En su último libro, El cura y los mandarines, Gregorio Morán relata cómo los intelectuales de la España franquista de los 60 se pusieron al servicio del poder una vez que este comenzó a cobrar mácula de democracia. En realidad lo que hicieron fue crear un «relato». El relato de cómo una mega institución como era el Estado con sus mismos funionarios, sus mismas estructuras y órganos, pasaba casi como por ósmosis de ser bunker de un régimen sanguinario a paladín de libertades. Ese relato tuvo su prólogo en lo que se ha llamado la Transición española. Era al mismo tiempo un epílogo de si mismo, a nada que se observaran sus descosturas y los interesados acuerdos de poder entre bastidores al que llegaron los principales partidos en aquel 1978 constitucional. Para sospresa de casi todos, esa urdidumbre ha durado lo que ninguno de ellos pensaba: nada menos que 40 años. Ahí es nada. El fin de ETA, la organización separatista vasca, ha zozobrado el paisanaje de los mandarines intelectuales, académicos y toda suerte de voces «autorizadas» en el País Vasco. Buena parte de ellos se afanan por «ayudar a establecer un relato» de lo ocurrido en el País Vasco durante los años de la violencia. Dos ejemplos del neo»relato» destacan. Uno por su propio carácter grotesco: la serie televisiva El padre de Caín que desvela la vida de varias generaciones de guardias civiles en el siniestro cuartel de Intxaurrondo, fort apache en el Ulster vasco. La segunda, la novela Patria de Fernando Aramburu, minuciosamente analizada por Javier Rodríguez Hidalgo, quien con la retranca que todo esto suscita asegura que esta novela «refleja muy bien el conflicto autrohúngaro«.
En principio pudiera parecer que la intención de tal relato sería el de «derrotar a ETA». El relato va más allá, pues trata de desarmar al independentismo. Atacándolo por su deriva violenta, los mandarines del relato parecen no haber percibido su propia trampa. Al condenar la inmoralidad violenta del independentismo que trató de imponer un proceso político de independencia en vez de optar por vías institucionales, nos encontramos a buena parte de esos mandarines sugiriendo el uso del ejército y las fuerzas intergalácticas violentas contra la consulta mediante voto en Cataluña sobre una posible independencia.
Hay un halo de posmodernidad en esto del neo»relato». La historia dicen que la escribe quien vence. Y parece que se trata de trasponer «la derrota de las armas» a una derrota casi de la propia historia y de la mismísima verdad. La serie El padre de Caín parece tener ese objetivo. Presenta a los guardia civiles del cuartel de Intxaurrondo y a su máximo mandarín – condenado por torturas y asesinato – como ejemplares adalides de la lucha por la paz cristiana en una provincia salpicada de demonios separatistas, siux sedientos de sangre, estorsionadores, maltratadores. El esperpento se mezcla a partes iguales con la manipulación. El cuartel de Intxaurrondo no solo fue el fort apache de siniestro recuerdo como centro de torturas, como ya relatara el vasco Ion Arretxe, torturado allí durante días. Son cientos los vascos que denunciaron haber sido torturados allí. Intxaurrondo fue la pica del Estado contra la insurgencia violenta o no del independentismo en las provincias vascas. Sus principales agentes, guerrilleros amparados y condecorados, acabaron condenados por ser los arietes del terrorismo de Estado.
En este neorelato, el ex ministro de Interior Luis Corcuera ha pedido que se reconozca al condenado general Rodríguez Galindo, máximo mandarín del cuartel de Intxaurrondo, por los servicios prestados a la democracia.
El huevo o la gallina
Quizá no haga falta mucha lucidez para sospechar que es factible analizar la violencia y el terrorismo en el País vasco como la manifestación, un síntoma, de una enfermedad mayor no resuelta. Y que antes del surgimiento de ETA, existía violencia en el País vasco, y después de ETA sigue existiendo. Ninguno de estas posibles tesis son contempladas por los mandarines del neorelato. Tampoco en los años pretéritos cuando argumentaban que la guerra era entre demócratas y antidemócras vascos.
No es que en el País Vasco, el conflicto, la violencia y la deriva socialmente enconada tengan sus aristas. El militarismo vulgar pero de rodillo atroz de ETA enconó a la sociedad vasca más de lo que lo había hecho una violencia estatal nacida de la victoria facciosa del franquismo. Lejos de ser ETA el configurante del devenir faccioso del régimen, cabe recurrir a la verdad histórica, a los hechos: el terrorismo de Estado franquista estuvo siempre en el seno del Estado desde 1945. Se perfeccionó entre 1969 y 1973 bajo las órdenes del almirante Carrero Blanco. A partir de ahí vendría un terrorismo de Estado tan moderno como el de países como Francia, Inglaterra o Italia.
Desde 1960 hasta 2013 se han registrado casi 4.000 denuncias de torturas en el País Vasco. Algunos mandarines del neorelato enmiendan la cifra, como si restañando aristas no quedara en evidencia que la mayoría de ellas se produjeron bajo un régimen de derecho y separación de poderes y no una democracia orgánica. Es de comprender la preocupación por rebajar las cifras: el cráter de su evidencia pone también en la picota a los siempre otrora defensores demócratas del sistema de libertades. Parece que libertades, como diría aquel semanario de humor, «dentro de lo posible». Por eso, la voz autorizada de Paco Etxebarria, profesor forense de la Universidad pública vasca y partícipe de un informe encargado por el Gobierno vasco, deja a las claras la existencia de una tortura permanente y amparada por un paraguas institucional y un silencio social. Es necesario, y él se ha puesto en primera fila para señalarlo, reconocer que «en el Páis Vasco todos conocemos a alguien que ha sido torturado«. No para los mandarines del neo relato.
