
Una neblina cobriza posa sus débiles pies sobre la desierta carretera. Ya no es la hora, es cierto, sino un destiempo más de mi mente. Una comitiva de cuervos atraviesa fúnebre esta mañana de resignación. No sé si es un presagio o un encendido vestigio del pasado. Sé que hace cuarenta y seis años, todo estaba igual. Y que después vinieron los gritos, secos y sordos. Y después los disparos, procedentes de todas las esquinas de la historia y de los bunkers desconchados. Los fusiles y las flechas se oxidan en los alfeizares acompañados por un himno decaído de supervivencia. Los uniformes roídos empolvan el sueño de las victorias pírricas que se celebraron como grandiosas. En los recovecos sutiles del país una nueva grisura de trajes y gestos, de celebración y vivencia plañida, rellena el paisaje. Todo transita bajo una forma de efeméride caduca. Un cálculo viscoso recorta los días que fueron mientras se resiste al futuro que repite la negrura insulsa de un presente desmemoriado. Y la noche va cayendo sobre la lápida de un presente ignominioso.