Los animales, y por tanto la gata de mi hermano, tienen conciencia. Les une, como a nosotros, al universo infinito. Son energía y al mismo tiempo una extensión concreta de partículas. La gata de mi hermano se encuentra en sus últimas horas. La fallan los riñones a sus catorce años; ha perdido peso y su cuerpo de poco más de dos kilos se tambalea como en ondas. Pero, ¿Qué hay de su energía, esa que no acaba, no muere, sino que se transforma, a diferencia de sus partículas? En efecto, y por efecto, me estoy leyendo el asombroso libro del cirujano Manuel Sans Segarra, La Supraconciencia existe, Planeta, 2024. Recuerdo que el poeta Gary Snyder remilgó de la fe protestante cuando un cura le dijo que los animales, pues al carecer de alma, no podían ir al cielo. La física y la mecánica cuánticas nos dicen que tal vez sí puedan.
Nos fijamos o empleamos un tiempo valioso de nuestra existencia en la definición de los principios. Qué poco al fin de nuestra existencia. Durante la pandemia tuve una epifanía crepitosa. Muy cerca, cerquísima de nosotros, viven animales que a nada que dejemos de expandirnos borran las fronteras que hemos impuesto entre ellos, que están antes, y nosotros, que queremos estar para siempre: son nuestros vecinos viviendo en un hogar a oscuras en el extrarradio de la naturaleza.
El estoicismo de Tábata, la gata de mi hermano, me ha sumergido, no en la epifanía durante la pandemia, sino en la reflexión acerca del fin de un ser viviente. Pensamos en animales que, como dice Trump, comemos sin la menor reserva, y que forman luego o casi siempre parte de nuestra dieta e incluso nuestro metabolismo.
Si están suscritos como yo a la revista 5W, en su último especial Comida hay un reportaje sobre las granjas de cerdos en el Reino Unido y España que zarandea el ánimo existencial.
Pensarán que sobre mí se vierte una desbordada influencia oriental y presocrática a raíz de Chantal Maillard, por ejemplo, o Juan Arnau y su meditativo La Mente del mundo, publicado por Galaxia Gutenberg. Tienen toda la razón. Si somos energía, somos parte del universo. Y a él vuelve nuestra energía, que el cirujano Manuel Sans Segarra asegura que es consciente. Igual que la de Tábata, o la de las mascotas que se les han muerto o vayan a morir a todos ustedes. Igual que sus familiares fallecidos, ahora que tanto se habla de las personas mayores abandonadas en residencias durante la pandemia. ¿Se les trató como a los cerdos en las granjas del Reino Unido y España de los que comemos salchichas o hamburguesas a diario?
Junto a la cuna de Tábata, un disco inteligente limpiapolvo enciende su alarma. Ha detectado las partículas que se suspenden de ella en el éter. Es una premonición de la tesis de Sans Segarra, solo que a la inversa. Me he llevado, o ella conmigo, fatal con Tábata. Creo que vislumbró desde el primer momento mi aura de petulante y hostil al cariño. Justo lo que era ella. Nuestros caracteres, anárquicos y misántropos, eran propensos a la asociación. Pero esa era solo la teoría, con imposible correlación empírica. Vuelvo al cirujano Sans Segarra, del que hablaré de su libro en otra parte. Las partículas de Tábata han dejado de mantenerse hacia las 15:20 del 19 de marzo. Su energía vuelve a donde vino. Como la nuestra. Física cuántica.