Mi primera sesión de cuentos ante público fue a la temprana edad de seis años.
Nunca fui una niña agraciada en ningún aspecto. En clase pasaba desapercibida fluctuando siempre entre “la tercera división” y ”el pelotón de los torpes”. Pero a veces (muy de vez en cuando) podía brillar un poquito. Era cuando mi padre volvía de sus largos viajes y me traía algún regalo especial. Al día siguiente aparecía yo en clase con aquel objeto como quien no quiere la cosa y las niñas se acercaban a mí para mirarlo con admiración.
En aquella ocasión lejana mi padre había llegado de Argentina y me había traído una lupa. Por supuesto al día siguiente me fui toda orgullosa con ella a clase. Recuerdo que era un día lluvioso por lo que el recreo fue en clase, momento que aproveché para sacar mi fetiche, pero cual no sería mi desilusión cuando Margarita Pérez (niña guapísima y de la primera división) se atrevió a decirme que esas lupas las vendían en cualquier librería y que era una porquería de plástico. Para mí fue un insulto y ahí debió hinchárseme la vena porque inmediatamente pasé al contraataque (todas las niñas estaban a nuestro alrededor) y le dije que aquella lupa era mágica pero que sólo yo tenía poder sobre ella. Les expliqué que por el lado derecho era estar en el mundo real, pero si alguien pasaba al otro lado se encontraría un mundo de brujas, monstruos, muerte y oscuridad en el que yo solo tenía la facultad de pasar y llevar a quien quisiera al otro lado, diciendo unas palabras mágicas que solo yo sabía. Triunfé. Durante treinta minutos el silencio fue absoluto y todas las niñas estaban pendientes de mí. Hubiera sido un éxito clamoroso si pocos después (un domingo) mi padre no me hubiera llamado desde su cama en la que leía el periódico. Me llamó por mi nombre maldito (tenía dos: uno el habitual y otro cuando había hecho algo mal). Yo desayunaba en la cocina mi cola-cao con galletas y dilaté el momento de acudir a dicha llamada. Seguí untando más galletas hasta que la llamada se hizo más insistente. Acudí al cuarto de mi padre y este me preguntó qué había pasado en el colegio y con la lupa. Yo callada, él insistiendo, me explicó que el padre de Margarita Pérez coincidía todos los días en el bar de abajo tomando un vino y que le había contado mi hazaña. Pero que desde ese día su hija, muerta de miedo no podía dormir sola y lo hacía en la cama de sus padres. Mi padre me explicó muy correctamente, que no se puede meter miedo a las niñas de esa manera, y que bla, bla,bla, no lo hiciera nunca más. Fue muy humillante. Lo juro. Pero lo peor fue enterarme años más tarde que mi padre no me había traído nada de Argentina por lo que envió a mi madre a la librería de abajo para que comprara algo barato y lo envolvieran en papel de regalo. Por supuesto en el papel de regalo ponía “Librería Cámara” Alameda Urquijo 42. Bilbao. Fue un pequeño detalle que me pasó desapercibido a mi corta edad.
Desde entonces llevo siempre conmigo dos cosas. La primera una lupa, por cierto muy útil hasta en el supermercado cuando quieres leer las etiquetas, que suelen venir en letra minúscula o las facturas y contratos donde las partes más importantes casi ni se ven. Otra cosa que conservo es la convicción de que al mundo lo manejan los lobos y el miedo. Cuando leo los periódicos observo que están llenos de apoyos y rechazos para demostrar que las medidas de austeridad dan buenos resultados. Porque, a ver, quién nos dice que tantos años de crisis y estafas varias no acabarán como un cuento infantil o película de miedo.