
Durante el primer decenio del siglo XXI los llamamientos y las voces de alarma ante un inminente colapso del mundo tal cual lo conocemos han ido ganando audiencia. Eminentes tecnócratas, divulgadores del Apocalipsis y ecologistas científicos vienen acumulando evidencias empíricas incontestables del advenimiento de un final civilizatorio, una sexta extinción que nos llevaría a todos por delante. El creciente desorden mundial provocado por el declive de la sociedad industrial sería el preludio de este fin de los tiempos. De sobra son conocidos los malos augurios sobre el cambio climático y el calentamiento global; o las admoniciones sobre el fin del petróleo barato y la escasez energética. A esto se añaden nuevas pandemias o el retorno de antiguas enfermedades que se creían erradicadas y que, sin embargo, golpean con fuerza a las puertas de la sociedad tecnológica, sin que ésta pueda hacer mucho más que verificar empíricamente, con precisas mediciones que, efectivamente, tal cosa está ocurriendo.
Por lo visto, la catástrofe se ha convertido ya para muchos en un punto de llegada ineludible, y les queda a los nuevos administradores analizar los posibles escenarios, elaborar reglamentaciones, legislar sobre el resto de vida que habrá que preservar, y elevar las recomendaciones a quienes tengan el poder de hacerlas cumplir para que «todos entremos en razón». El tono de alarma y urgencia no puede evitar ese regusto a cinismo que deja todo tecnócrata (del gobierno, la industria, la universidad o la sociedad civil) cuando abre la boca.
Porque en realidad esa humanidad, a la que pretenden concienciar con sus tablas llenas de cifras, gráficos y cálculos sobre los años que nos quedan «de seguir así», ha sido reducida a un recurso más que administrar en la nueva etapa de racionamiento. Etapa en la que tendremos el privilegio de ser envenenados con dosis siempre tolerables y concienzudamente medidas. Por ello, algunos de los más desenvueltos representantes de esta burocracia de la catástrofe no tienen empacho en presentar el escenario de declive como una oportunidad para construir de nuevo el mundo, gestionar eficazmente los recursos y «servicios de la naturaleza», y encaminarnos a todos por la vía del encierro definitivo, evidentemente, por nuestro bien. Y además con nuevas y suculentas oportunidades de negocio.
Lo curioso es que dos siglos de industrialismo no les hayan hecho sospechar hasta ahora que la sociedad que iba tomando forma a medida que se aceleraba su desarrollo era algo que cada vez tenía menos parecido con la vida humana que se ha mantenido en un precario equilibrio sobre la faz del planeta durante miles de años. Curioso, digo, porque bastaba tener ojos en la cara para verlo, a no ser que se estuviese muy ocupado, precisamente, en optimizar ese desarrollo y destruir cualquier vestigio de vida inteligente que se le opusiese. Únicamente con atender a la fealdad y al deterioro de las relaciones sociales sería suficiente para condenar cada uno de los progresos de la sociedad industrial. Pero invocar la belleza y el equilibro en la era del despegue científico y tecnológico era ―y es― condenarse a ser tratado como un loco o un idiota. Sin embargo, el gesto de suficiencia de aquellos que nos advierten del fin del mundo (como si ellos tuviesen un salvoconducto en el bolsillo) es lo más parecido a la imbecilidad que conozco.
Esto no quiere decir que el desastre en curso no sea cierto. Todo lo contrario, las evidencias son tan claras que decir: «de no hacer algo inmediatamente, podría ser demasiado tarde», es un ejercicio de hipocresía magnífico. Lo que sucede es que al final de su larga lista de aniquilaciones, llevadas a cabo por la realidad que ellos han ayudado a culminar de forma entusiasta, se encuentran siempre las llamadas a un cambio de rumbo que tendrán que comandar ―como no podría ser de otro modo― ellos mismos. Muy hábilmente se protegen bajo el paraguas de esa humanidad doliente que, para asegurar su supervivencia, no tendrá más remedio que someterse a su modernización ecológica, su desarrollo sostenible, su decrecimiento convivial, o la receta que prefieran para administrar el parque humano en extinción.
Para otros evocadores de la catástrofe, sin embargo, el colapso de la sociedad industrial «por su propia inercia» supondrá una reducción de la complejidad que podría dejarnos, intactos, al inicio de un mundo más amable, liberados ya de las amenazas gigantescas que hemos ido construyendo durante siglos. Olvidan señalar que el capitalismo industrial no es sólo un amontonamiento de máquinas, productos, desechos y venenos varios, sino que es fundamentalmente una forma de relaciones sociales, que ha tenido que destruir las bases sobre las que se alzó, y que determinadas estructuras de poder funcionan mucho mejor cuanto más catastrófica sea la situación.
El hundimiento generalizado de las condiciones de vida ya se ha producido, y para constatarlo no son necesarias medidas de la polución del aire, estudios sobre la concentración de metales pesados en los organismos vivos o contadores Geiger. Mucho menos cuando uno se pregunta, ¿qué podría hacer con el plomo o el cadmio acumulados en mi cuerpo? Para cualquiera que eche un vistazo a los acontecimientos sucedidos durante el siglo XX y la primera década del XXI escuchar que en los próximos años «algo podría ir muy mal» suena a broma de pésimo gusto.
El problema de las verdades incómodas es que no incomodan a casi nadie. Para ser verdades han tenido que esperar a que las sancionen como tales las mismas instituciones que se han encargado de reducir la vida a un conjunto de variables medibles y comercializables. Para que fuesen incómodas habría que presuponer que hay algo de revelador en ellas, que algo ha estado oculto durante todo este tiempo, cuando lo cierto es que lo hemos tenido siempre delante de las narices, como la Carta robada de Poe. Así, quienes pronostican doctamente el colapso que se producirá en breve (pueden ser diez, treinta o cien años), suelen dar por sentado que el correcto funcionamiento del sistema industrial no es lo que nos ha traído hasta aquí y nos ha convertido, de paso, en algo muy parecido a animales domésticos.
De modo que la combinación entre el nuevo rumbo de una sociedad de la emergencia y el encierro culminado en los márgenes del industrialismo, se convierte en el punto de partida del que surgirán las nuevas condiciones de la opresión. Que si se diferencian en algo de las precedentes es en su perfeccionamiento, ya que ante la magnitud del chantaje a que nos vemos sometidos, a muchos las medidas de excepción no les parecen sólo necesarias, sino deseables.
La verdadera catástrofe, que ya ha tenido lugar, ha sido la renuncia a la libertad que supuso la industrialización de la existencia; con la promesa de conquistar el reino de la abundancia, de desterrar para siempre la escasez, domeñar las fuerzas de la naturaleza y socavar las estructuras de una antigua dominación, se la situó en el futuro y así se convirtió en un procedimiento. Al cierre de cuentas, perdida la libertad, tenemos las mismas opresiones reforzadas, y todo aquello que nos podría recordar nuestra condición de seres libres ―no pasado mañana, sino hoy―, se encuentra enterrado bajo un montón de banalidades, subproductos tóxicos, amenazas de desastres inminentes, y un ejército de expertos que trabajan duramente para mantenernos con vida en nuestra cautividad indolora.
[…] Juanma Agulles, “¿Preparados para el fin del mundo?”, Hincapié, 21 de septiembre de 2014 (http://www.revistahincapie.com/?p=6408 […]