A principios de la primavera de 1971 corría por la redacción del diario The Washintong Post el rumor. El diario liberal metropolitano de la competencia iba a publicar una «bomba». El 1 de mayo, la capital estadounidense había sido el escenario de la mayor manifestación contra la intervención militar de EEUU en Vietnam. Con las primera luces del día en un país en sombra, más de 45.000 personas bailaban, bebían y fumaban algo de hierba en un exorcismo del que el país, sin saberlo, también balaba y bebía. Solo las cifras daban la magnitud de a lo que se enfrentaba Estados Unidos. Fueron detenidos 12.000 manifestantes. El Washington Post describía en sus eclécticas notas el vuelo de helicópteros rozando las copas de los árboles y los gases tóxicos como epitafio de la realidad nacional.
La «bomba» que publicaría The New York Times pilló al Washington Post en una paradógica irrealidad. Estaba dedicando sus últimas dos portadas a la boda de la hija del presidente Nixon. Los Nixon se habían negado a acreditar a la periodista del Washington Post, Judith Martin, a los eventos de la boda. A Nixon la prensa liberal le caía mal desde finales de los 50. Las crónicas de «sociedad» de Judith Martin eran a sus ojos liberalmente ofensivas. Los emisarios de la Casa Blanca ofrecieron al Washington Post la posibilidad de enviar a cualquier otro corresponsal. Y como el Post se negó, llevaba un par de días escribiendo la crónica de una boda «de Estado» copiando las crónicas de las cadenas de televisión. Así estaba el liberal periódico de la capital, cuando salió la «bomba». Era un 13 de junio. El New York Times publicaba en primera página el primero de una serie de 47.000 documentos clasificados sobre los entresijos de la invasión de Vietnam.
Aquellos documentos clasificados de alto secreto apenas dejaban entrever en su mayoría nada que la sociedad estadounidense no sospechara o declarara abiertamente sobre la guerra. Algunos datos, algunas conclusiones incluso habían aparecido en sesiones públicas del Congreso. Sin embargo, Nixon y el secretario de estado Henry Kissinger se lanzaron con toda la fuerza bruta al embargo de más información. Detrás de este enfrentamiento por la libertad de información frente al interés del estado, había más paradojas. La mayor era que el mismo diario newyorkino había justificado durante media década la invasión de Vietnam. Había publicado prodigiosos reportajes sobre masacres «equivocadas», como la de Mai Lay en 1969, pero sin cuestionar la presencia norteamericana en el sudeste asiático. Era la postura «liberal» de unos padres que se vería confrontada por los hijos de la nación, radicalizados por el cinismo que llegaría a costar dos millones de muertes. La publicación de los «papeles» ese 13 de junio supuso un peligro, el mayor peligro para el gobierno de Estados Unidos: desvelar cómo tomaron decisiones las administraciones de Kennedy y Johnson. Aunque estas no tuvieran en buena parte, la mayor relevancia. Aquel primero de los 47 tomos y 7.000 páginas que disponía el corresponsal Neil Sheenan del New York Times, relataban que se bombardearon aldeas vietnamitas con el fin de provocar reacciones políticas, y que la guerra en Vietnam era imposible de ganar para los Estados Unidos desde su inicio en 1963.
La publicación de los papeles llevó al diario The Washington Post, propiedad de la adinerada Katherine Graham, a buscar los documentos con los que poder competir en la liga de los periódicos liberales de primera división. El film de Steven Spielberg, Los archivos del Pentágono, refleja ese mundo de Harvard, Georgetown y el selecto Nueva york peleando entre si y ambos peleando contra un gobierno que demostraría ser capaz de recurrir a la supresión de las más elementales garantías y a una persecución rayana al límite de las dictaduras que el propio gobierno apoyaba en otras latitudes de América.
Rodado con maña, el film de Spielberg resulta demasiado mañoso. Los periodistas son adonis éticos que solo les aflige la coacción física del gobierno que amenza con llevarlos a la carcel por revelar los secretos de Estado. Escapa a esta mirada prototípicamente liberal el hecho de que el periodista, su jefe, el director y la propietaria obvien en su forma más prístina la necesidad de enfrentarse moralmente al gobierno por su falta de ética al declarar la guerra o la presencia militar con sus diarios bombardeos en Vietnam. En cambio, los diarios se enfrentan al gobierno porque este se niega a que publiquen cualquier información, aún cuando el 95% de esta no suponga mayor riesgo para los militares norteamericanos del que les somete el gobierno a sabiendas de que según sus análisis, van a morir.
Spielberg y los guionistas se suman a la ola de un feminismo caviar con perfume de Georgetown. Retratan vigorosamente a Katherine Graham, la propietaria del periódico, rodeada de dinosauros que viven en un mundo ajeno a ella y ajeno a la propia realidad. Pero es dudoso que Katherine hubiera sido algo ajeno a ese mundo: compartía sus valores. Katherine Graham tuvo sin duda un valor determinante porque decidió publicar los documentos clasificados cuando sus consejeros le aconsejaban plegarse a las directrices y amenazas del gobierno. El presidente Nixon y el fiscal general Mitchell habían conseguido que un juez prohibiera al New York Times publicar nada acerca de los 47.000 docuemntos sobre la guerra de Vietnam.
Sería el Tribunal Supremo el que daría la razón a los diarios en su derecho de publicar los documentos. La primera enmienda parecía prevalecer frente al interés del gobierno. Pero hay un detalle que escapa a la euforia. De los miembros del Tribunal Supremo, tres se declararon abiertamente en contra de permitir la publicación y otros de los seis que dieron su voto a favor mostraron reservas. ¿Era una victoria del derecho a la información o una quiebra semejante en los máximos guardianes de la constitución norteamericana?
La publicación de los papeles del Pentágono fue el inicio de una feroz campaña subterránea de la Casa Blanca contra disidentes, intelectuales, funcionarios – como a quien filtró los papeles, Daniel Ellsberg -, periodistas y artistas. Todo desembocaría en el allanamiento de la sede del partido demócrata en el hotel Watergate un 16 de junio de 1972. El encubrimiento de esta última operación como una más de otras llevó a la dimisión del propio Richard Nixon.
En el periodo del debate acerca del derecho a informar sobre la guerra de Vietnam, poco se habló del derecho de los muertos a dejar ori su voz. La de estos apenas ocupó portada alguna. La prensa ganó a Richard Nixon. Pero ¿Qué ganó realmente salvo vender cientos de miles de ejemplares?