechos, son volubles; su significado y su propia apariencia es maleable. Es el eterno retorno de lo que se escondía tras Watergate: un delito puede ser una travesura política.
Es significativo que en España no se haya editado libro alguno sobre el caso Watergate en este año de 2022, el cincuenta aniversario. Es un síntoma de que su prestigio y la imagen de su papel en la sociedad han dejado de tener el aura de antaño. Y hay sus razones. Los periodistas van nutriendo con un acerbo recalcitrante las primeras filas de los viejos y nuevos partidos. Por el contrario, buena parte de los políticos juegan a ser vedettes de la comunicación. La pérdida es absoluta: para lo político, y para el ecosistema de la información. Ambos están desapareciendo en favor de la demagogia y la posverdad, dos guadañas que conculcan, como decía Kierkegaard el derecho a pensar, y, como anticiparon Étienne de la Boetie y Michel Montaigne hace seis siglos, la imprescindible y necesaria búsqueda, solo a través de la libertad, del rumbo libre individual y colectivo.
Los icónicos periodistas a los que han quedado asociadas la mayoría de las grandes revelaciones del entramado del caso Watergate, Bob Woodward y Carl Bernstein, no habían leído a George Orwell. Este defendía la existencia de la verdad de los hechos. Lo hizo en un contexto, el suyo, la Inglaterra polarizada de los años 20 y 30, la de la España y la que vició Europa en la Segunda guerra Mundial, inmersa en adscripciones intelectuales a algunas de las “apestosas camarillas de ambos lados”. Ese contexto se representa hoy con un trazo igual de grueso y no menos fino. Y el periodismo se está quedando sin Orwells, sin Woodwards ni Bernsteins. Y lo está haciendo consciente y voluntariamente. Y esa es la noticia.
El subtítulo es que el periodismo lleva un tiempo publicándose no en la prensa, la radio o la televisión, sino en los libros. Desde este exilio, el periodismo añora su tierra natural, pero sobrevive en los archipiélagos infinitos de la literatura, cada vez sometido a una precariedad cotidiana pero aún digna. Sin embargo, ocurren los más continuados Watergates sino a diario sí con frecuencia. Discurren los más esperpénticos presidentes, secretarios de Estado y fontaneros, algunos o todos ellos manchados incluso de sangre. Y el tiempo parece fracturarse: cualquier Watergate de nuestros días se nos hace invisible porque fue anterior. Cuando no es así. Se busca periodismo.