Gusanos
Por la avenida circulaba una hilera de gusanos. El primero se preguntaba sobre el origen de la materia. El segundo se interpelaba sobre la aceleración de la expansión del universo.
Otro arrastraba un interrogante como pesada carga en su blando cuerpo, ¿qué fue antes, la galaxia o los agujeros negros?
Había uno, casquivano él, que intentaba con apariencia resolutiva detectar los púlsares de su gusanil vecino. Otro más filósofo, tenía prendidas grandes conjeturas en su diminuta cabeza: ¿entendería alguna vez la naturaleza de la antimateria? y cosas así.
Por el medio de la fila, un tanto irrespetuoso con las leyes de la recta, había uno contráctil, y como dividido, en anillos que andaba indagando cómo comenzó a ser la primera bacteria 3.500 millones de años atrás.
Aquel que estaba un poco alejado de su colega, empírico él, deseaba salir cuanto antes del pavimento para llegar a la tierra y sentirla como algo vivo, intuición que le honra, pues ya la tuvieron Bruno y Spinoza.
A quien cerraba la fila, la nostalgia le había irradiado el eco de un Bing-Bang; pesaroso y cabizbajo estaba claro que pasaba por una mala racha. «A medida que cumplimos años, es normal que miremos hacia atrás»- pensaba el que le precedía.
Ciertamente eran unos gusanos de mucha hondura reflexiva. Ni siquiera el ruido de unos zapatos acercándose y unas voces altas y atronadoras les sacó de sus cavilaciones.
Es de suponer que todos pensaron que el destino que les esperaba era invevitable, mientras a sus diminutos pabellones auditivos iban llegando los resultados de los partidos de fútbol de la jornada. Como mandamientos de unos dioses rugientes que celebraban las filigranas de los futbolistas.
Una solución zoológica
Empezó adoptando la posición encorvada de los que creen que en el suelo de las calles se encuentra algún tesoro inverosímil. Ciertamente, otros lo hacen por el peso de los años, pero no era su caso. Lo que le ocurría era que no podía resistir la tentación de leer los papeles que se encontraban tirados por doquier.
De esta manera comenzó una evolución hacia las formas mas obvias de los saurios. Se fue inclinando hasta que su vientre se pegó al pavimento. Ya nada podía despistarle: los colores del cielo, la forma de las nubes, las caras de los transeúntes, los copiosos escaparates de las tiendas, nada.
Una especie de concentración animal le mantenía vigilante cuando veía papeles detenidos como pastando, o revoloteando como insectos de numerosos colores a unos centímetros del suelo.
Leía hojas sueltas de periódicos, arrugadas y amarillentas. Pedazos de cartas manuscritas. Facturas hechas trizas. Prospectos de publicidad. Mensajes anónimos de renglones apretados. Libros arrojados al suelo con sus vísceras abiertas como enfermos. Todo tipo de letras se extendían ante sus diminutos ojillos.
Comenzó a notar cambios sustanciosos en su cuerpo. Sus ojos se hicieron rotatorios, podía ver por delante y por detrás sin mover el cuello. Ocurrió que éste desapareció y se junto con el filiforme tórax. El tamaño del cerebro se fue empequeñeciendo. El cuerpo alargando.
Tanto como la sensación que había encontrado su sitio.