Hacía calor en los primeros días de junio cuando me puse a leer Prohibido entrar sin pantalones. Una novela gamberra y radical sobre Maikovski. Esto ponía en la faja publicitaria del libro. Hacía calor en la sala de la biblioteca municipal donde lo leí. Algunas altas ventanas estaban abiertas. Por ellas entraba la vocinglería de la plaza, la normal de los niños y las madres, y esa otra de las obras con sus taladradoras y camiones. Tiré la faja a la papelera porque me estaba dando calor. En vez de una tira de papel, imaginé que era de tejido de punto de algodón. Que rodeaba mi cintura dándole varias vueltas. Así que, como ellos, los futuristas; como él, Maikovski, decidí por ósmosis que me gustaba el estruendo de la ciudad en mis oídos, martilleándome el cerebro. Era el momento de dar oídos, creer a puño cerrado que los mejores poetas de nuestra poca eran Einstein o Emerson. Que el avíón estruendoso que pasó por el cielo galvanizado con una capa de metal, era el objeto poético por excelencia. El futurismo.
Su fundacdor no era un ruso, fue el italiano Marinetti. En su país quiso plantar los cimientos de un mundo nuevo, vibrante, dinámico. Pretendió defender el subjetivismo y el individualismo, frecuentó círculos anarquistas. El futurismo es una revolución estética que va más allá de una tendencia literaria. Es una forma de vida. En Italia respondía a los sentimientos nacionalistas de la época, en confusa amalgama con los avances técnicos de principios del siglo XX. Sentían reverencia por la máquina, amaban la velocidad, la luz eléctrica.
Si en Italia Marinetti incendiaba con la locuacidad arrebatada de su verbo, y el poeta Armando Mazza era famoso por su corpulencia y habilidad con los puños, en Rusia, Maikovski reunía los dos carácteres en su persona. Como programaba el manifiesto futurista de 1909, ninguna obra que careciera de agresividad podía alcanzar la maestría. Era la primera manifestación de terrorismo cultural que animaba a destruir los museos, las biblioetcas, las academias, la moral, los valores. Con el manifiesto, la turbulencia contenida en los escritos de Nietzsche se convertía en un plan de acción (El Puño Invisible, Carlos Granes, Taurus).
En Italia los futuristas estaban en contra del Vaticano. En Rusia, en contra del Zar.
Eran tiempos en los que nadie se avergonzaba de su exaltación; «ni el pensamiento ni la vida es posible sin la dialéctica de los abismos«, se dejaban susurrar en los oídos por la voz venida de ultratumba de Dostoievski.
Mientras en Milán, Roma y otras ciudades de la bota italiana, Marinetti echaba pestes contra la literatura que exaltaba la inmovilidad creativa, el éxtasis y el sueño. En Petrogrado y Moscú un magma formado por futuristas, admeístas, formalistas e imaginistas daban de comer artísticamente a la boca de la revolución bolchevique. A su estabilidad y a las purgas estalinistas después, que los devoraron acusados de insensibilidad social y evasión burguesa.
En la novela de Bonilla están los formalistas Sklovski y Brik; los admeístas Ana Akmatova, Gumilev, Mandelstan; los futuristas Bucliuk y Maikovski; el dramaturgo Bulgakov, autor de El Maestro Y Margarita, barriendo el teatro porque Stalin no le daba permiso para salir de Rusia. Todos contra los simbolistas, con sus buenas maneras, su elegancia, sus cánticos evanescentes, sus pianos de pared, sus meriendas con té y sonetos; todos contra una realidad que tenía la inmutabilidad de algunos siglos, y a la que el bravucón y niño grande Vladimir Maikovski desnudaba diciendo en prosa y verso que la realidad es una creación de científicos, políticos y autoridades competentes.
Los latidos de una época en una novela. Leerla es sentir el pulso de una arteria que está en la muñeca de unos hombres y mujeres que querían eliminar sus hábitos rutinarios, llegar al extrañamiento de un mundo nuevo, o en otros casos, circulando por los arrivismos y aceptación de una relaidad que no llegó a ser la que soñaron. Siempre las nuevas realidades han creado viejas injusticias.
Jesús Bonilla ha hecho literariedad con unos artistas que querían transformar la vida en arte, de una arte alejado de la ideología, un arte libre. Esto no lo podían consentir los bolcheviques en un momento donde la guerra contra los blancos reaccionarios se recrudecía. En Prohibido entrar sin pantalones, vemos la aceptación primera que tuvieron los futuristas y otros movimientos, porque eran la expresión del hombre nuevo, así mismo reparamos en las contradicciones de los que pretenden aportar una doctrina, un sistema completamente elaborado. A todos los acompañamos, rozándoles y tocándoles en sus teorías vividas.