Cuando él subió la persiana era de noche. Desde que le habían operado de un tumor, extirpándole la glándula suprarrenal derecha, dormía a ratos. Se acostaba pronto, se ponía los auriculares y escuchaba a unos tertulianos deshacer noticias del día, dividirlas en partes menudas, examinarlas en detalle, desmenuzarlas hasta sacarlas el tuétano. Le costaba dormir. Así que pensaba en lo que había escuchado, meditaba la articulación de las ideas expuestas, los giros lingüísticos, las figuras literarias, el grado de eficacia expositiva o la turbiedad de sus argumentos. Consideraba si, escuchándoles, conocería mejor la realidad, si tendría más clara idea de ella, si descifraría los entresijos del poder auténtico, que es aquel que los demás desconocemos, decía el inspector Méndez en la última novela negra que había leído. Como el sueño no le llegaba distribuía ordenadamente los varios puntos de vista, retenía palabras que creía mal empleadas en la situación eludida para consultarlas en La nueva gramática.
Cuando le entraba el sueño soñaba historias mínimas que giraban buscando algún final que no llegaba, con el mismo sentido que las agujas del reloj de la mesilla, sueños cortos que tenían la sustancia de la disolución, que no gozaban del derecho de asilo en su cabeza, y que al final solo eran palabras sin imagen.
El subió la persiana y abrió la ventana de su dormitorio. Todavía era de noche. Era el momento en que los gatos se subían al techo de los coches aparcados, y sentados o tendidos se dejaban resbalar, una y otra vez, por la luna delantera.