
Hoy he andado por la Gran Vía. Agosto y gentío. Soy gente. Doy un paso nuevo hacia mi propia extinción. Eso sí, muy acompañado.
La ciudad está cubierta de cejas enarcadas, de ojos de noria. Turistas ociosos que hacen trabajar los músculos de la cara. Mueven representaciones, algún afecto del ánimo en el rostro. Apacibles, risueños, placenteros. Alguien levanta la mano súbitamente. Se afirma sobre los pies y señala algo. Alguien. Binario fluido de coches y gente. Vínculo de la especie. Biotopo de semovientes y bípedos.
Hay escaparates llenos de cosas que no necesito. Fluidez de río cristalino. Quiero encallar. Varar. Encabezar lentitud. Sumergirme quieto en los pasos. Mido y cuento lo que no tiene medida. Infinitos. Ilimitados. Inevitables. Los expertos dirán tantos por cientos. Ocupación y pernoctación de los visitantes. Epíteto propio de sus atributos. Turistear. Turiferarios de las llamadas de excelencia. Turbion. Multitud. Turbina de la economía. Producto Interior Bruto. Rueda de euro. Fuerza viva que fotografía pintxos en las terrazas de los bares. Atracción culinaria. Untadura y a otra cosa: van a sacar fotos y selfies a la fachada del ayuntamiento. Toda ciudad que quiere estar en el mapa es un canguro ahíto de hosteleros. Hoteles. Peluquerías. Estéticas… y otras comerciales crías que completan su desarrollo en la bolsa ventral de las calles. Los automóviles repostan en surtidores. Los humanos se aderezan en surtidos hedonísticos. Eudemonia.
Sigo andando con mis latinajos. Del muelle de Uribitarte salen lanchas con turistas. Mañana es la Vírgen de Begoña. Le pediré que naufraguen. Prosigo. Tomo una dirección. En Pozas me encuentro con una amiga. Me dice que parezco un guiri.