
Me siento en el metro. Mientras pasan las estaciones y entramos y salimos -todos somos gente que hace los mismos movimientos- soy un espectador que se cree sentado en el proscenio de un teatro. Todos hacemos como que no. Según la parte calculada, miramos como si no se estuviera representando una comedia o una tragedia, de esas de las que no conocemos el principio ni el final y es imposible deshacer el nudo en los trayectos cortos. Solo vemos que algo está pasando ahí, muy al fondo de los ojos de alguien. A veces el acto es mudo, lleno de visajes; en otras ocasiones el golpeteo de las lenguas es el instrumento de percusión de la orquesta.
Muy a menudo pienso que en el metro no ocurren acontecimientos dignos de atención, ¿Entonces qué hago mirando?, y busco una explicación más allá de esta costumbre fija. Castrosa.
Decido seguir con preguntas retóricas, que vienen muy bien para expresar indirectamente una afirmación: Miro porque sí. También el mar es muy aburrido, sobre todo cuando está en calma chicha, y tiene gran categoría contemplativa.
La gente es más lista que yo, ¿por qué no bajo la cerviz y miro la pantalla del móvil? Ahí sí que hay mayores elementos espectaculares y atrayentes; también felices, sino por qué ese, tan triste, de repente sonríe. ¿Por qué tiene en la mano el artificio para producir un efecto determinado?
¡Un móvil, necesito un móvil! ¡Mi reino por un móvil! Que ya lo dijo Ricardo III en la batalla de Bosworth, cuando pierde su caballo y se encuentra en una situación desesperada.