
A las 12.32 de la mañana del 28 de abril los ciudadanos de pleno derecho en España se convirtieron en meros consumidores. Quizá su conversión tuvo lugar generaciones antes. Fue un instante de quiebra, el momento en que el temblor antecedió al trueno, cuando millones de seres no tomaron conciencia sino sesenta segundos después al reconocerse en lo que en realidad eran. Gregorios Samsa, débiles y asustados. Sorprendidos por un designio tan lejos de su alcance. Encarcelados en la fatuidad del acontecimiento. Sumidos en la sicosis de la explicación. Sufrientes de las con-secuencias que nadie más que ellos pagarán.
El apagón energético en España se asemejó a un juego de máscaras. Los intérpretes dejan lugar a sus sombras, y el coro de afectados suspira con una solemne resignación. En ese trasluz vibra el día cotidiano. Hubo muertos, siempre hay muertos; como si los muertos no fueran todos lo que han quedado vivos. Las escenificaciones oficiales fueron meras conjunciones copulativas. Verbos mal declinados. El poder tiene esa naturaleza. Las compañías eléctricas jamás fueron tan sinceras como cuando aseguraron estar cooperando, por primera vez y horas después, con el bien común. Tampoco era verdad. Después lo harían por el propio. Han conseguido que el precio de la luz suba. Con ello sus panzas, y sus acciones y el cementerio de despropósitos donde toda lumbre, hogar o vida parece solo un nicho de mercado.
De entre las toneladas de información inservible rescato una noticia incontestable. En el poblado chabolista más extenso de Europa, situado en Madrid, el de la Cañada Real, no hubo apagón. Los niños y los ancianos, las madres, los enfermos y, los recién nacidos hicieron lo que hacían el día anterior. No hay electricidad en la Cañada Real. El día con su inclemente calor en verano y el cruel frío en invierno, están sometidos al sortilegio de improvisados y vetustos calefactores de combustible fósil y las abiertas puertas de uralita o hojalata de las chabolas para generar corrientes de aire. Esta es la España que se salvó del apagón. Y la que vio el discurso del presidente Sánchez con un aire de idéntica inverisimilitud a la que desplegaba el alto dirigente del país.
El traqueteo del relato se deja letras. La presidenta de la Red Eléctrica Española, cargo público designado a dedo, avisa a los españoles, a excepción de los de La Cañada Real. No va a dimitir por las insuficiencias de la red eléctrica. Dice la verdad. Su designación no guarda ninguna relación con los méritos necesarios del cargo. Es tan irresponsable como cuando fue nombrada, por la cualidad de haber sido ministra en un gobierno del partido que ahora también gobierna España.
Sobre la vida de las personas, a excepción de las que habitan en La Cañada Real, pende el mal augurio de grises personajes dispuestos a no dimitir y aún menos admitir la contumacia sicaria. El presidente Pedro Sánchez maniobra con desdén entre su primera versión de lo sucedido – un apagón como consecuencia de uno previo en Europa – que ya ha sido olvidada y cómo cambiar las cartas de la baraja: el as del gran dinero, el póker de oligopolios, la sota del gobierno, y la chistera y el conejo de la realidad. Libres de toda esta tropelía, solo estuvieron a salvo durante unas horas los habitantes de La Cañada Real.