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Los obreros contra el trabajo

César Valdés 24 julio, 2014     1 comentario    

En la opinión que se ha ido forjando al respecto, la pereza se ha  beneficiado mucho del creciente descrédito que pesa sobre el trabajo. Antaño erigido en virtud por la burguesía que extraía su beneficio de él, y por las burocracias sindicales, a las cuales aseguraba la plusvalía de su poder, el embrutecimiento de la faena cotidiana ahora se reconoce como lo que es: una alquimia involutiva que transforma en un saber de plomo el oro de la riqueza existencial.

Raoul Vaneigem. (Elogio de la pereza refinada)

Nada más hacerse con las fabricas que la burguesía barcelonesa, aterrorizada, había abandonado, los militantes de la CNT y de la UGT se propusieron modernizar la industria: a sus ojos estaba atrasada y era preciso adaptarla al preceptivo e incuestionable Progreso. Los anarcosindicalistas arrojaron por la borda su teoría de la democracia obrera, para obligar a los obreros al destajo, al control severo y la producción estajanovista. La glorificación del productor  invadió los espacios de la porosa propaganda. Sin embargo, las arengas revolucionarias en favor del productivismo no acabaron con la resistencia obrera al trabajo. La revolución ¿no era acabar con el trabajo asalariado, con el proletariado? Los cerditos Napoleón rojinegros que más tarde ideara Orwell negaban con sus cabezas al frente de las granjas colectivizadas. Frente a ellos, las acciones individuales y colectivas se sucedieron por doquier: absentismo, enfermedades fingidas, sabotaje, huelgas, resistencia directa e indirecta… El sindicato anarcosindicalista y el partido comunista solo encontraron  seguidores realmente comprometidos entre una minoria  muy nítida de la clase obrera. Michael Seidman da una vuelta de tuerca a la historiografía obrera,  en su a partir de ahora imprescindible  Los obreros contra el trabajo, publicado por Pepitas de Calabaza. Pese a la aparente distancia, el debate es más actual que nunca: trabajo ¿para qué? Seidman pone en tela de juicio la interpretación productivista, y considera el trabajo fabril y de construcción en la década de los 30 como  «instrumento de tortura«. Abre la brecha, hasta ahora velada, que siempre hubo entre los obreros indisciplinados y las ideologías obreras que han sido autoridad en los centros de trabajo, junto al papel represivo del Estado en las sociedades industriales contemporáneas. Imprescindible para saber donde y cómo  se bifurcó el camino a la libertad hacia el destajo productivista hasta al de hoy en día.

Recorramos los años como una película: 1936-2014. Vivimos, entre diferentes grados de visicitud, el mismo gran dilema: se vive y se muere  trabajando, y de lo que sólo cabe discutir es del modo en que la producción ha de mantenerse o aumentar. Un ejemplo: «El régimen interno de una fábrica lo deciden los técnicos y obreros reunidos en asamblea, y el control de la producción lo tiene la Federación de Sindicatos» (1). Es Isaac Puente  quien habla, ideólogo idolatrado del comunismo libertario enarbolado como bandera por la CNT en 1936. Frente a posibles subversiones, Gaston leval, otro pope libertario advierte: «el socialismo libertario no rechazó  nunca el derecho de hacer frente a los que pudieran perjudicar la vida colectiva» (2). Y Pierre Besnard dibuja las clínicas y escuelas especiales «que se ocuparían de los individuos física o psíquicamente «anormales y que serían reeducados para la vida cotidiana«. Angel Pestaña sugería los carnets de identidad laboral para controlar a los «haraganes«. El congreso de 1936 de la CNT estableció obligaciones:

«Todo periodo constructivo exige sacrificio y aceptación individual y colectiva y a no crear dificultades a la obra  reconstructora de la sociedad que de común acuerdo todos realizaremos«

¿Optarían los dirigentes anarcosindicalistas por la democracia obrera o por la producción?. Seidman destaca que las organizaciones obreras pusieron en marcha lo que la burguesía no había logrado: racionalizar, modernizar, estandarizar y liberar la economía  del control extranjero. Recurrieron al taylorismo, al trato de favor hacia directivos y técnicos y a un estricto control sobre los trabajadores de a pie. La revolución que traía cierta melodía de acabar con las clases sociales y el alienante trabajo asalariado, se torno en canto de sirena para ofrecer de sus maestros cantores una batuta de hierro bajo la extracción de la plusvalía obrera.

Los gestores anarcosindicalistas se encontraron con una extendida revuelta en el interior de su revolución productivista. Los obreros rechazaron el destajo y eleboraron un sin fin de escaramuzas puntuales que iban desde ausencias, retrasos, enfermedades fingidas o impuntualidades, hasta huelgas. Frente a la cultura impuesta de una CNT estajanovista, surgió una contracultura contra el trabajo que en nada había perdido, sino aumentado, su caracter de alienante y exclavista. En nada cambiaban para los obreros que el destajo que azuzaba antes sus mentes y cuerpos  fuera ahora el bien emancipador que iba a sostener la nueva economía controlada por las burocracias obreras. La acuciante guerra hizo de la producción una obsesión sine quanum, y la represión contra la desobediencia obrera, que no era otra cosa que la colabaración decaída o el comportamiento extraviado, llevó a que los desobedientes dieran con sus huesos en los campos de trabajo inaugurados a finales de 1936 por Juan García Oliver, ministro cenetista de Justicia. Los anarcosindicalistas como García Oliver creían que el alma y los valores del preso debían transformarse de formas que beneficiaría a la sociedad productivista del futuro, relata Seidman.

Seidman desmonta varios mitos. El primero una oposición ideológica entre anarquistas y bolcheviques. Si la hubo, fue de poder, pues precisamente en lo ideológico, el productivismo y el progreso sin límite junto a la redención y el control social mediante el trabajo, había una comunión de tácticas, medios y finalidades. El siguiente mito caído sería el de haber llevado a cabo una revolución; correcto, viene a decir Seidman, pero de optimización taylorista – sobre todo desde 1936 hasta 1937- muy superior al que jamás hubiera podido llegar la burguesía. Un tercer mito por los suelos: los posibilistas en el poder (García Oliver, Abad de Santillán, Montseny, Peiró, Pestaña…) y los ácratas de acción (Los Amigos de Durruti) en poco mantenían sus diferencias y más compartían voluptuosas semejanzas: «más sacrificios, el fin de los incrementos salariales y hasta el trabajo obligatorio«.

Los obreros contra el trabajo es un documento pionero que enarbola, sin embargo, aún una cuestión actual en nuestros días: qué esperanza puede cabernos en el trabajo, si en él se fundamentó una utopía que trasformó en un saber de plomo el oro de la riqueza existencial.

———-

(1) Isaac Puente, Finalidad de la CNT, pg 14.

(2) Gastón Leval, Conceptos económicos ene l socialismo libertatio, Buenos aires 1935

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