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 › En carrusel › Reportajes › Los hijos muertos del arcángel Guzmán

Los hijos muertos del arcángel Guzmán

Iñigo Elortegi 5 noviembre, 2021     Comment Closed    

Abimael Guzmán

– Tu pensamiento sigue siendo pequeñoburgués. Debes profundizar en la dialéctica de clases y dejar de posicionarte en el lado equivocado de la historia. Repasemos de nuevo.

Jordi pierde a bocanadas su juventud mientras me adoctrina casi con una soporífera desgana. Es cierto que son ya las ocho de la tarde. Y llevamos desde las cuatro y media de la tarde como cada tres sábados nuestra reunión de formación revolucionaria. Su paciencia conmigo por momentos se desmorona hasta convertirse en un cayuco encallado. Pero soy el más joven de la célula, y un nuevo militante, aunque sólo haya uno nuevo, es una pepita de oro. Para ellos soy Iñigo, sin apellido. Un joven de 21 años que les ha dicho trabaja por horas a destajo en una pescadería en el populoso barrio de Romo. Un proletario zaherido por la lucha de clases sin conciencia aún de que está determinado, conforme vea el alba boreal, a integrarse en esta vanguardia proletaria. En este cuchitril de la calle General Eguía 50 que es la sede, en otro tiempo hubo un negocio del que queda la moqueta abolillada azul y unos despóticos focos que arremolinan las paredes blancuzcas hasta convertirlas en un amanecer casi nuclear.

Fue Rosa. Era en 1993 una de las pocas mujeres que trabajan en la construcción. Tienes que venir, me dijo, tenemos un plan, y contamos contigo. Fibrosa de alma, terminaba cada frase esbozando una sonrisa como de ave hacia el crepúsculo. Con un deje andaluz acanelado, yo juraría que de Granada, o a veces quizá con tono como de romero, de Jaén, Rosa era un candil en la noche que aquel grupo vanguardista del adventismo comunista.

En la mesa blanquecina rebosaba un solitario ejemplar de bolsillo de La Casa Rusia de John Le Carré. A sus espaldas, en una improvisada vitrina un tetra brik de vino Don Simón y unas latas de Kas naranja. No vi nunca vasos por ninguna parte hasta que conocí a Paco. Era el camarada respetado, no por la edad, sino gracias a la aventura por la que el alcohol había penetrado en sus desvencijados gestos. Marcial en sus aseveraciones, pero lacónico hasta al punto de albergar una postura cínica decayendo sus frases. Su perfil aguileño con un pelo vibrante que caía a cascada sobre una alargada y mortecina frente, escondían unos ojos de café negruzco por momentos humeantes.

González me dijo que se apellidaba. No le creí y supuse aquella tarde que le hacía demasiadas preguntas. Era de Valencia, donde el movimiento Paco pertenecía no solo a un tiempo en apariencia diferente al mío. Estaban ungidos por una gracia venida de los vientos de todas las direcciones que aún serpentean los grupúsculos sectarios de la modernidad. El de la Unificación Comunista era una pagoda visionaria, resplandeciente, en el páramo de las distopías sectarias del siglo XX. Jordi, Rosa, Paco y un grupo de unas veinte personas rezaban un advenimiento de una hibridez polpotiana, maoísta, con remiendos estalinistas en los codos, y un rezumo en la praxis del camarada Eloy Arenas que en aquellas tardes enardecía Perú.

Entonces poco se sabía del camarada Abimael Arenas. En Perú sí porque como un fruto con espinas floreció en la tierra pobre y sometida que era todo Perú.  A principios de los años 70, unos estudiantes maoístas en la universidad de Ayacucho conspiraban alrededor de este hombre de ánimo enclenque y alma taciturna. La estrategia de campos quemados situaba para el año 1991 a Sendero Luminoso, el alba de la máxima expresión maoísta de la tierra, a la par de la fuerza de destrucción del estado peruano:  10.000 presuntos subversivos muertos, 7.000 campesinos, 2.000 militares y policías y 2.200 civiles desaparecidos.

Abimael y sus seguidores consideraban que estaban en la fase de equilibrio con el gobierno del vetusto Fujimori. La élite de Sendero Luminoso salió de la pequeña burguesía de la sierra peruana. En sus filas se enrolaron los quechuas, parias odiados por los criollos de la soberbia Lima. Los senderistas controlaban el campo acechando la capital limeña con una ofensiva apocalíptica. Eran un estado paralelo que recaudaba pernadas y diezmos de todo aquel recodo económico campesino y sus sometidos campesinos de la coca, pero también de la pequeñísima manufactura urbana.

Y Jordi, compungido por el momento histórico de la ofensiva final de la que son sus albores Sendero Luminoso en Perú o las FARC y el ELN en Colombia, enciende sus ojos como candiles para también iluminarme: ¡que Marx tenía razón, sus etapas, pero aún más todos los de después! Se resigna ante mi pretendida indiferencia. Todos los demás eran todos los demás: desde Lenin y Trotsky, y Stalin, pasando por Mao, Pol Pot hasta la iracunda hoguera vanguardista del camarada Abimael Guzmán. La colectivización del futuro se trillará con los terrones endurecidos de reseca ideología de un pasado distópico.

Mi primer contacto con los camaradas de la Unificación fue lo que Marx llamaría un soplo de azar en la dirección correcta. Con unos meses para cumplir 18 años, a un amigo y a mí nos sorprendió un grupo de jóvenes junto al Corte Inglés una tintineante tarde trémula en febrero. En una raquítica mesa plegable unas hojas cansadas por el viento rezaban Ni bases ni Pacto de Varsovia. ¿quieres firmar en contra del armamento nuclear? Sí. Mi amigo Alfonso me reprochó mi inconsciencia: “¿para qué has dado tu teléfono?”.

Al de unas semanas, en efecto llamaron. Mi madre les advirtió que era menor y consiguió alejarlos con cajas destempladas. Hasta que volvieron a llamar, un año después.

Entonces el cúmulo de factores se conjuró como en una aurora boreal. Yo era un incipiente aprendiz de periodista que acababa de leer el monumental trabajo del periodista Pepe Rodríguez, El poder de las sectas. Junto al también futuro periodista Luis Blanco Sánchez leímos con los ojos caídos cómo en la ciudad de Sevilla la Unificación estaba envuelta en una denuncia por coerción mental. Y fue entonces cuando decidí responder a la llamada de los camaradas del comunismo adventista.  

Nada sería igual a lo que sucedió aquella tarde quejosa. En el tugurio de luz de comisaría que era aquel local, en mitad de la rutilante sesión de adoctrinamiento se presentaron dos mujeres y hombre de no más de 40 años. Eran de Colombia, dijeron. Él, de cabello criollo y corto y tez morena, atlético, envuelto en un jersey oscuro y vaqueros nuevos con calzado de tacón. Ellas, reservadas pero aguileñas, cabellos largos azabache y vestidas según el mismo patrón. Dijo venir en nombre de alguien que pertenecía a la guerrilla colombiana del FLN. Les urgía todos ellos un lugar donde guardar documentos y quizá otros materiales.

Jordi escuchaba con el éxtasis del devoto, presto a la entrega de la voluntad interior al servicio de una causa superior, la causa revolucionaria se suponía. A mí me parecieron policías. A Jordi, arcángeles en el aura roja del futuro.

Ese sábado en su declino final, puse punto final a mi infiltración en la Unificación. Desde entonces he sabido de sus estrategias para arrimarse al populismo nacionalista que se arremolinó en torno a la política Rosa Díez. Siguieron la vieja doctrina de penetrar cualquier corriente que aglutinara “a las masas”.

Abimael Guzmán ha muerto. Con él se difumina el espectro de cientos de miles de cadáveres, colaterales y esenciales de la revolución de la vanguardia. Jordi, Paco, Rosa y otros pocos que jamás conocí sabían que un grupo tan reducido puede precipitar la llama de la revolución. Si basta con el ejemplo de Rusia, China o el más palmario el de Camboya, el del Perú de Sendero Luminoso es el que más cerca estuvo de prender de verdad.

Jamás escuché hablar de personas, del futuro de personas, de la imperiosa necesidad universal de las personas en el tugurio iluminado de la Unificación. Los únicos protagonistas de toda la cháchara repetitiva eran una intrincada trinidad de la Historia, el adventismo de la clase y el Progreso planificado. Solo les puedo recomendar que se encomienden a otras lecturas para saber del difunto camarada Guzmán. Yo no soy capaz.

Nota: Como paradoja sin igual, el único libro que vi en el local tuguriento de la Unificación fue una edición de La Casa Rusia de John Le Carré.

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