No sé desde cuando soy periodista – ¿se llega a ser una cosa así? – pero sí sé desde cuándo no me gusta Tom Wolfe: desde siempre. Fue un escritor exquisito para la inteligentsia cultural a ambos lados del océano atlántico. Un precursor, decían sus promotores y repetían sus alabadores. Nunca descubrí tal capacidad dentro de sus libros, aunque sí fuera de ellos. Consegúi temrinar de leer dos obras menores suyas; no pude con la Hoguera de las vanidades. A base de preguntarme el por qué de tanto reconocimiento, terminé hace años por desarollar una teoría: Lo que Tom Wolfe inventó fue su público. Los bienpensantes caviar me van a perdonar la blasfemia, pero para mí Tom Wolfe está a la altura de Stieg Larsson. Del autor sueco me asombró, con el asombro palurdo de un científico de esos de las ciencias sociales, su éxito hace una década. Larsson y su trilogía eran una paradoja absoluta pero al mismo tiempo una muestra vívida de la era del sucedáneo en la que vivimos. Comprendí por qué Larsson no había tenido reconocimiento en vida: sus novelas son apenas notas de un mal reportaje: personajes clichés y planos, sin psicología propia,al capricho del autor; los nudos de la trama a veces saltan como un vinilo rayado; en cada novela no hay ni una sola metáfora. Y si el demérito era la causa de su «olvido» en vida, -¿cual era la fama de esa obra ahora? ¿El tema – la violencia socializada hacia las mujeres en una sociedad blanca y caucásica -? ¿la prosa? ¿El autor? Ninguna de estas razones se me antojaba suficiente. Fue una tarde que escuché a la periodista Julia Otero hablar del libro, recomendarlo más bien. Entonces me dije: es el público. Tom Wolfe era un autor consagrado no por su obra, sino excluvamente por su público y una parte importante de los aparatchik culturales. Leer a Wolfe era chic. Seguirá siendo chic.
No voy a enumerar los deméritos de Wolfe. Pienso que son pocos. Lo que me ha irritado desde hace treinta años del establishment editorial que lo aupó y mantuvo en la cima, es que los atributos de Wolfe fueron de otros muchos antes que de él. El nuevo periodismo no lo inventó él. Ni siquiera lo readaptó alguien de su generación. Ni siquiera alguien de su país. Ni siquiera alguien de su siglo. Sus editores y los editores del establishment tienen ese mezquino perdón por la mentira porque en buena gran o exclusiva medida, según los casos, de lo que se trata es hacer business. Y a su público ha de concedérsele el cínico perdón de no leer mucho más y no poder saber el exacto o aproximado lugar que en realidad le corresponde a Wolfe y sobre todo a su obra.
Wolfe nunca dejará de ser chic. Quién puede tener algo en contra. Desde el 15 de mayo, día en que falleció, su obra sin embargo no ha exprimentado el degradante mérito de verse revalorizada, a diferencia de la de Stieg Larsson tras su muerte. Y esa me parece la noticia de la muerte de Tom Wolfe. En su favor.