Bajo un sol poco inclemente, la sierra madrileña exhibe sus riscos pelados. En la más absoluta indiferencia, los miles de conductores que accedemos a la capital Madrid por la autopista del norte percibimos una llamativa presencia. La de transportes militares; a pocos kilómetros autobuses para detenidos de la Policía nacional; controles de la Guardia Civil más adelante. En Radio Nacional de España se repite en sus boletines que el presidente Pedro Sánchez no llega, queriéndolo o sin querer, a un acuerdo para su investidura. Las elecciones obligadas aventuran que puede ganar por una mayoría absoluta de la que ahora no dispone. Quizá sea esa inseguridad estomacal la que explica la, para mí, extraordinaria presencia simbólica de las fuerzas del orden en el acceso a la capital de España. Madrid, sin embargo, respira su particular y sempiterna modorra. Es una capital que vive vigorosamente: nunca duerme, y por tanto, nunca sueña. Le pasa lo mismo que al país. La alcaldía de Madrid ha cambiado de manos. Pero sus sueños pendulares gravitan sobre melosidades parejas. Si antaño la alcaldesa progre cuasi peatonalizó Madrid centro, el actual alcalde conservador hará lo propio en la Plaza del Sol. Si aquella recortó miles de millones, este competirá por ofrecer una cantidad semejante aunque sea teñida o subrayada en diferente color presupuestario. Nunca todo pareció tan igual y las diferencias más exaltadas.
Madrid descansa sobre un costillar de ballena abandonado. El barrio obrero de Aluche, con sus parques de tierra, sus desconchadas casas de los años 40 y sus colmenas envejecidas del tardofranquismo, queda rodeado por los antiguos acuartelamientos militares. Hoy son andrajos que quizá en el futuro supongan un apetitoso pelotazo urbano. No es menor el dilema sempiterno: convertir esa zona en el oasis apetecible para la nueva burguesía urbana o para la precarizada baja burguesía que apenas puede pagar un piso de esos que llaman de protección oficial. Mientras el dilema se resuelve, ahí siguen las paredes y los hangares de los cuarteles. Parecen los muros de la patria mía que escribía Quevedo.
Madrid es el corazón en un quirófano de España. España es un cuerpo sobresaltado cuyos miembros apuntan en direcciones opuestas. El país no tiene diagnóstico porque se niega a ir al médico. Las noticias en el canal de noticias de Radio Nacional son casi un diagnóstico de mercado negro: presidente, derechas e izquierdas luchan por relatar por qué no quieren un gobierno del que sacarían poco rédito de partido; La selección española de baloncesto celebrará en la plaza Cibeles su victoria planetaria en el mundial de baloncesto; el levante español está anegado, pero el resto sigue los designios del gobierno que es que no llueva demasiado.
Las derechas y las izquierdas parecen embotelladas en un mismo carril, como el tráfico en la céntrica calle de La Princesa. Parecen imitar a su manera el signo de Madrid: todo el mundo acaba pareciéndose habiendo migrado de lugares tan diferentes. En las calles de los barrios periféricos, ancianos por doquier. Llevando críos, con cestas bajo el brazo. Son un ejército desunido librando muchas batallas, desde sus precarias pensiones, el creciente coste de la vida hasta llegar a su desdoblamiento porque sus hijos han de recurrir a ellos e incluso a sus pensiones para llegar a fin de mes.
En la calle Fernando el Católico, estudiantes sentados en las aceras. Son ajenos al esperpento político. Discuten de otras trivialidades. En sus celulares pululan mensajes en los raíles de velocidad 5G que como un tren de alta velocidad pasan de largo la estación herrumbrosa de la realidad. Estudian, sí; pero más bien parece que no, que se han acostumbrado sin estudiarlo mucho que solo hay un presente inmediato. El futuro es tan de un mañana tan imponderable que se hace imposible siquiera de vislumbrar. En las noticias de Radio nacional repiten los mismos titulares de hace un cuarto de hora. El futuro se hace repitiendo sin cesar un presente imperfecto.
El sol lanza sus rayos contra munúsculos molinos de nubes. En la letanía de Guadalajara, se vislumbra Madrid con su skyline como cornamentas irregulares. En estas afueras se concentran las industrias no muy boyantes como poco boyante está la industria del país. Esta es la frontera o mejor dicho aquí están las dos fronteras: la que divide el Madrid de los servicios y la pequeña industria; y la que divide las dos Castillas. Su planicie tostada salpicada por solitarias ínsulas de olmos, pinos o arces. Tierras manchegas por las que no pasó, aunque pudo haberlo hecho el hidalgo de Cervantes. España tiene una deuda del 97% de todo su producto interior bruto. 1.210.509 millones de euros. Este billón y medio de euros, sale a 25.791 euros a cada habitante. Me imagino a tantos escaparse a esta planicie manchega a lomos de cualquier rocinante.
España is not Spain. Regreso a Madrid. Al pasar todos sus solemnes edificios de ministerios, vericuetos burocráticos de la arquitectura estatal, el último en la salida hacia A Coruña es el palacio de la Moncloa, donde las luces están encendidas. Hay celebración por todo lo alto. El presidente Sánchez, antiguo jugador y aficionado al baloncesto, recibe a los jugadores de la selección española que acaban de ganar el mundial de baloncesto. El producto interior bruto de felicidad en Madrid es aún muy alto. Se diría que es el bien que más produce la capital. Aunque sea tan efímero. En un semáforo, un famélico limpiacristales se empeña sin éxito en limpiar el de nuestro auto. Cae la tarde, y desde la lejanía de la A1, Madrid se presta a volver a ser ella misma por la noche. Sin dormir, sin soñar. Gestando el bostezo idéntico del día siguiente.