
Ataviada con un pañuelo verde de lino sobre su cabello de nieve, y una manta escocesa de cuadros rojos, negros y blancos acurrucando su cuerpo de 70 inviernos, María medita. Se sienta sobre unos cartones encima de los soportes metálicos de lo que parecen las jardineras de la oficina del Banco Santander. Junto a ella, una bolsa de tergal verde y blanca, roída y arrugada, quizá con su comida, y un cuenco de esparto donde alguno de los viandantes ha dejado caer una moneda de veinte céntimos. La calle Ercilla exhala un vaporoso suspiro a tres grados centígrados de temperatura. Los cientos de transeúntes no miran y aún menos perciben que el rostro de María también exhala, a intervalos, resignados suspiros. El cuerpo de María está en este aquí y ahora; su mente, no. Ambas realidades emiten un sonido atonal que nadie percibe, pero desazona. Nadie, pero, sobre todo, María está más al margen.
Fíjense en una calle como esta. La calle Ercilla. Clínica Sarabia: controlamos tu peso; Asesoría Zabalburu: contable, jurídico y fiscal; Mari Soli: Alta costura, novios y ceremonias; Joyería Matia: descuento en joyas de 28 kilates, última colección de zafiros.
La cadencia: una patrulla de la policía pasa cada cuarenta y dos minutos frente a María; los semáforos cambian de color cada 52 segundos; la gente tarda dos minutos y cuarenta segundos en recorrer a paso seguro la calle Ercilla con sus tiendas cromáticas, su hotel de cuatro estrellas, y sus bienaventuradas cafeterías. ¿Dónde ha pasado esta noche de tres grados bajo cero María? ¿Y la noche anterior? ¿A qué ejército nocturno y diario pertenece? ¿Es Jesucristo, el asceta, expiando los pecados de quienes pasamos ente ella? ¿Es Buda, vaciándose de su yo? ¿Un sadhu trascendiendo los límites de su cuerpo? ¿Un espejo en el que nadie se para a mirar?
Calle Ercilla. Banco Santander: recargas pilas; Hipotecas: te acompañamos durante todo el proceso. Hotel Ercilla, 180 euros la noche por persona; el ujier con sombrero de copa acompaña a los clientes al taxi. De la Cafetería Scala emigra una sinfonía enjambrada de asombrosas risas de mujeres envueltas en abrigos de piel y maridos con sombreros de fieltro y austriacas demodé.
Su rostro algodonado. La piel tersa aún, e hinchada. Debió ser muy bella María. Sus ojos de un té verde reseco, huidizos; su boca con apenas tres dientes dejándose ver cuando responde parcamente. Las manos juntas, gruesas y castigadas, forman un cuenco para recibir un par de monedas de dos euros, toda una fortuna para una mañana como esta. ¿De dónde viene usted? Responde: desde la una hasta la una y media; Oigo e interpreto: es la hora hasta la que se queda en el vértice de la calle Ercilla con Urquijo. ¿Es usted de aquí? No. ¿Viene de lejos? ¿Hijos?, responde.
Bajo su manta escocesa adivino un leve abrigo acolchado. Bajo una falda rosácea de algodón fino, unos leotardos negros hasta los pies donde unos calcetines de montaña azul cierran unas botas marrones, las dos prendas más jóvenes de María. Vi por primera vez a María un día antes de hablar con ella, camino de la librería Campus. Iba en busca del tomo en el que la editorial Tusquets ha compilado la obra poética de Chantal Maillard, y del libro de esta Decir los márgenes. La vida puede ser un disparo en la inaudita y tranquila tormenta de un instante. Premonición. Clarividencia.
Maillard abre un fuego azul al sufrimiento y sopla el aliento de su perturbación. Al pasar junto a María y ver su suspiro cayó sobre mí la silenciosa secuencia de todas las Marías suspirando: solitarias en un salón igual de vacío en sus casas; en una cama de hospital; en un quirófano con luz lima sin pulso; en la constreñida sala de un asilo mortecino; en una habitación de un psiquiátrico; en un hospital de rehabilitación con vistas a un mar que se deseca; en una cama de la unidad de paliativos; en la tumba de tierra húmeda de un cementerio. Vi a todas esas Marías. Pero María asciende, ajena, encorsetada en quizá sus únicas prendas, asciende el Everest de este día.
La condescendencia es un pecado lacerante, como la equidistancia. Como la arrogancia de saber que, por dos monedas de dos euros, María está obligada a darme una información que puede acabar en mera mercancía. ¿Lo son estas líneas? No sé si pertenece al El Pueblo del abismo de Jack London o al Cuento de Navidad de Dickens. Yo tampoco sé qué personaje soy.
Como un intruso el gozo
Dentro muy dentro más abajo
De la angustia o el justo reparto de las culpas.
(Chantal Maillard)
Según el Observatorio de la Vivienda Asequible, en los últimos 10 años ha aumentado un 25% el número de mujeres mayores de 65 años que se encuentran sin hogar. Al menos, las cifras sí ven a personas como María. No del todo. En esa estadística no se consideran personas sin hogar a quienes tengan como lugar para dormir un albergue público. Figuran como derivadas en residencias públicas.
Derivadas.
Hay una crepitar trémulo cuando las luces de los comercios se apagan. La calle se convierte en un pulpo escuálido de calles, irascible y a expensas de los más fuertes. A cuántas Marías han desvalijado sus cuatro monedas de dos euros recolectadas en la tarde o en todo el día. A cuántas golpeado para robarles las botas. A cuántas…
En la boca entreabierta de la selecta cafetería Scala, desde el televisor se deshilachan las palabras del presidente: “vamos a fortalecer la socialdemocracia”. María podría ser la Magdalena o la Verónica acariciando el rostro del Jesucristo sacrificado. O la madre de la desposesión. Quizá por eso le llamaron María.
Veinticuatro horas después de nuestro segundo encuentro, María no está. Recorro el parque Indautxu, las calles adyacentes, y descarto las salidas de metro. Palpito las aceras donde otros han ocupado su puesto de menesterosos en estratégicos puntos de la atribulada calle Autonomía. No hay rastro de María.
En un principio era el Hambre. Y el Hambre creó a los seres para poder saciarse. Y el Hambre era la muerte para los seres. Inventaron remedios, buscaron curarse, pero el Hambre dijo “odiaos y luchad unos contra otros”, para poder saciarse. Y el Hambre introdujo el hambre en los seres, y los seres se mataban entre sí por causas del hambre. Y el hambre era la muerte de los seres.
(Chantal Maillard. La baba del caracol)
Martes, 9.30 de la mañana. Diez grados. María está de nuevo junto a la sucursal del Banco Santander. Abren a esa hora. Esta vez sus pies están ataviados con unos gruesos calcetines blancos de lana. Junto a ella pasan treinta personas cada minuto. Son 1.800 personas a la hora. A lo largo de la mañana van a ser 5.400 almas.
Lotería Ormazabal. Cualquier día puedes tener suerte. Aquí han caído tres primeros premios, dos segundos, tres…
La calle es un planeta, árido como la luna para quienes viven su crudeza. La calle tiene más de una cara oculta. En sus cráteres rige una afilada violencia por encima de la gelidez de su naturaleza. Hay otras violencias igual de crudas que enseñan sus dientes a María: la indiferencia, el adusto gesto, incluso el desdén.
Clínica Bilbao. La mejor versión de mi sonrisa. Juega con la ONCE. 120 millones en premios.
Una furgoneta de la policía vigila desde lo alto de la plaza Indautxu. Es preciso el orden de este multitudinario haz de electrones humanos que suben, y bajan, y cruzan; apenas se paran, siguen de largo, jamás volviéndose sobre sí mismos. Trasportistas, ambulancias, buses, coches policía, electricistas, bomberos, curiosamente ningún coche fúnebre, se detienen en el semáforo para reanudar su marcha electrizante con el ansia de un sin futuro.
En octubre de 2024 el ayuntamiento de Bilbao tenía censados a 805 personas que viven en la calle, pero disponen de albergue o pensión donde pasar las noches. Solo por tres noches. Todos los días ofrece 886 menús en sus comedores sociales. Casi todos son conventos, o iglesias.
En el lateral de un autobús de línea, un anuncio: “¿Te ahogan las deudas? Llama al 607…”.
A las 12:45 María se levanta. Habla con un hombre recién aparecido, un poco más alto que ella. También porta una bolsa de tergal blanca y verde como la suya. Dentro lleva cuatro jambas de PVC que hace unas horas debieron formar una ventana. Es un botín. Serán dos kilos de PVC, unos diez euros al cambio en una chatarrería, María y el hombre, que ya supongo su marido, enfilan la calle Ercilla abajo, observando el botín. En el rostro de ella se dibuja por primera vez un surco de gratificación. Él, gorra inglesa de paño, gafas gruesas y negras, un rostro cuadrado y curtido y una barba aperlada, anorak y pantalones limpios y deportivas baratas de vestir. Es un recolector de metal; ella le espera durante las mañanas sacando unas monedas, mientras él hurga en obras, contenedores o manzanas en derribo. Son un matrimonio de lo más normal. Ambos necesitan trabajar, y duro, para llegar a fin de mes. El sueldo de hoy son los 10 euros de él y los 40 céntimos de ella, a veces un par de euros, como el día en que nos conocimos. Hoy, yo he sido uno de los que han pasado delante de ella, mientras me saludaba, sin inmutarme. Uno de los 5.400 seres que han pasado junto a María sin verla y sin postrarle una sola moneda.
El cansancio. De nuevo el
Cansancio. El esfuerzo por
Sobrevivir. Reiterado.
(Chantal Maillard. Husos)
María y su marido bajan la calle Ercilla y en Rodríguez Arias se suman a la vorágine que entra en un gran supermercado. Varias personas comen en un apartado con mesas en su interior. Con un carro recorren los pasillos. Gel blanco de baño, 1,50 euros; jabón, 0,75 euros; aceite de girasol, 1,79; solomillo de pavo congelado, 2,87; una bolsa de arroz, 1,33; media docena de huevos, 1,30; leche entera, 1,66. Son 10, 20 euros. Lo que van a ganar esta tarde por las jambas de la ventana encontradas.
Una lluvia fina y un viento gélido y cortante reciben a María y su marido al salir del supermercado. Se dirigen a la plaza circular donde apresuran el paso para coger el autobús urbano 47. María porta su bolsa de esparto repleta y su marido la suya con las jambas sobresaliendo. El autobús 47 inicia el recorrido a los barrios obreros desde finales de los años cincuenta situados en el distrito de Begoña, a veinte minutos del elegante centro de la ciudad. Última parada; se apean María y su marido. Ella rellena una botella de coca cola vacía con el agua de una fuente. Cien metros adelante, en el portal X de este grupo de casas para trabajadores levantado hace casi 70 años, con viviendas de cincuenta metros cuadrados, el marido de María cierra la puerta, y les veo subir las escaleras. La jornada ha terminado. O quizá termine a la tarde. Son las 14 horas del día.
El ejército de buscadores de cobre, metales, escorias, se levanta antes, mucho antes del albaicín de los camiones municipales recogiendo los primeros contenedores de envases y otras suculentas materias. Son las siete menos cuarto de la mañana. Un monástico curso de penitentes, el lumpenproletariado excedentario, recorre la mañana abierta a la luz de su vela. En esa hora, antes aún, se han despertado María y su marido.
“Esto es lo que siento yo”, decimos, sin darnos cuenta de que ese “yo” se ha ido fabricando exclusivamente en el proceso, de que se siente lo que se piensa, siendo así que el “se” es siempre cualquier cosa salvo la decisión de una mente libre. Y así salimos a la calle cargados con una bomba de relojería que puede estallar en cuanto sean activados los estímulos pertinentes.
(Chantal Maillard. La Razón estética)
Es viernes. Son las nueve y media de la mañana. María no está sobre los cartones en las jardineras metálicas de la sucursal del banco Santander en la esquina Urquijo con Ercilla. Pasan, como todos los días los miles de jóvenes, adultos, funcionarios, ejecutivos, ancianos, clientes del banco Santander. Ven lo mismo que todos los días. Nadie echa de menos a quien no ve los días que está presente.
Que un acontecimiento,
Al contrario que una idea,
Nunca puede ser definido,
Un acontecimiento no es un hecho sino algo
Muy sutil, simple y complejo al mismo tiempo.
(Chantal Maillard. La Razón estética)
Pienso que María está, en este día de ausencia, como lo fueron el miércoles y jueves, ayudando a su marido recolectando metales o lo que se tercie. El trabajo. Que hace libres y dignos a quienes lo llevan a cabo.
Los demás
Hacen el yo, “me” hacen.
Me hacen con sus ojos.
Me hacen son su juicio,
Con su conocimiento. Sólo se conoce aquello
Que se repite. Conoce a “alguien”
Es haber asistido a sus repeticiones,
haberle dado el tiempo necesario
para la confección de un “comportamiento”,
haberle dado el tiempo,
haber vestido la nada con el tiempo,
haberla mesurado; haber
medido. Conocer a “alguien”
es haberle tomado las medidas.
Después de ser medido, el alguien es
Manejable. Y entonces, como
Resultado de aquella medición, se le otorga
La in-vestidura de su yo
(…)
Programa de radio. Un domingo que quizá escuchen algunos de los que han visto a María ni siquiera como una sombra. Un escritor resume la semana: “… me llama mucho la atención todo esto que estamos viviendo. Toda esta semana trumpiana, la falta de compasión de la que se habla tanto, la capacidad de acompañar emocionalmente a alguien que sufre, eso de separar a los niños de los padres, los inmigrantes. Estas crueldades que son casi inimaginables en el ser humano, pero bueno…”.
Nadie ve. Nadie sabe.
Nadie me ve sin mí, nadie me sabe sin mí.
Yo me equivoco si lo digo.
Si digo que no me ven me equivoco.
¿Quién habrá de ver?
Yo soy la que dice yo más allá
Del mí, de las repeticiones, sin
Color, sin sentimientos.
Me equivoco si me apena su ceguera.
Su ignorancia, me equivoco
si me causa dolor o alegría.
(…)
Chantal Maillard
P.D: Esta inhóspita crónica se ha escrito con sangre y carne ajena. Y la crudeza de los cartílagos interiores y colgantes se debe a la poeta Chantal Maillard. Este año se han publicado dos libros necesarios y lumínicos que atacarán el nervio gratificado de los biempensantes, los satisfechos, los indiferentes. Tusquets ha reunido toda su obra poética, Poesía completa (1988-2022), y Galaxia Gutenberg publica Decir los márgenes. Veo en Maillard un dolor que también en mí labora: la navaja cruel de lo real rasgando sin piedad los ojos que ya no oyen; y los labios, y el alma congelados por la indiferencia y el frio con los que he tomado estas notas. Estas 2502 palabras ¿valen más que cuatro jambas de PVC?