
Imagen de la cabaña de Thoreau. Fotografía de Almudena Hernando, recogida en su blog http://lalineadelhorizonte.com/revista/colaborador/almudena-hernando.
Tal día como este 12 de julio pero hace 200 años nació Henry David Thoreau. El hombre que se fue a los bosques de Maine para encontrarse a sí mismo; el hombre que se negó a pagar los impuestos que alimentaban la voraz guerra estadounidense para apropiarse de territorios en México. Thoreau es algo que nos sucedió a todos. Su prolija herencia literaria, además de los ya revisados diarios, su Walden y los ensayitos nada menores, tienen una vigencia asombrosa. A pesar de que el mundo en el que nació Thoreau ha desaparecido, lo peor de la alianza del estado y la megamáquina técnica de la modernidad queda patente, como una imperiosa alerta en sus ensayos. Nuestro tiempo es la culminación de los peores temores de Thoreau, del abandono de los valores innatos, del deber del yo moral consigo mismo y con el innato entorno del que es parte. Y es comprensible que desde conservadores como yo, hasta ácratas, insumisos, naturistas, liberales conspicuos, hasta eclécticos librepensadores veamos en Thoreau una luz en el bosque, una llamada a la acción humana.
De entre las últimas reediciones, ha sido Antonio Casado da Rocha quien ha intentado leer la obra de Thoreau en su relación con el paisaje, el fracaso, la poesía o la ciencia; “y de paso recordar a un escritor-filósofo-naturalista cuyo ejemplo, tan familiar como elusivo, sigue siendo un antídoto contra la desesperación”. Una casa en Walden y otros ensayos sobre Thoreau y cultura contemporánea, editado por Pepitas de calabaza.
¿Podemos aprender aún de Thoreau?, ¿Cómo se relaciona su experimento con nuestra cultura contemporánea? Casado da Rocha asegura: “Una de las lecciones de Walden es que cada uno se construye la casa en la que ha de habitar, que eso acaba siendo su identidad y que esta se encuentra permanentemente abierta a cierto trabajo de crítica o conversión, tanto interna como externa.”
Bien. Puede que alguien, sobre todo si vive en algún lugar aún no colonizado por el hormigón urbanita, haya tenido la oportunidad de reparar el tejado de un caserío, o hacerse incluso su propia casa, como hiciera Thoreau en el lago Walden. Pero ese hogar de cada uno está también en el disfrute intenso de un paseo entre estradas; en la recolección de higos o moras y fresas salvajes; en un poema. Para mi, ese hogar es hoy escribir estas líneas: son mi casa en el bosque, tablón sobre tablón.
Tendemos a hablar mucho de Thoreau. La pregunta es quiénes somos nosotros. Yo podría definirme como periodista o aún cosas peores si cabe. O, como obliga la sociedad industrial altamente tecnologizada en la que vivimos, a catalogarme según el dinero que cobro o que no cobro y la función o status dentro de ella. Como en cierta medida Casado da Rocha evidencia, Thoreau se ayudó a sí mismo a romper con este cliché social organicista. Otra pregunta surge en este momento: ¿Dónde está la casa que debemos construir para nosotros, en la que debemos vivir de verdad en este distópico 2017?
Casado da Rocha plantea la necesidad de superar la guerra entre las ciencias y las letras. “Las técnicas de la burocratización y la mercantilización segmentaron, mecanizaron y comercializaron el mundo, convirtiéndolo en un artefacto, y el positivismo científico reforzó esa tendencia”. Como diría el contemporáneo de Thoreau, Waldo Emerson, es preciso recobrar la confianza en uno mismo. Vencer heroicamente a los tiempos turbios de la delegación humana y la autocensura individual y colectiva. Doscientos años han pasado donde el ser humano ha sucumbido a la gran estructura. Puede que el tiempo corra también en contra de las posibilidades del hombre. Es necesario buscar los bosques de Maine de cada cual.