Capi, la vecina, no reanudó fácilmente la cotidianidad. Después siguieron noches sin dormir. Tenía una palidez caída. Hay colores que se arrojan sobre nosotros, quedan lívidos en nuestro rostro, mortecinos, como si fueran las riberas de unas ojeras profundas. La cara de Capi era la descripción de una estética de lo terrible. Revoloteaba en su mirada. Se desmoronaba en cada parpadeo.
El domingo era de viento. Acababa de fregar la cocina y había abierto la ventana para que se secase cuanto antes. Pensó “este viento me va a volar el tendedero”. Al pronto oyó un ruido de cubierta de plástico, “ya está, ya se lo ha llevado”. Se acercó a la ventana y vio dos pies calzados. Las gruesas suelas mostraban sus hendiduras. La navidad estaba cerca, “un Olentzero que algún vecino ha puesto trepando en su ventana y se ha caído”, fue lo que primero que se dijo. Primero acudimos a la explicación que da más fuerza a lo normal, la que nos enseña a no temer, la premeditada. Capi miró el suelo del patio. Vivía en una planta baja. Luego volvió a mirar los zapatos, eran negros, de atar pero con el cordón suelto; a estos siguieron, hacia abajo, unas piernas dentro de un pantalón azul marino, de pernera ancha; luego un cuerpo delgado, era alto y desgarbado, todo estructura ósea envuelto en una camisa abotonada en ojales que no eran los suyos, acabando en un cuello doblado y en la cabeza unos ojos aislados que parecían querer mirar el rectángulo de cielo que organizaba una altura de cinco pisos.
B.G.M. vivía en el segundo. Aquel domingo subió con una banqueta al quinto. Se arrojó por la ventana de la escalera, una ventana grande de pequeños y gruesos cristales fijos, solo se abría el que estaba en la parte superior. Plegó el cuerpo. Los codos y las manos juntas como una cuña. Cerró los ojos. Afuera el viento era fuerte. Ondeaban las prendas colgadas. Él no lo necesitó para empujarse. Era las nueve y media. El colgador de Capi quedó destrozado. Me he ofrecido para que cuelgue su ropa en el mío. Ya ha dado parte al Seguro.