Herbert Marcuse está más vivo que nunca. O como acierta a describirlo Amador Fernández Savater en el prólogo a su libro El Hombre Unidimensional, su actualidad intempestiva, contra la tendencia dominante en la academia, la opinión pública o las modas intelectuales. No es alguien que fue, que hablaba de un mundo que dejó de existir. Marcuse avanzaba los problemas teóricos modernos, el Tecnos suprimiendo al eros y arribando al ser humano al Tánatos, o como lo dibuja Fernández Savater, la tecnología suprimiendo la ontología: la dimensión deseante es taponada por la oferta infinita de objetos-mercancía, propiedades, experiencias, signos del prestigio. Esa tendencia es de lo que nos habla hace sesenta años Marcuse. La lectura de Marcuse ha sido apartada, yo diría que proscrita. Su libro El Hombre Unidimensional es clarividente, también claro oscuro. Es un clásico y algo más. Nos permite leerlo desde el presente, inmersos como estamos en la tiranía de lo instantáneo. Leer abre la espita de otro tiempo.
Marcuse, junto a Max Horkheimer y Theodor Adorno – habría que añadir a Walter Benjamin y Erich Fromm como miembros extensos de la Escuela de Frankfurt – tuvo un interés ya a finales de los años 30 en descifrar la “participación del yo en el mal enajenante”. Su interés científico y moral partió en un primer momento por encontrar las causas del apoyo abrumador de la colectividad al nazismo en Alemania. Frente al imperante positivismo y el marxismo ortodoxo, los miembros de la escuela de Frankfurt elaboraron una teoría crítica de la modernidad que abarcaba dimensiones hasta entonces no contempladas como la cultura de masas, la política y la psicología.
Su radical vivisección del yo y la sociedad de la razón instrumental y tecnológica que acaba de salir del espanto de Auschwitz, plantea la posible liberación humana en un creciente pesimismo. Los libros más representativos y clarividentes son entre otros Dialéctica de Ilustración (Trotta 2016, décima edición) de Adorno y Horkheimer, y Crítica de la Razón Instrumental (Trotta 2010, segunda edición), de Horkheimer.
Herbert Marcuse prolongó el carácter heterodoxo y antiautoritario con su estudio El Hombre Unidimensional, publicado en 1964 y reeditado en 1967, en el preámbulo de las revueltas de 1968 que tanto respiraron de sus aportaciones. El yo vive dividido entre lo que es y lo que es posible ser. Esa sería la cualidad bidimensional del ser humano que Marcuse, explica, se desarrolla a través de la dialéctica, el arte y la emancipación política, es decir, una idea de revolución. Si en el pasado las sociedades y sus regímenes evolucionados habían puesto por diversos medios freno a la posibilidad de redención y dimensión humana, en la era moderna ese freno lo ejerce una fuerza más coaccionadora y eficaz: la tecnología.
La cultura tecnológica reduce lo viviente a materia que hay que dominar, mediante recursos, instrumentos, medios, infraestructuras, automatismos, protocolos, dispositivos. Mientras que la llamada alta cultura mantenía viva la tensión entre lo que hay y lo que podría haber, la industria cultural y la sublimación controladas la cultura tecnológica automatiza la psique. La convierte literal, directa, funcional. El hombre unidimensional «recibe lo que desea»; la tecnología sabe lo que quiere y cómo dárselo.
La aspiración es experimentar la vida y el trabajo como juego y despliegue de los sentidos , cuidar la materialidad del mundo y toda existencia como un fin en sí mismo y no como un instrumento para otro fin. Pese al denodado olvido hay que celebrar la reedición por la editorial Ariel, con traducción de Antonio Elorza y brillante prólogo de amador Fernández-Savater.
El Hombre Unidimensional. Herbert Marcuse. Traducción de Antonio Elorza y prólogo de Amador Fernández-Savater. Ariel 2024. 259 páginas. 18,90 euros.