Como si el atardecer cerrando sus párpados de lila obligara a ensanchar miles de pupilas y retardar millones de pasos. Las aceras suenan como un coro de adagios. Las voces huyen de las fruterías para coger ensimismadas los colores selváticos de los mangos, las papayas, de las mandiocas y el yute, de las yucas como grises cachalotes y las aballenadas sandías. Las tapan el vociferio de automóviles y buses y camiones de triste reparto con sus aullidos animales. Las avenidas padecen una urticaria de primeras luces, y todos los aromas son prisioneros recién escapados tiritando ante la inclemente y vaporosa naftalina. De los altivos edificios de cristal ahumado o ladrillo del color del crepúsculo caen lágrimas de lejanía. Las carnicerías árabes y los puestos chinos, las tiendas de textil italiano, las librerías de viejo, los tugurios mexicanos, los puestos cojos de perritos calientes, y las ferreterías de otra época y las futuristas tiendas de televisores en tecnicolor y los pequeños locutorios de cambio y alimentos regidos por centroamericanos, todas ellas tardarán en cerrar sus luces de búho; la noche será inconmensurable con su ronroneo de gato infinito. Bajo los puentes trémulos y bajo los refrigeradores calenturientos de los mercados dormita una legión de vagabundos abrazados a perros sordomudos. Reinaldo Arenas sale del tibio portal del número 338 oeste de la calle 44 para recibir el hálito gélido del noviembre. Desearía, de seguro, observar la estela de guacamayos guareciéndose en la negritud selvática, masticar el aire con sabor a tierra de su patria primigenia de Aguas Claras, o abrir sus besados labios para recibir la iracunda y azucarada y caliente gracia del monzón caribeño sin hojas de palma volando por los aires sin caderas. Pero en su exilio sin estaciones, esta ciudad que pisa Reinaldo es un volcán de habitaciones en edificios del siglo pasado, librerías corsarias, parques donde se recita, y hasta en el correo recibe abrazos y cartas, y sus papeles no prenden azulados en patios de comisarías, sino que lloran como rabiosos recién nacidos en las librerías de esta descomunal ciudad y en otras en todo el orbe de habla castellana. Le desterraron los necrófilos comisarios, los vetustos cortesanos y los abyectos próceres de la Cuba revolucionaria, o el obsceno sanedrín de milicos de agrio sudor moral que con ella se hicieron, y, sobre todo, los pusilánimes escritores de prestigio laceroso que lo desterraron del fenómeno del boom literario latinoamericano. Aún hoy Reinaldo Arenas resiste la negra sepultura de no estar considerado un autor de ese boom, a la altura de García Márquez, Julio Cortázar, Vargas Llosa, Octavio Paz o Carlos Fuentes.
Las hogueras rosáceas de las razias fantasmales brasean. Ninguno de los canonizados escritores del boom sufrió la millonésima tortura que marcó las carnes y el alma de Reinaldo Arenas en comisarias y prisiones. Ninguno vio tributar semejante sacrificio de humillación y pena, y convertirlo en un iridiscente vuelo de esperanzada y vital prosa. De rítmica magia descompasada. Y ninguno llegó a su cúspide poética. Su tormento de proscrito, y, por tanto, sin derecho a sueldo ni sustento sino a través de la clandestina solidaridad de allegados y gente de brava honra, permitió a Reinaldo vivir de sobras y perecer en los lúgubres calabozos de El Morro o La Cabaña o Ciudad Del Este. Fue el más brillante escritor cubano desde Lezama Lima. Y esto es decir cumbres mayores.
Reinaldo Arenas. Homosexual y convicto 53.496 en los penales de corrección revolucionarios, extiende sus alas de pelícano con el pico pintado y entra en el cielo de la creación con su Inferno, una volcánica antología poética como jamás se haya escrito en América latina en todos los tiempos. Reinaldo, esclavo sin número entre la gleba presa, de proscritos, huérfanos y sospechosos sin edad que en 1972 van a desbrozar, a riesgo de perder su vida a culatazo, las hectáreas del castigo; el líder ha cifrado las toneladas de fallida caña de azúcar que sobre cada espalda vuestra ha de cargar en aras a conseguir las loas a la irrealidad, y el delirio febril revolucionario.
“Cárcel, cárcel, cárcel
Al terminar el día, al hundirse bruscamente el sol entre esa opresiva y viscosa muralla que contra el cielo forman las aguas contaminadas, qué sensación de grito ahogado, qué añoranza de algo que no conocimos, qué frustración queriéndose alzar, qué ansias de no estar fijos, sepultados y mirándonos, marchando directamente hacia abajo. Qué ruego ahogado nos insta a partir y a la vez encadena… Al terminar el día qué tropel de voces, qué sordos gritos unidos al horizonte rasante, qué intención de explicar, qué alta y sonora protesta al abrir los labios reduciéndose a una digresión trivial repleta de palabras mil veces transitadas… Al terminar el día, qué pesado vapor enjalbegado de insectos cae pesadamente sobre los árboles de plomo repartiéndose sobre las cabezas aletargadas de nueve millones de engendros letárgicos.
Endocarditis Lenta
Weyler Valeriano Dictador
Cefalitis Avanzada
Machado Gerardo Dictador
Neuritis Periférica
Batista Fulgencio Dictador
Castro Fidel Dictador…»
«Yo he visto, yo he visto
Yo he visto no la tortura psicológica, no los sofisticados experimentos bioquímicos, no el tecnificado crematorio, ni siquiera la velocísima (ya lo dice su nombre) silla eléctrica – recuerde que estamos en una prisión tropical que es además el primer territorio libre de América, por lo tanto , aquí no son necesarias esas fuerzas –, yo he visto alzarse el machete y abrir de un solo golpe un cráneo rapado, he visto la estampida a boca de jarro contra un hombre maniatado y amordazado, he visto la patada en el rostro, el sorpresivo cabillazo en el lomo o la fulminante puñalada en el vientre otorgada a “un objetivo político” por un preso común que resultó ser un oficial condecorado por el mismísimo Premiere. Yo he visto entrar toda una tropa en la galera y, verdaderamente sin discriminación, repartir rebencazos al tuntún…”
“Oración
¿Qué nuevo ritmo descubriré hoy? ¿Qué palabra que ya parecía irrecuperable me devolverá la infancia? ¿Qué colores sorprenderán mis ojos? Entre los pinos, ¿Qué trino escucharé que a toda costa querré imitar? Junto a un madero podrido, ¿Qué flor, hongo o caracol será el colmo de mi alegría? ¿Con qué estruendo me saludarán las olas? Al sumergirme, ¿Qué nuevos paisajes submarinos descubriré? ¿Con qué colores me perfumará el mar? ¿Qué hoja sin igual encontraré entre la yerba? ¿Qué espléndido adolescente me dejará petrificado al doblar el callejón? ¿Qué tesitura, qué brisa, qué suave aire me ofrecerá la tarde? ¿Qué canción remota escucharé y me hará recordar otra canción remota y me conminará a cantar otra canción remota? ¿Qué pequeña piedra reclamará mi atención y me guardaré en el bolsillo? ¿Qué voz alegre retumbará a mis espaldas y me devolverá la alegría? ¿Qué grupo de nubes nunca antes contemplado contemplaré hoy? ¿Qué puesta de sol me envolverá hasta difuminarse? ¿Qué pedazo de rama me llevaré a la nariz y su perfume será una aventura única? ¿Qué negro gigantesco me hará una señal que no podré ni querré eludir? ¿Qué vidrio destellará en mi honor un brillo súbito? ¿Qué repentina calma caerá sobre el mar y me hará conocer la plenitud? ¿Qué batir de árbol me desconsolará? ¿Qué libro abierto al azar me restituirá la fe en las palabras? ¿Qué mosca, vestida de fiesta, pasará zumbando sobre mi cabeza? ¿Qué recogimiento exhalará el oscurecer y su complicidad me abarcará? ¿Qué inenarrable esplendor ostentará el cielo? ¿Qué íntimos cuchicheos poblarán la noche? ¿Con qué bella imagen en la memoria me quedaré dormido? ¿Qué silbido lejano me hará soñar que aún soy aquel y que estoy vivo?… Oh, Dios, de todos esos milagros, concédeme, aunque sea el más insignificante.”
Vas a pintar, Reinaldo, plantas con raíces al revés que buscan en el cielo su alimento. Hojas móviles que al mirarlas cambien de posición y hagan preguntas imposibles. Pintarás un montón de huesos pudriéndose en un yerbazal. Pintarás la lengua esplendorosa y desesperada, la ciudad con su cielo de desastre. Pintarás un plato inmenso lleno de espaguetis hechos con los cabellos, espaguetis que el Premier engulle ante los ojos embotados y hambrientos de la multitud que abajo espera libreta en mano mientras hace la cola del pan que no llegará. Pintarás el ánimo tenebroso de las palabras en los huesos saliendo de las cárceles, la luz cegadora de la libertad; pintarás la absoluta pobreza de lombriz y granos de tierra, pintarás el hechizante apocalipsis de la lluvia que pronuncia violentísima tu nombre de chiquito.
“The parade ends
Paseos por las calles que revientan,
pues las cañerías ya no dan más
por entre edificios que hay que esquivar,
pues se nos vienen encima,
por entre hoscos rostros que nos escrutan y sentencian,
por entre establecimientos cerrados,
mercados cerrados,
cines cerrados,
parques cerrados,
cafeterías cerradas.
Exhibiendo a veces carteles (justificaciones) ya polvorientos,
CERRADO POR REFORMAS,
CERRADO POR REPARACIÓN.
¿Qué tipo de reparación?
¿Cuándo termina dicha reparación, dicha reforma?
¿Cuándo, por lo menos,
empezará?
Cerrado… cerrado… cerrado…
todo cerrado…
Llego, abro los innumerables candados, subo corriendo la improvisada escalera.
Ahí está, ella, aguardándome.
La descubro, retiro la lona y contemplo sus polvorientas y frías dimensiones.
Le quito el polvo y vuelvo a pasarle la mano.
Con pequeñas palmadas limpio su lomo, su base, sus costados.
Me siento, desesperado, feliz, a su lado, frente a ella,
paso las manos por su teclado, y, rápidamente, todo se pone en marcha.
El ta ta, el tintineo, la música comienza, poco a poco, ya más rápido
ahora, a toda velocidad.
Paredes, árboles, calles,
catedrales, rostros y playas,
celdas, mini celdas,
grandes celdas,
noche estrellada, pies
desnudos, pinares, nubes,
centenares, miles,
un millón de cotorras
taburetes y una enredadera.
Todo acude, todo llega, todos vienen.
Los muros se ensanchan, el techo desaparece y, naturalmente, flotas,
flotas, flotas arrancado, arrastrado,
elevado,
llevado, transportado, eternizado,
salvado, en aras, y,
por esa minúscula y constante cadencia,
por esa música,
por ese ta ta incesante.”
Y la muerte, Reinaldo, de tanto buscarte, tú vas a cercarla, adelantando su incandescencia, arrebatándola el verbo y su predicado, a los cuarenta y cinco años. Es tan dichosa la hendidura de tu litúrgica existencia; en efecto, el tintineo de tus besos, la pasión de sonata nocturna de los grillos nocturnos exiliados en tu garganta primero, después en tus dedos, y por último en tus poemas, en tus relatos; los latidos de tu corazón quebrándose como buques a la deriva con su espinazo de madera noble crujiendo en mitad del océano. En cada puerto y en cada cala llegaron tus auxilios en botellas del color de los astros. Pero pusiste fin a todo antes de que llegase el fin. Sales del gélido portal 338 oeste de la calle 44 para encontrarte 34 años después conmigo, con todos, pero sobre todo con ellos, los que aún viven, muertos o muertos del todo y para todo, en el país no de las palabras y el lenguaje infinito, sino la delación, no de la revolución de la vida sino de la oquedad de los días con grilletes de esparto.
Los noticiarios decían, soliviantados en su intrascendencia, que el SIDA. El poeta y escritor cubano Reinaldo Arenas ha decidido poner fin a su vida este siete de diciembre de 1990 en la trémula y tiritante ciudad mundo de Nueva York.
Hay un perdón de huracán sin tiempo para quienes te golpearon y no acertaron al darte el certero golpe. Porque el ignominioso inquisidor, el criminal de hebilla ideológica, el indiferente pero ávido y calculador, el inefable, y el ahorcador, requieren, antes que el exterminio de los enemigos, una confesión. Y ahí, todo el lúgubre artefacto del todoimpoderoso poder fracasó hecho añicos, Reinaldo. Tus versos, pirotecnia colosal de las galaxias y elementos florales del universo en celebración, son el haz de cometas libertos que no se para ante el semáforo de las morales negras. Todo acude, todo llega: la carne reencarnada, el cartílago de la esperanza, tu verso quebrado y expandido, el grito, abierto a pecho descubierto, con las venas henchidas por última vez. Reinaldo, reinacido.
Para saber más
Antes que anochezca. Reinaldo Arenas. Tusquets, 2010. 352 páginas. 10,95 euros.
Iferno. Poesía completa. Reinaldo Arenas. Editores argentinos, 2013.
El color del verano. Reinaldo Arenas. Tusquets, 2010. 472 páginas. 10,95 euros.
El Mundo Alucinante. Reinaldo Arenas. Tusquets, 2023. 304 páginas. 19,50 euros