De un modo iracundo e inexplicable, unas ramas de madroño azotaban, enloquecidas en su suspenso, el aire espeso frente al ventanal. El presidente Pedro Sánchez supo tiempo después que aquel presagio tenía la misma exigüe posibilidad que la fortaleza taimada en la que sostenía el equilibrio de sus palabras.
Hacía dos meses avanzó, ante el espectacular aumento del recibo de la luz tras la reforma por tramos que aprobó el propio ejecutivo, que los ciudadanos de todo el país verían rebajadas sus tarifas a finales de año. El país se cuartea tiritando entre rogativas y maldiciones, pergeñando reales fronteras entre quienes pueden pagar la luz y quienes no llegan por más ilusión en su propio progreso que pongan. El presidente, quizá anteriormente apremiado por su jefe de gabinete a leer Cuento de Navidad de Charles Dickens, descubre mientras el viento azora el ventanal del Palacio de Moncloa, que el timorato y huraño utilitarista señor Scrooge es nada menos que el mismo gobierno.
En el labio trémulo del amanecer, el presidente ve una hinchazón. A no pocas cuadras y en otro barrio residencial, la viceministra lee en el salón de su casa de doscientos libres metros el último informe de las encuestas sobre el estado del país: el rating de votos permite suponer un aumento de sus posibilidades. Con tímido sonrojo confiesa que en vez de leer El Manifiesto comunista de Engels y Marx o los Grundisse, se detiene con un éxtasis útil y sibilino en El Príncipe de Maquiavelo. Y con el deleite con el que Montaigne impregnó en sus páginas su Diario del Viaje a Italia a pesar que escondía un motivo diplomático, Yolanda Díaz, se aleja de los muros del Vaticano, donde departió con el representante de Dios en la tierra, con la impaciencia arrebatadora de la pacífica conversa al maquiavelismo más refinado y purpural.
El presidente y la vicepresidente leen en el coche oficial, con una parsimonia bien diferente, el mismo documento de los servicios de documentación. Un punzante estruendo de patio de gallina se les atraganta. El precio de la luz que ha pasado de 50 euros por megavatio hora (MWh) a casi 300 obliga a diez millones de ciudadanos a destinar casi la mitad de su salario solo a pagar la luz y el gas.
El responsable de la agenda de la vice presidenta, rasga el momentáneo estupor que obstina el aire del coche oficial para recordar la cita con el fotógrafo de la combativa revista Vogue.
En los aires eléctricos de los lunes, el Napoleón de la nueva izquierda, hoy en su isla de Elba, escribe poemas litúrgicos en una cadena de radio. El camarada Napoleón en la Rebelión en la granja de George Orwell tuvo un exilio más tortuoso pero igual de desagradecido del que goza nuestro Napoleón de los lunes radiofónicos, de los domingos, también pulpitosos, en el diario Gara. Como en una teoría que recuerda a la del azaroso Manuel Fraga, vemos a Napoleón en el poder; Napoleón en la oposición; después de poder contar, pasado un plazo necesario y transversal, con un asesor de gobiernos o posible candidato de nombre también Napoleón.
El ímpetu del gobierno en la reforma educativa es notoria. Pero su afán en la reforma de la matemática y la física es concílica. Se trata de elaborar el Todo no partiendo de su opuesto, como diría el olvidado Hegel. El Todo se elaboraría a partir de la porción mezquina de la dictadura demoscópica. Y lo contingente con la apariencia incómoda de erizo en guardia, la débil protesta incluso de los que no se atreven más que a resignarse pero al menos con un gruñido, son lanzados al cubo de la basura conceptual. Todo eso es derecha. Lo curioso, es que la derecha degusta el brandy caoba de la tarde al ver que esa izquierda gobierna con el cuaderno enmohecido de Bruno bajo el brazo que ella dictó hace ya tiempo. Pero al llegar al Palacio de la Moncloa, el presidente y la vicepresidenta y el poeta Napoleón, saben que para hacer las cosas igual, siempre será mejor que las hagan ellos.