Oporto, Porto, Portu, Portugal. Es la segunda ciudad en tamaño de nuestro país vecino y se nota la diferencia con su hermana del sur. El norte siempre es más rebelde, más inconformista, más industrioso, más arisco, más noble, más reservado que el sur. Llevo 40 pasajeros que desean conocer esta ciudad milenaria que comenzó como un asentamiento romano en la desembocadura del río Duero. Quieren ver los monumentos: la Sé, la torre dos clérigos, el palacio da Bolsa… ¿Cómo explicarles que Oporto se conoce con los pies, con el olfato, con la curiosidad? ¿cómo mostrarles la magia portuense que nace a pie de calle? .
Mirar hacia abajo da vértigo. No logro calcular la altura desde las aguas del Duero pero es mucha. ¿80 metros, quizá? En el centro exacto del Ponte de Dom Luis, el tren de la línea amarilla del metro de Oporto hace temblar toda la estructura a su paso. Es una sensación escalofriante y la vez fascinadora por la que vale la pena subir hasta el nivel de arriba (el de abajo es para el tráfico de coches) y cruzarlo a pie. Además, la vista desde aquí es increíble.
El Ponte de Dom Luis y sus preciosas vistas del río y la ciudad. |
La línea de metro también ha sabido adaptarse al puente. |
El casco viejo es como una grieta en la ciudad. Una foz enorme lo parte en dos convirtiendo su laberinto de callejuelas en un constante subir y bajar empinadísimas cuestas. Me pierdo entre sus calles, tan estrechas que extendiendo los brazos casi puedo tocar ambas paredes. La tarde cae lentamente y hay olor a puerto, a salitre, a la pobreza digna del trabajador del sector primario. Hay ropa tendida en las ventanas y los pequeños comercios cierran sus puertas. Es la «ribeira», donde se originó esta ciudad. Las guías turísticas dicen que es un lugar peligroso por la noche pero de momento no veo nada que confirme esa advertencia. Algún loco de la zona se cruza conmigo pero ni siquiera me mira, sigue a lo suyo inmerso en ese mundo inasequible para los que nos somos tan afortunados como él. La Semana Santa está en pleno apogeo y en muchas esquinas se ven imágenes de la Virgen María con velas encendidas y ofrendas florales. Este pueblo es muy devoto. Tras una vuelta de esquina llego a un rellano entre las escaleras que suben desde el río hacia el centro. En mitad del paso dos niñas de unos 10 años, sucias y saludables, tienen encendido un pequeño infiernillo de gas con parrilla y asan gambas. «¿Quieres una?» me dicen y me tienden una gamba terriblemente apetitosa a la luz del mediodía. «Claro» contesto y alargo la mano para tomarla. Pero ellas no la sueltan a la primera. «Cuesta un euro» aclaran sin perder la sonrisa. No solo son un pueblo temeroso de Dios, también son un pueblo de grandes comerciantes.
«El casco viejo es como una grieta en la ciudad». |
Constantino, el conductor del autobús, y yo hemos sido invitador por David, oriundo de la zona, a probar la especialidad del lugar en una taska de un amigo suyo en Vilanova de Gaia, la orilla sur. ¡Horror! Nos saca un plato de callos (yo detesto los callos). En 1415, los habitantes de Oporto cedieron sus reservas de carne para la expedición a Ceuta que preparaba su paisano Enrique el Navegante. Ellos se quedaron solo con las asadurillas ganándose así el calificativo de «tripeiros». Ojalá yo tuviera un carácter tan fuerte como el de esta gente, capaz de transformar su miseria en un emblema. Me temo que las voy a pasar canutas para tragar la especialidad de la casa. Por suerte, el excelente vino de Oporto compensa con creces todo lo demás. Dulce y fuerte, se bebe sin darse cuenta y emborracha desde la primera copa. En realidad el vino no se hace en Oporto sino en el valle del Douro y debe su particular sabor dulce a que añaden brandy durante el proceso de fermentación no dejando que se transforme todo el azúcar del zumo original. Tradicionalmente, el centro de distribución del vino era Peso da Régua desde donde se transportaban las barricas río abajo en barco rabelos hasta la ciudad. A las 4 horas de recibir hospitalidad local, Constan y yo nos vamos bamboleantes hacia nuestro hotel. David no, él y el tabernero se quedan cantando fados desafinando horriblemente.
Vista general del viejo Oporto. |
Barricas de vino en las embarcaciones turísticas. |
La estación de tren de Sao Benito es un verdadero lujo para la vista. Como muchos de los edificios de la ciudad pertenece a un tiempo ya olvidado. Un tiempo en el que los edificios no eran meros objetos funcionales sino que se buscaba en ellos la belleza como reflejo del esplendor del lugar donde se construían. Los frescos de la estación permiten, a unos ojos atentos, viajar sin tomar ningún tren.
La rua de Santa Catarina está de bote en bote, no cabe ni un alfiler. Lo cual tampoco es de extrañar porque los alrededores están de obras y de todas formas ésta es la calle comercial por excelencia. Si la calle está llena, el Majestic está abarrotado. Imposible entrar a tomar algo. De pronto veo que alguien me hace señas desde la terraza interior. Son 4 de mis pasajeros disfrutando de su tiempo libre, que me invitan a sentarme en su mesa. ¡Que suerte! Lograr una mesa en el Majestic es como encontrar un trebol de 4 hojas. Esta cafetería «belle epoque» es probablemente el verdadero punto de encuentro portuense. Por ella ha pasado todo tipo de gente: rufianes, ministros, burgueses, aventureros, intelectuales, turistas y parroquianos. Para mi gusto es demasiado recargada pero sin duda es un centro vital de Oporto.
El «elétrico» avanza despacito a lo largo del río. Este tranvía es lo más parecido que tiene la ciudad con Lisboa. Los «elétricos» ya no se usan con fines más allá del mero atractivo turístico. Quedan 2: uno que hace la ruta del centro y otro que hace la ruta del río. Llegamos a la parada término y se baja todo el mundo. Son las 6 de la tarde y ya no hay más servicios. Mientras vuelvo mitad a pie mitad andando no dejo de preguntarme por qué me pasan siempre estas cosas.
Hay tantas cosas en Oporto que están a pie de calle a la espera de que el viajero las descubra. Es el Portugal sobrio, trabajador, melancólico, el Portugal norteño, el de los «rebeldes bebedores», independientes y constitucionalistas. Lisboa se divierte, Coimbra canta, Braga reza y Oporto… trabaja.