A los que, de niños, leíamos las aventuras de Astérix[1] nos entusiasmaban los volúmenes en los que se relataban los trepidantes viajes del guerrero galo. Nos encantaban los viajes a Britania, Córcega, Hispania, Egipto y sobre todos ellos la gran travesía a Norteamérica. Al releerlos de adulto, me encuentro con que las sensaciones se han



