
El primer día Sofía Andrukovich y su perra Zlata en la estación de metro de Mins´ka en Kiev. Cientos de personas abarrotaban los andenes. Encontró un pequeño espacio al lado de una familia numerosa con muchos niños y un abuelo cada vez más enfermo. Su gato orinaba de miedo y el olor impregnaba el espacio convertido en terruños de desamparo. Algunas personas estaban mejor pertrechadas que Sofía y su perra: habían traído sillas plegables, mantas y termos de té caliente. A Sofía apenas le dio tiempo a empacar una maleta antes de que los obuses rusos hicieran blanco en las primeras viviendas de Kiev. Incapaz, recuerda, de resolver el enigma de qué es preciso llevar consigo si es posible que nunca regreses a tu hogar o morir en cualquier momento, al final salió de su casa con las manos vacías.
Antes de tomar esa decisión Sofía era escritora. Tras nueve días en el metro de la estación de Mins´ka se siente incapaz de unir dos palabras. Los misiles rusos han seccionado el tejido temporal transcendente. Sofía tiene que hacer un esfuerzo sobrehumano para recordar cómo era su vida antes de abandonar su hogar. “Los que sobrevivan podrán reflexionar sobre todo ello”. El lenguaje en el microcosmos de la estación de Mins´ka es exaltado, rabioso, supura un odio exiguo. Y en medio de todo eso, o quizá por eso mismo, dice Sofía, “hablamos de nuestro amor mutuo como nunca antes lo habíamos hecho, como si nuestras vidas dependieran de ello”.
Más que los alimentos o la bebida o el calor para calentar los entumecidos cuerpos, lo que los refugiados en la estación de Mins´ka necesitan son palabras. Recibir palabras de Andrey, con quien todas las mañanas Sofía salía a correr por el Barrio de Obolon, ahora devastado. Antes de la guerra, Andrey, poeta, trabajaba para una editorial. Ahora está en el ejército defendiendo Kiev. Necesita Sofía palabras de Zoya, su abuela. Tiene 93 años y vive en Chernihiv, bombardeada si piedad durante días. Se le acaban las medicinas. Cuando hablan Zoya, recuerda su infancia durante la Segunda Guerra Mundial. Sentada junto a la ventana consiguió ver el rostro de un piloto de combate alemán.
Alguien comenta en voz alta desde el otro andén:
– Los rusos son asesinos. Como nuestro ejército les está dando la patada, atacan a la población, ¡criminales!
Los niños de la familia que se acurruca junto a Sofía y su perra le dan un claro significado a lo que pasa fuera de la estación: esto es Harry Potter contra Voldemort. Sofía recuerda una vez más a su abuela mirando al piloto de combate alemán. Lee en el móvil las acechantes noticias: durante la noche, los cohetes rusos Iskander vomitaron contra la ciudad de Zhytomyr. Destruyeron el Museo María Prymachenko y redujeron a cenizas todos los cuadros. Esta mañana, en Berdiansk, un soldado ruso disparó a un anciano por negarse a entregar su teléfono móvil. En Mariupol, los cadáveres se cuentan por cientos.
Mientras en las afueras de la estación de Mins´ka los misiles impactan en los hospitales, los edificios altos, en autobuses, ambulancias y vehículos, en Rusia se arremolinan un viento de contenida indiferencia y otro de estupor. No hay manifestaciones a favor de la guerra, y mucho menos una avalancha de voluntarios dispuestos a morir para tomar la histórica Ucrania. Se despierta en el gélido aire del marzo rusa una grieta de llanto que saldrá de las madres de los soldados rusos fallecidos. Pueden rondar los nueve mil según el cálculo del ministerio de defensa publicado por unas horas en el periódico afecto al régimen Komsomolskaya Pravda el 20 de marzo. La matanza de hombres, mujeres y niños ucranianos por reclutas adolescentes rusos desconcertados no crea unidad sino desesperación.
Mientras en las calles continúa la matanza de hombres, mujeres y niños, en los refugios improvisados como el de Mins´ka nacen niños. Es una nueva victoria: la vida alumbra en las catacumbas de la barbarie criminal. La madre de los niños que ya duermen exhaustos por el miedo se reclina hacia Sofía
– Dios está en Ucrania y combate con nuestros soldados.
Sofía piensa si esos recién nacidos, si esos niños adormilados tensamente, y todos los niños de Ucrania perdonarán a los ahora recién nacidos en Rusia, a los que juegan en las plazas junto a sus abuelos y padres vivos o a los que dibujan banderas rusas y tanques en las escuelas y guarderías. Los cementerios donde se entierren a los niños ucranianos muertos por las bombas de fósforo y la metralla ancharán sus muros hasta conquistar las mismas fronteras mentales del país
Los traidores
Vladimir Putin no ha leído a Pecherin. Vladimir Pecherin nació en 1807 en Velyka Dymerka, entonces parte del imperio ruso y hoy pequeño poblado al norte de Kiev bombardeado por el ejército ruso. Pecherin fue un poeta que, próximo a los socialistas utópicos, abandonó la Rusia zarista. En una carta dirigida al Zar, afirmaba su deseo de no regresar a su patria entre cuyo gobierno y habitantes era imposible encontrar la huella de su Creador. Fue el primer exiliado político ruso. El primer traidor. Cuán dulce es odiar la propia tierra madre y esperar ávidamente su ruina… y en su ruina columbrar la aurora del renacimiento universal. Pecherín comprendía que es posible amar al propio país al mismo tiempo que se odia su sistema o sus zares.
Vladimir Putin tiene una concepción especial de los traidores:
“Occidente está tratando de dividir nuestra sociedad utilizando, en su propio beneficio, las pérdidas en combate y las consecuencias socioeconómicas de las sanciones, y provocar disturbios civiles en Rusia y utilizar su quinta columna en un intento por lograr este objetivo. Como mencioné anteriormente, su objetivo es destruir Rusia. Pero cualquier nación, y más aún el pueblo ruso, siempre distinguirá a los verdaderos patriotas de la escoria y los traidores a los que se debe escupir como un insecto en la boca al suelo. Estoy convencido de que una auto desintoxicación natural y necesaria de la sociedad como esta fortalecería a nuestro país, nuestra solidaridad y cohesión y nuestra disposición a responder a cualquier desafío».
Kostia Alexandrovich abandonó el carro de combate que pilotaba el mismo día que cumplía 21 años. Todos los reclutas de la columna de cinco blindados hicieron lo mismo. Llevaba Kostia Alexandrovich un sabor de sangre en el paladar reseco desde hacía días. No contaba los días del mes sino por el número de las maniobras que habrían de ser tres, como les había prometido su capitán. Kostia y sus catorce camaradas huyeron de la premura. La premura de una muerte segura, la premura de causar más muerte de la que habían provocado en el quinto día camino de reducir la ciudad de Kiev a una esquelética Stalingrado. Kostia, hoy sin paradero, tiene algo en común con Putin. Tampoco ha leído a Pecherin. Y a Pecherin le une que abandonó su carro de combate para vagar sobre la llanura bosquecina de Veyka Dymerka, la misma que pisó el poeta antes de traicionar su patria.