Aunque puede que sea más que una suposición, imaginemos que aquello que se llama mágicamente “la izquierda” sea una isla. Una isla con diferentes riscos de materiales esenciales comunes, pero de formas y hosquedades particulares. Imaginemos, aunque sea más que una imaginación. La líder de Podemos, y ministra de trabajo. Yolanda Díaz trata de recuperar el ingente número de habitantes de la isla, contados por millones que la han abandonado lanzándose al ultramar. La placidez estética de Yolanda Díez, sus banderas de colores clarísimos casi sin tonalidad y una ensayada bisoñez, no han obtenido resultado en la cuenta de resultados. A la isla no regresan los exiliados, ni los expulsados, ni los desencantados, ni los heterodoxos; ni siquiera los expectantes. A sus ojos la isla sigue teniendo la forma volcánica y de páramo que se trasluce de los prefabricados mensajes de urgencia de la líder de Podemos. Un sol estricto de autosuficiencia baña el día en todos los ángulos isleños. Un aire de verticalidad gelatinosa y glacial adereza el bochorno de una significancia menguante.
Yolanda Díez parece una alumna aventajada de Tocqueville y esgrime como estrategia lo que el perspicaz observador descubrió hace dos siglos era el argé de la democracia en Norteamérica: cambiar todo para que nadie cambie. Díez quiere aplicar a la isla esa pócima en infinitivo, sumar, abandonada la conjugación activa y en presente que se ha venido a convertir con una premura sorprendente en añeja y obsoleta.
En la refundación que por los altavoces de las desconchadas farolas de la isla se anuncia, hay más silencios que eslóganes. Un silencio de reflexión, de autocrítica, una empecinada negativa a reflexionar sobre el verticalismo que, aunque con el label de democrático impostado vehicula el partido y la relación entre su nomenklatura, la estrecha militancia y el mercado de votantes.
Yolanda Díaz afirma una cosa, quiere otra, y en medio sucede lo de siempre en la izquierda: los intereses orgánicos son una balsa llena de líderes a la deriva en un océano real que lleva a costas no deseadas. Díaz afirma que su germen de partido no es un partido. Quiere acariciar maternalmente los oídos que aún rememoran el 15-M que pronto fue cooptado por quienes desde dentro de él organizaron ese partido. Díaz no quiere Césares ni Agripinas pasados que enturbien la imagen del futuro partido, pero las caras que la acompasan tienen el rostro cargado de pasado ortodoxo.
Díaz resume en su imagen de ciudadana de alta clase media el dilema insuperable de la izquierda. Esta, en el diván del psicoanalista al que se niega a ir, debería responder a las incómodas preguntas de nuestra modernidad: qué debiera ser la izquierda hoy, si una corporación del Estado o una corriente del cambio cultural; si la forma partido es o no la causa de la corrupción moral y material de la democracia; si la sociedad, sus desigualdades, si la derrota del saber y las humanidades, además del de algunas ciencias, favorece la administración de la vida por el poder político, pues reinan la obscena consigna, el zafio eslogan, la perniciosa polaridad y las estrategias de grupo sectario que tanto ha explotado y continúa explotando todo el arco ideológico, y la izquierda con destacado ahínco.
Yolanda Díez no está por la labor de entrar en estas lides reflexivas, sino en perfeccionar la consigna, el eslogan que no funcionaron. No hay un atisbo de mala intención: ella es el espejo donde ensombrece la izquierda pretendiendo lucir un nuevo traje de luces. No hay atisbo de límites utópicos, puesto que la nueva utopía de Díez se circunscribe a crear un aparato que permita prolongar un gobierno de izquierdas. Es decir, el viejo gobierno nuevo liberal de izquierdas que ya empezó a gobernar en 1982.
La desafección en la isla de la izquierda, es paradójicamente, una confederación de restas, mientras altavoz en mano Yolanda Díez, en su gesto más hegeliano, dice que la realidad es su contrario sin conjugar. El futuro más cercano es pluscuamperfecto.