
Cuando Evgen Bavcar tomó su primera fotografía estaba totalmente ciego. Fue una tarde de 1961, probablemente una tarde ventosa de las tan comunes al oeste de Eslovenia. El joven Evgen, de dieciséis años, le pidió a su hermana su cámara Zorki 6, una copia soviética de la Leica de inicios de los años sesenta, y le hizo un retrato a la chica de la que estaba enamorado. En el colegio regular de Nova Gorica al que Bavcar pudo ingresar tras convencer a todos de que podría estudiar pese a que había perdido la vista cinco años antes, las muchachas posaban sonreídas, los chicos les sacaban fotos y Bavcar, el único niño que no veía nada, quería lo mismo que los demás.
— Lo que es trágico en la vida de un ciego, o al menos así me parecía en esa época, es que nos enamoramos por el intermedio de otros. Si los otros muchachos me decían que una chica era bella y a ellos les gustaba, yo también me enamoraba.
Cincuenta y cinco años más tarde, en su modesto departamento de París, donde siempre ha vivido solo, Bavcar recuerda ese episodio logrando que el humor se sobreponga a la nostalgia. La fotografía se le presentó como un recurso para no sentirse relegado, pero ese primer disparo le enseñó también que no bastaba hacer lo mismo para ser como los otros.
— Nuestra tragedia es que, para ser igual, hay que ser mejor.
Y entregó todo para cumplir ese designio. Obtuvo un doctorado en filosofía en la Universidad de la Sorbona y luego dos doctorados honoris causa, uno por la Universidad de Nova Gorica y otro por 17, Instituto de Estudios Críticos, de México. En paralelo, aprendió siete idiomas (esloveno, serbio-croata, ruso, italiano, alemán, francés y español), investigó el universo de la estética y la imagen, escribió libros, inspiró películas. Empezó su carrera de fotógrafo profesional a mediados de la década de los ochenta, cuando tenía más de treinta años, y desde entonces mantiene series que, pese a la variedad de sus temáticas, se sostienen en los mismos fundamentos: destellos de la memoria, traducciones de la imaginación, representaciones de los sueños. Son retratos de mujeres —desnudas o no—; paisajes de su tierra natal —los únicos que alcanzó a ver con sus ojos—; tomas nocturnas de ciudad —rincones donde llega poca luz artificial—; esculturas, monumentos, vestigios de la Historia sobre los que posa su mano para que el tacto compense la vista ausente. Son imágenes donde aparecen figuras de ángeles y golondrinas, seres que evocan su mística y los días de una infancia alegre.
Cuando realiza fotos en exteriores necesita la ayuda de alguien que le describa el escenario, pero cuando hace retratos o dispara frente a objetos a los que puede acercarse, utiliza sus manos para ubicarse en el espacio y medir la distancia. Aunque en los últimos años ha incursionado en la fotografía digital a color, la mayor parte de sus series más destacadas están hechas en película en blanco y negro, y mucha de su obra, caracterizada por un altísimo contraste del claroscuro, está intencionalmente alterada por corrientazos lumínicos —logrados por la acción de pequeñas lámparas que utiliza para iluminar y crear efectos artificiales— que le confieren una estética fantasmagórica e irreal.
Y Bavcar jamás ha visto una sola de esas imágenes. Al menos no como pueden verlas los demás. Pero a todas las ha deseado.
—Lo que significa el deseo de imágenes es que, cuando imaginamos las cosas, existimos. Cuando un ciego dice imagino, significa que él también tiene una representación interna de realidades
externas.
Con su trabajo, que ensambla búsqueda estética, reflexión intelectual y reivindicación política, ha participado en más de ochenta exhibiciones internacionales y se ha ganado, un tanto a su pesar, el membrete del fotógrafo ciego más célebre del mundo.
—Hay que liberarse de ese título. Eso me ubica en una suerte de gueto. Yo soy un artista conceptual que utiliza la cámara fotográfica. Si soy ciego, es por el azar.
La fachada mustia del edificio donde vive no calza en el estilo haussmaniano típico de Denfert-Rochereau, zona de clase media al sur de París. A partir de la puerta de entrada, Bavcar repite, guiado por la costumbre, el mismo ritual desde hace más de tres décadas: ocho pasos por un callejón angosto hasta una segunda puerta. Luego, cuarenta gradas que montan en espiral hasta la primera planta. Ahí atraviesa una terraza alargada de treinta metros que desemboca en una entrada, detrás de la cual hay dieciocho gradas que llevan al segundo piso de un edificio interior desde donde, quien ve, solo verá cemento, buhardillas y una dentadura de chimeneas ocres. Su departamento está a la derecha. Los visitantes encontrarán la puerta abierta y la luz encendida. Él estará de pie en medio del salón con el brazo estirado, esperando a que estrechen su mano regordeta.
Evgen Bavcar lleva el que parece ser un estudiado atuendo de trabajo: camisa blanca, pantalón deportivo gris, medias azules, sandalias blancas como de hospital y una larga bata negra tipo pintor que le da un aire enigmático. Mide aproximadamente un metro con sesenta y cinco, tiene el cuerpo robusto y la piel muy blanca y muy tersa, inusual para un hombre de setenta años. Es calvo, pero el pelo blanco que le queda a los costados está recortado cuidadosamente, y su barba grisácea estilo candado finamente tallada. Lleva lentes de marco rojo y vidrios transparentes que dejan ver, entre la apertura parcial de sus párpados, sus ojos celestes.

Este es el comienzo de la primera de las catorce crónicas que Santiago Rosero reúne en Un fotógrafo ciego y otras crónicas de París, publicado por Pepitas de calabaza. Santiago Rosero, (Quito, 1978) es un periodista consagrado en su país, pero desconocido en España. Este mosaico narrativo nos presenta a un autor con una mirada tan original, a pesar de remar en el canon de la crónica, como poética y profunda. Original porque encuentra ángulos insospechados a través de los cuales mirar una ciudad y extraer sus significados contradictorios, abusivos. Los personajes paradójicos y alejados del cliché social y político a los que acompaña Rosero ofrecen la viveza de lo desconocido. Aquí parece residir el arco de bóveda en las piezas narrativas de Rosero: la realidad, con su cantidad de discursos y timbres, está fuera de ese espectáculo de sombras.
No es casualidad que París sea el epítome europeo de todas las disidencias intelectuales, artísticas y vivenciales, aunque al mismo tiempo la avenida de su integración en el chouvinismo de lo posible. Y del glamour estético, de cuyo mundo, el de la moda o la gastronomía, Rosero encuentra a disidentes: un fotógrafo ciego laureado; un chef que sirve comidas con alimentos recuperados en el basurero de una gran superficie; un modisto ecuatoriano que abandona la alta costura para crear una marca benéfica; un modisto alcoholizado acusado de antisemitismo; una cantante colombiana que acompañó a García Márquez a recoger el premio Nobel. personajes con capacidad para deshacerse de las cosa, en un signo de inconformidad y de resignanción correcta, envueltos en una atosigante mundo efímero y devorador, París la ciudad del sucedáneo y el jacobinismo más salvaje. Todos los personajes, hormigas ciegas
Rosero presenta una prosa luminosa y austera, que en su paleta de colores tiende al gris, quizá porque la mayoría de sus protagonistas pertenezcan a la bourgeois bohéme. Y aquí es donde la crónica tiene su mayor virtud y al mismo tiempo un deja vú por momentos de cristalina corrección moderna. Pero Un fotógrafo ciego y otras crónicas de París es un gran trabajo, honesto, aportador.
Un fotógrafo ciego y otras crónicas de París. Santiago Rosero. Pepitas de calabaza, 2023. 208 páginas. 20,50 euros.