Es probable que pronto comiencen a aparecer quienes declaren tener nostalgia de encierro, añoranza de aquellos años de pandemia en los que todo nos era impuesto y había muy pocas decisiones que tomar respecto a cualquier cosa. El mundo que ha surgido tras el azote de la plaga y su gestión política ha profundizado las tendencias más inquietantes que ya venían gestándose desde hace varias décadas, mientras la desorientación y la incertidumbre se extienden por todo el cuerpo social. Por eso habrá quien prefiera que le vuelvan a encerrar.
El capitalismo ha pretendido de nuevo —y probablemente ha conseguido— ampliar los plazos de su vencimiento, aprovechando su enésima «crisis» para reforzar las condiciones de su forma de dominio y afrontar así una reestructuración que, inevitablemente, hundirá a más gente en una miseria generalizada. Miseria material, pero sobre todo existencial. Por eso, después de salir a los balcones para aplaudir a quienes supuestamente nos protegían del mal, está aumentando de forma alarmante el número de quienes salen para saltar al vacío desde allí. Algunos adolescentes se resisten a quitarse la mascarilla por miedo a que su cara defraude las expectativas que el tapabocas mantiene siempre en los demás. Hay docentes que añoran estar detrás de una pantalla sin tener que lidiar con la degradación social vivida en las aulas. Hay quienes, ante una concentración de personas o el saludo efusivo de alguien a quien no ven desde hace tiempo, dan un paso atrás. Hay niños que siguen teniendo miedo de causar la muerte de sus abuelos si se acercan demasiado a ellos.
Algunos dirán que exagero, que seguramente existe un pequeño número de personas que actúan así, atenazadas por el miedo, condicionadas por alguna experiencia traumática vivida durante estos dos últimos años, pero que en general casi todo el mundo ha relativizado bastante la situación y ha vuelto a la normalidad rápidamente e incluso con alegría renovada. Es posible. Pero entonces no sé qué es peor. Probablemente ambas actitudes solo expresen modulaciones de un mismo fatalismo de base con el que la mayoría está tratando de acomodarse a esta larga agonía del capitalismo.
Mientras tanto, el mundo que conocemos se está transformando a pasos de gigante en algo aún peor de lo que ya era, y la nostalgia de unos poderes fuertes que pongan orden en el caos tendrá numerosas oportunidades de expresarse, en ocasiones bajo su aspecto histórico claramente reconocible, en otras de manera sutil y desconcertante.
Dar cuenta de todos esos cambios y señalar las contradicciones insuperables que el fin de una era nos planta delante de las narices es una tarea ingrata. Con estos artículos, que empecé a publicar aquí hace más o menos un año, mi intención no era otra que contribuir a identificar dichas contradicciones y señalar la deriva de la sociedad pandémica hacia una mutación del régimen de opresión histórico que sufrimos. No creo que haya conseguido mucho. El silencio alrededor ha sido a menudo sintomático de las ganas de cambiar de conversación y de dejar atrás la pandemia y todo lo que esta reveló sobre nuestra forma de vida y sobre aquellos que nos gobiernan. «Hay que pasar página», dicen hoy muchos. Pero las páginas de la historia están escritas en letras de sangre y fuego, y para quienes todavía no lo hayan comprendido no hay esperanza. Para quienes sí, me temo, tampoco la habrá, pero precisamente por eso tendrán la responsabilidad de ejercer lo que Erri De Luca llamó el derecho a la palabra contraria.