En literatura hay tradición en esto de la aversión al trato humano.
Me viene al recuerdo “Notas desde el subterráneo”, de Dostoiewski, e “Historia de un idiota contada por él mismo”, de Félix de Azua.
En el primero se constata que el hombre que no tuviese necesidad
de nadie, sería Dios o bestia salvaje: “En realidad no deseo más que todos os vayáis al quinto infierno”, afirma el hombre en sus memorias del subsuelo. En el segundo, alguien se empeña afanosamente en la búsqueda de la felicidad, empeño absurdo, inútil y por supuesto, condenado al fracaso. La vida no es más que un resbalón tras otro, seguidos todos ellos de un aterrizaje forzoso del que se sale con los huesos doloridos.
En “Tangomán”, Kepa Murua estira la trama que desarrolla la vida de Pedro Muros como un chicle. Se suelta el pelo narrativo que crece con descripciones y rasgos sicológicos de los personajes definidos por innumerables y repetitivos detalles. En ellos se demora con rigor exhaustivo. En su novela, escrita en las antípodas de las frases cortas y los planteamientos esquemáticos, un hombre, Pedro Muros, parte de una infancia y juventud percibidas como causantes de dolor. Estamos ante una novela extensa, ancha, amplia en su planteamiento y desarrollo que, a la vez, consigue el equilibrio con una fluidez en el ritmo del relato que el autor le impele en esa necesidad de definir eso que llamamos vagamente vida diaria, lo cotidiano de la vida.
Tangomán, así lo llaman por su obsesión al baile, siente que es un hombre con la mente de animal en el cuerpo de un hombre de figura demacrada y feo como él solo, sin más atributos que los de un hombre desesperado como resultado de la falta de amor, de cariño en su infancia. Tangomán, ya cuarentón, encuentra en una academia de baile cutre, situada en un polideportivo de barrio, el espacio que le permite dejar de contener sus pasiones y sus emociones. Los rasgos de su personalidad son los de alguien sin identidad, en continua huida de algo que no logra definir, hasta que se pone a escribir en un cuaderno unos apuntes para explicarse su vida. Es un hombre sin identidad porque no la tiene. La identidad es un peso que te sujeta y no te permite ir de aquí para allá como un globo sin dirección, a merced de los vientos que zarandean la existencia de Pedro Muros.
Huir es el verbo que se repite una y otra vez, como Rimbaud huía constantemente de Charleville. También la falta de atributos es aquello que machaconamente exclama para apuntalar el rasgo definitorio de su personalidad, como el Ulrich de “El hombre sin carácter”, de Robert Musil.
Pedro Muros es un hombre solitario, un tanto desequilibrado, que busca y encuentra en un club de baile y en un gimnasio de boxeo, relaciones donde descubre su verdadero ser reflejado en los compases del tango o de endiablados swings y en los ejercicios con los punching ball. Esto, junto a la lectura de revistas y libros,
y con los apuntes escritos que se convierten en un ejercicio de interpretar la significación de todas las situaciones de su vida. Escritura terapéutica invitadora a volver sobre sí para descubrir los errores y esa vida que se le había rechazado, para tener en ella su fundamento y consumación últimos. Se puede decir que el baile, el boxeo, leer, escribir, pensar, conocer y vivir se entrelazan irremisiblemente en la superación de sus complejos reales o imaginados, en el conocimiento de que el dolor está unido al placer. O tal vez uno nace del otro.
Pedro Muros, “Tangomán”, escribe su propia novela alcanzando una pulida resolución literaria que visibiliza lo visible y lo invisible de su cuerpo. Aunque en ocasiones, como su amigo Juan, el lector no entienda sus divagaciones y sus explicaciones confusas y extrañas. Además de alguna incongruencia, como que alguien que reflexiona con el hilo más fino para pensar lo que siente y le ocurre, afirma (pág. 327) “Si tuviera que definirme debería hacerlo como uno de esos que no quieren mirar atrás para no analizar en profundidad lo sucedido”. O esa afirmación de que lo suyo era una soledad en blanco, sin pensar en nada concreto; cuando está escribiendo en un cuaderno blanco sus notas rememorativas para explicarse lo que ha llegado a ser.
Tangomán tiene un final redimido de todos los lastres que no le han dejado ver el lado bueno de la existencia. Es la conclusión que ha elegido Kepa Murua para su personaje. A mí me hubiera gustado más ese otro que sigue la impronta de Dostoiewski cuando dice: “¿Por qué estáis tan firmemente convencidos de que solo lo normal y positivo, solo lo que procura bienestar es conveniente al hombre?”.