Una calurosa mañana de 1970 y tantos un moderno autobús ascendía lentamente a través de una sinuosa carretera que serpenteaba rodeando varias acantilados. El vehículo estaba atestado de turistas que se dirigían a las alturas de la última colina para contemplar el imponente paisaje del Cañón del Diablo, en la California central, donde se unen las montañas californianas con la costa del Pacífico. La ocasión, como suele decirse, era única, ya que durante varias décadas muy pocas personas habían podido disfrutar de esas formidables vistas. En ese punto del litoral la autopista gira hacia el interior, y sólo los habitantes de las granjas y ranchos que se extienden a lo largo del cañón tenían acceso a la zona.
El autobús turístico pertenecía a la Pacific Gas and Electric Company, y el objeto de la excursión no era tanto la contemplación del solemne paraje esculpido por la Naturaleza durante millones de años sino propiciar la oportunidad de admirar el culmen del orden artificial forjado por el Hombre: una central nuclear que en ese momento se encontraba en construcción junto a las playas de una pequeña bahía.
Uno de los turistas ha recalado en el autobús por azar. Había decidido visitar su tierra natal y deseaba recorrer de nuevo las playas por las que había correteado, de niño, décadas atrás, y sólo ahora había descubierto que existía una forma de observar desde lo alto el cañón y el mar de su infancia. Sin embargo, al llegar a lo alto le horroriza lo que ve: los cables eléctricos descienden por doquier desde la cima de la colina y, junto a la ensenada, yacen las dos cúpulas blancas del reactor nuclear, que le semejan los pechos de una diosa gigante semienterrada en la arena. Pero, de pronto, otra vista desvía la atención de nuestro pasajero: adentrada en el mar, pero en línea con el reactor, una ballena gris de California asoma su descomunal cuerpo en la superficie, arroja un haz de vapor hacia lo alto, y desaparece para siempre bajo las olas. El testigo de esta «epifanía», como él mismo lo denomina, no es otro que Langdon Winner, uno de los más lúcidos estudiosos de la tecnología y autor del ensayo titulado, precisamente, La ballena y el reactor.
A lo largo de las páginas de esta obra imprescindible, Winner critica que la tarea de los historiadores del cambio tecnológico se haya ceñido a medir con precisión las huellas que han dejado sobre nosotros la excavadora toda vez que nos ha aplastado, como si el deber y el destino de la raza humana consistiera en «adaptarse» al impacto de los múltiples rostros de la modernización. Para el escritor californiano, la tecnología no se limita a los innumerables cachivaches que pueblan nuestra vida, sino que, de algún modo, «las “tecnologías” constituyen maneras de construir orden en nuestro mundo […] de ordenar la actividad humana de maneras muy diversas». Las tecnologías son políticas: aparejan cambios decisivos para las relaciones del ser humano con su entorno y de él mismo con sus semejantes. Se impone, por tanto, que las comunidades humanas abandonen esta inercia a la hora de someterse a las innovaciones tecnológicas ―una suerte de «sonambulismo tecnológico», en palabras del autor― y cavilen sobre la necesidad de fijar unos límites al cambio tecnológico cuando éste viole la soberanía del ser humano para administrar su bienestar mental, material y espiritual.
Semanas atrás, quien escribe estas líneas presenció ―salvando las distancias― una «epifanía» semejante a la vivida por Landgon Winner. Paseaba al anochecer por mi barrio, situado al noroeste de la ciudad de Madrid, y a lo lejos pude advertir a una pareja de turistas fotografiando algo que, desde mi posición, no alcanzaba a ver. El hombre permanecía inclinado sobre el objetivo de la cámara, que reposaba sobre un trípode, mientras que la mujer, con los brazos en jarra, tenía la mirada perdida. Sólo al doblar el recodo que describía la calle pude apreciar qué trataban de fotografiar, con tanto esmero, estos turistas: las Cuatro Torres de Madrid. Estos gigantescos rascacielos, los más elevados de todo el país, fueron erigidos uno a uno desde el 2007 hasta el 2009, y, con el altisonante nombre de Cuatro Torres Business Area (CTBA) y su actividad volcada a las finanzas y los negocios, dominan desde varias decenas de kilómetros a la redonda el cielo de Madrid.
Lo que estos turistas, con su atención consagrada a los torres, no acertaban a ver era la sobrecogedora escena que se desarrollaba justo detrás de ellos. En línea recta con los rascacielos, a medio centenar de kilómetros de distancia, se podían contemplar las montañas que se alzan al norte de la ciudad y a las que los madrileños suelen referirse con el nombre genérico de «la Sierra». Era la última hora de la tarde, la transición hacia el anochecer, y una hermosa luz rojiza envolvía la silueta de las montañas, donde se extinguía poco a poco el día. Así, durante varios segundos no pude evitar girar una y otra vez el rostro para contemplar, alternativamente, ambas escenas: la obra del hombre frente a la obra de la naturaleza, el orden artificial frente al orden natural, los rascacielos frente a la montaña.
La pareja de turistas daba la espalda a la luz crepuscular que descendía sobre la sierra, y quizá ni siquiera se percatara de ella. Aun así, debe concederse que el espectáculo que ofrecían las Cuatro Torres, erguidas imponentes, con una cascada de luz artificial emanando de ellas y derramándose en derredor, ejercía una poderosa atracción hipnótica, y yo mismo me sentí obligado a admirar, en cierto sentido, semejante logro del ingenio desmedido del hombre. En la novela de Edward Abbey La banda de la tenaza, los cuatro protagonistas observan desde lo alto de un cañón las obras de la nueva autopista que está siendo construida y que, en unas horas, será objeto de sus planes de sabotaje para frenar el desarrollo. Tumbados boca abajo sobre la piedra contemplan cómo «los dinosaurios de hierro» agujerean las fallas de ese cañón del sur de Utah, y aunque en las mentes y en los corazones de los cuatro saboteadores no hay espacio para la aprobación o la simpatía, sí se desliza en cambio cierta «involuntaria admiración por todo aquel poder, toda aquella fuerza suprahumana y controlada».
Este sentimiento de admiración, mezcla de fascinación y embarazo, convive sin embargo con una sensación de hondo malestar que sobreviene a muchas personas cuando presencian el contraste entre la Naturaleza y la Máquina. Del mismo modo que Pasolini decía odiar la civilización tecnológica «en el sentido físico del término», un mundo artificial que le resultaba «insoportable», George W. Hayduke, el personaje más carismático de La banda de la tenaza, al regresar a su tierra natal después de varios años en la guerra de Vietnam descubre que su amado paisaje desértico está poblado por bulldozers que están arrasando la vegetación y «el hogar de las criaturas libres: sapos astados, ratas del desierto y coyotes» para levantar hileras de casas, y que hasta el cielo -antes de un profundo azul- está cubierto por una capa gaseaosa procedente de unos hornos de fundición de cobre. Y Hayduke experimenta un dolor físico, como si el cobre fundido abriera llagas en su piel; la ira abrasa su corazón y sus nervios, y su cólera sólo se aplaca cuando se aleja huyendo hacia donde aún no han llegado las máquinas, sintiendo «a través de los poros y las terminaciones nerviosas cómo se le contagiaba la quietud del desierto de Arizona».
El rechazo hacia la civilización tecnológica no se nutre, o al menos no únicamente, de abstracciones ideológicas o de sesudas teorías, sino que está atravesado de experiencias suministradas por nuestros cinco sentidos, porque nuestro instinto animal, a través de cierta intuición de vínculo y pertenencia a un orden natural, lanza un grito áspero reclamando el tacto de las manos ensuciadas de tierra y un horizonte libre de toda traza del mundo industrial.
Cuando advirtió el violento choque simbólico entre la ballena y el reactor, Langdon Winner comprendió que su interés por las implicaciones éticas y políticas de la tecnología no provenía en exclusiva de sus lecturas o de sus años en la universidad, sino de su propio «patio trasero». Winner, cuya infancia y adolescencia transcurrieron en los años inmediatamente posteriores a la II Guerra Mundial, fue testigo de cómo su pueblo, situado a mitad de camino entre las megalópolis de Los Ángeles y San Francisco, iba perdiendo poco a poco su carácter bucólico y tranquilo por la inundación de autopistas, supermercados, aviones a reacción, la televisión, ordenadores, casas prefabricadas, plásticos, e incluso los misiles que sobrevolaban la zona procedentes de una base militar cercana. La imparable intrusión de «la máquina en el jardín» que él presenció de niño fue precisamente lo que le ligó para siempre a la crítica y a la denuncia del sonambulismo tecnológico.
Muy poco tiempo después de asistir a la confrontación entre los rascacielos y la montaña, pude disfrutar de una «escapada» a la sierra madrileña. En un momento de la excursión me senté en la cima de un cerro elevado desde el que podía contemplarse, en muchos kilómetros a la redonda, el paisaje montañoso. Llevaba conmigo un pequeño y hermoso libro titulado La nostalgia della bellezza, del escritor napolitano Raffaele La Capria, en cuyas líneas lamenta la destrucción de la naturaleza, aunque en seguida matiza: «la nostalgia, el llanto, el desencanto, yo no los vivo como sentimiento que cede a la elegía, sino como no-resignación. Jamás podré resignarme a esta pérdida que deshonra a una generación, y que fue tranquilamente consentida por todos. Aquí el verdadero terremoto no fue el que destruyó cientos de casas, sino el que las construyó a millares: jamás se han visto cárceles más miserables y pretenciosas… ¿Se ha visto alguna vez a alguien, a una sola persona, por dolor o en señal de protesta, quemarse a lo bonzo en una plaza? Una pérdida semejante lo merecía…». Cierro el libro y me percato de que desde donde me encuentro no se advierte ni un solo signo de civilización, ni un poste de teléfonos, ni una antena, ni una casa, ni un refugio: sólo monte. Me recuesto sobre la roca, y mientras contemplo el cielo grisáceo, dejo que me penetre el silencio apenas quebrado por el viento entre los árboles y el zumbido errático de algún moscardón perezoso.