Cuando las capitales norteafricanas empezaron a ocupar titulares en los diarios occidentales descubrimos de la existencia de malestar entre sus habitantes. La bautizamos como las primaveras árabes. Le buscamos antecedentes en el Mayo Francés, la Praga sesentaiochera y demás referencias del año en que los pilares de la auto ensalzada democracia occidental sintió dolores de crecimiento.
Ahora la cosa se complica y los titulares occidentales añaden geografías más próximas para las revueltas. En Estambul brota una nueva primavera, y ya no hablamos de dictadorzuelos norteafricanos. Las bien pensantes mentes occidentales de pronto se preguntan ¿cómo puede pasar eso en un país casi democrático y casi occidental para los cánones washingtonianos? Luego ocurre en Brasil, un país tropical sin primavera natural en su climatología, peroro vagón de cabeza de los BRIC y referente de democracia controlada. De pronto se complica encontrar nuevas explicaciones a estos sarpullidos de irritación.
Cada revolución primaveral tiene sus peculiaridades, pero hay algo en la que todas coinciden: la abierta y declarada desconfianza hacia la casta política asentada en el poder por parte de todas las personas que se tiran a la calle para protestar. Concuerdan los comentarios de las masas indignadas tunecinas, egipcias, turcas y brasileñas denunciando la sordera, ineptitud, corrupción y distanciamiento de su casta política. Es como si el mundo hubiera cambiado pero las autoridades políticas siguieran manejándose por tics del siglo XIX.
Diríase que la democracia para el pueblo, pero sin el pueblo ya no cuela. Que los políticos aparezcan en el prime time televisivo mostrando sus grandezas para nada sirve ahora. Sobre todo desde que las oposiciones de izquierda y de derecha ya forman un todo homogéneo con idénticos discursos y objetivos. Posiblemente en algunos países ya descubrieron que los que mandan no mandan, que en realidad son las marionetas visibles de un teatrillo democrático apadrinado y administrado por las grandes corporaciones.
Brasileños, turcos, egipcios y tunecinos parecen tuitearnos para comunicarnos que la casta política está desnuda. Su dedo cibernético propaga la denuncia en 140 caracteres, mientras los occidentales seguimos apreciando sus protestas en los telediarios y organizando sesudas reuniones para hablar sobre el dedo.