ME GUSTA NUEVA YORK los días laborales de otoño, entre semana.
Son las seis de la madrugada. Hay una tormenta, llueve, está oscuro y continuará así hasta el mediodía.
Te vistes con luz eléctrica, las calles están iluminadas con luz eléctrica, los edificios brillan con luz eléctrica, mostrando las ranuras de ventanas recortadas con regularidad, como si se tratara de una plantilla para carteles publicitarios. Los edificios. Desmedidamente altos, y las parpadeantes luces de tráfico, de colores, se duplican, se triplican y multiplican en la superficie del asfalto, lamido y relamido por la lluvia hasta parecer un espejo. Un extraño viento aventurero ruge en las angostas gargantas de las chimeneas de los edificios, arranca los letreros y los hace chocar contra las paredes, intenta derribar a los peatones y se escapa impune, sin que nadie lo detenga, a través de las verstsas de la decena de avenidas que cortan Manhattan a lo largo, desde el océano hasta el río Hudson.
Las vocecitas de las innumerables y estrechas streets que cortan Manhattan a lo ancho – de ribera a ribera – con la exactitud de los intervalos de una regla, lo acompañan ululando por los laterales. Los diarios recién impresos, traídos en camiones y arrojados aquí por los vendedores de periódicos, está amontonados desordenadamente bajo los toldos – y si no llueve, directamente en las aceras.
En las pequeñas cafeterías, la gente soltera pone en marcha la maquinaria corporal: comen la primera ración y combustible – un vaso apresurado de un café malísimo y un buñuelo en forma de rosca (la máquina de buñuelos los tira a cientos en in a, pero, de grasa que hierve allí mismo, salpicando a todo a su alrededor).
Abajo se mueve una incesante marea humana. Primero, antes de lava, fluye una masa de color negro berenjena: los negros que realizan los trabajas más duros y lúgubres. Más tarde, hacia las siete, empieza el flujo de los blancos. Cientos de miles de ellos se mueve en la misma dirección, hacia sus lugares de trabajo. Solo los impermeabilizados chubasqueros amarillos rugen como incontables samovares y brillan la luz eléctrica, mojados, incapaces de apagarse ni siquiera bajo esta lluvia.
Esas cinco líneas paralelas recorren cinco avenidas a la altura de la tercera planta, y hacia la calle 120 se encaraman hasta la octava o la novena planta. Entonces, unos ascensores permiten el acceso de los nuevos pasajeros, que llegan al tren desde plazas y calles. Nada de billetes, introduces cinco centavos en una taquilla alta, rectangular, parecida a una hucha, y una lupa las aumenta con rapidez para que el revisor, sentado en una garita, pueda detectar las monedas falsas
La mejor hora en Nueva York es por la mañana, y durante una tormenta: entonces no hay ni un buscavidas, ni un solo intruso. Solo están los soldados rasos del gran ejército del trabajo de esta ciudad de diez millones de habitantes.
La multitud trabajadora se distribuye entre las fábricas de confección de ropa masculina y femenina, los nuevos túneles subterráneos que se están abriendo y la inmensidad de los trabajos portuarios. Y a eso de las ocho de la mañana las calles se llenan con gente más limpia, y mejor vestida, en su mayoría señoritas descarnadas de pelo corto, rodillas desnudas y medias enrolladas, empleadas de oficinas, agencias y tiendas. Se distribuyen por todas las plantas de los rascacielos del downtown, por las oficinas laterales de los pasillos a los que lleva la puerta principal de decenas de ascensores.
Hay decenas de ascensores rápidos que llegan sin paradas hasta la decimoséptima, vigésima o trigésima planta. Una especie de reloj señala la plata en la que se encuentra el ascensor. Unas lámparas marcan la dirección con luces blancas y rojas. Así que si tiene dos asuntos pendientes – uno que lo lleva a la planta siete y otro que requiere subir a las 24 -, coge un ascensor local hasta la séptima y después, para no perder seis preciosos minutos, se cambia al rápido.
Las máquinas traquetean, la gente suda sin chaqueta y las columnas de números crecen sobre el papel hasta la una.
Si necesita una oficina, no tiene que devanarse los sesos sobre cómo montarla.
Llama a cualquier imperio de 30 pisos¡Hola! Que me preparen una oficina de seis salas para mañana. Que pongan 12 mecanógrafas. El letrero debe decir: “Grande y famoso comercio de aire comprimido para los submarinos del océano pacífico”. Dos mozos con chaquetas marrones y gorros con cintas de estrellas. Y doce mil folios de papel con el membrete del comercio arriba señalado.
– Good Bye
Al día siguiente puede venir a su oficina, y sus mozos encargados por teléfono lo saludarán fon admiración:
– How do you do, míster Maiakovski?
A la una hay un descanso para comer: una hora para los empleados y unos 15 minutos para los obreros.
El almuerzo.
El almuerzo de cada uno depende de su salario semanal. Los que cobran 15 dólares se compran un almuerzo seco empaquetado por un nickel (cinco centavos) y lo devoran con todo el ímpetu juvenil.
Los que cobran 35 dólares van a una enorme taberna mecanizada, meten cinco centavos, pulsan un botón y una ración exacta de café cae en la taza; dos o tres nickels más abren una portezuela de sándwiches en las gigantescas estanterías repletas de comida.
Los que cobran 60 dólares comen crepes grises con melaza y huevos fritos en las innumerables cafeterías Childs, blancas como cuartos de baño, que pertenecen a Rockefeller.
Los que ganan 100 dólares o más van a restaurantes de todas las nacionalidades: chinos, rusos, asirios, franceses, hindúes; a todos menos a los estadounidenses, con su comida desabrida que provoca gastritis con la carne en conserva Armour, que data prácticamente de la Guerra de Independencia.
¿Cómo comen los obreros? Pues los obreros comen mal.
No he visto a muchos, pero los he visto, incluso los que ganan bien, en su descanso de 15 minutos solo tienen tiempo para engullir su almuerzo seco delante de la máquina o ante el muro de la fábrica, en la calle.
Si busca en Nueva York la eficacia, meticulosidad, rapidez y seriedad famosas gracias a los libros, sus esfuerzos serán en vano. Verá una multitud de gente que deambula por la calle sin hacer nada. Cada uno está dispuesto a pararse y hablar con usted sobre cualquier tema. Si alza los ojos hacia el cielo y se queda así un minuto, quedara rodeado por una muchedumbre apenas controlada por las exhortaciones de un policía. La capacidad del gentío neoyorquino de disfrutar de algo más que de la bolsa me reconcilia con él.
Vuelven al trabajo y permanecen allí hasta las cinco, las seis o las siete de la tarde.
De cinco a siete es el momento de las calles más tormentoso, más intransitable.
Los que acaban de salir del trabajo de mezclan con compradores, compradoras y azotacalles sin más ocupaciones.
En la concurridísima quinta avenida, que divide la ciudad en dos partes, desde la altura de la segunda planta de cientos de autobuses se pueden ver decenas de miles de automóviles mojados por la lluvia, brillantes como el charol, que intentan escapar en ambas direcciones, apiñados en seis u ocho filas.
A estas horas uno tarda 50 minutos el mismo viaje que por la mañana le llevaría un cuarto de hora.
A partir de las seis o las siete se ilumina Broadway, mi calle favorita, que en medio de las streets y avenues, rectas como los barrotes de una celda, es la única que va en diagonal, caprichosa e irreverente.
Luz, luz y más luz.
Puedes leer un periódico, el de tu vecino, en el idioma extranjero. También hay luz en los restaurantes y en el centro teatral. Las calles y los sitios donde viven los propietarios o los que se preparan para serlo están limpios. Sin embargo, allí donde se va a descansar la mayoría de los obreros y los empleados, en los barrios pobre de judíos, negros e italianos, en la 2ª y la 3ª avenida, entre las calles 1 y 30, la suciedad supera a la de Minsk. Y la suciedad de Minsk es impresionante.
Hay cajas con todo tipo de desperdicios de las que los indigentes sacan huesos no del todo roídos y trozos comestibles. Unos charcos pestilentes de la lluvia de hoy y de anteayer se enfrían sobre el asfalto.
Los papeles y la podredumbre se amontonan hasta los tobillos, y no en sentido figurado, sino de verdad.
Y eso a 15 minutos andando o cinco en coche de Broadway y la brillante Quinta Avenida.
ODIO NUEVA YOK LOS DOMINGOS. Alrededor de las diez de la mañana, un oficinista vestido únicamente con un maillot violeta aparta la cortina del piso de enfrente. Sin ponerse los pantalones, por lo que veo, se sienta delante de la ventana con un diario de un centenar de páginas y casi un kilo de peso, no sé si el World o The New York Times. Primero lee durante una hora la sección de anuncios publicitarios rimados y chillones de los grandes almacenes (que son la base de la mentalidad del estadounidense medio), y después de la publicidad ojea las secciones de robos y asesinatos.
Hacia la una, el estadounidense va a almorzar donde almuerza gente más rica que él, donde su dama se emocionará y se entusiasmará con una pularda de 17 dólares. Después de eso, visita por enésima el mausoleo del general Grant y su esposa, adornado con cristales de colores, o, quitándose las botas y la chaqueta, se tumba en algún parquecito sobre las hojas ya leídas de The New York Times para dejar tras de sí recuerdos pata la sociedad y su ciudad en forma de trozos del periódico, envoltorios de chewing gun y hierba pisada.
Dios es el dólar, el dólar es el Padre, el dólar es el Espíritu Santo.
Pero no se trata de la mezquina avaricia de la gente que se conforma meramente con la necesidad de tener dinero y decide ahorrar un poco para luego dejar de ir en pos de las ganancias y plantar margaritas en su jardín o instalar luz eléctrica en los corrales de sus cluecas favoritas.
La actitud de los estadounidenses hacia el dólar tiene algo de poético. Es consciente d e que el dólar es la única fuerza en su país pequeño burgués de ciento diez millones de habitantes, pero estoy convencido de que, aparta de usar el dinero para fines normales, el estadounidense obtiene placer estético admirando el color verde del dólar, identificándolo con la primavera, y el toro dentro del óvalo le parece retratar a un hombre fortachón y ser el símbolo de su bienestar. La presencia del tío Lincoln en el billete, y la posibilidad de alcanzar lo mismo que él que se le presenta a cada demócrata, hace del dólar la mejor y más noble página que pueda leer la juventud. Al saludarlo, un estadounidense no le soltará algo impersonal como
-¡Buenos días!
Un estadounidense lo tasará con precisión:
– Hoy parece dos centavos
O bien:
– Hoy parece un millón de dólares
Eso lo determina todo: qué tipo de gente conoce, dónde lo reciben, adónde viaja en verano, etcétera.
La procedencia de sus millones importa poco en los estados Unidos. Todo lo que hace crecer el dólar es business, negocio. Si has cobrado tu porcentaje de derechos por una poesía vendida, es un negocio; si has robado y no te han pillado, también.
Lo que he contado sobre la vida cotidiana en Nueva york no retrata sus rostros por completo, ni mucho menos. Son unos rasgos sueltos. Aquellos que han comprado una casita con hipoteca destinan una parte de su salario semanal a pagar a plazos un pequeño Ford, y le tiene pánico al paro.
El paro es un paso atrás: la expulsión de la casa no acabada de pagar, la pérdida del Ford no pagado en su totalidad, el cierre del crédito en la carnicería, etcétera. Y los obreros de Nueva York recuerda muy bien aquellas noches de los años 1920 y 1921 en que 80.000 parados dormían en Central Park.
La burguesía estadounidense divide a los obreros mediante cualificaciones y salarios de una forma muy hábil y astuta.
Se cree estadounidense un blanco que considera negro incluso a un judío, no saluda a los negros de verdad, al ver a un negro con una mujer blanca ahuyenta al negro con un revólver, viola a las niñas negras con total impunidad, y participa en linchamientos de negros que osan acercarse a una blanca: les arranca los brazos y las piernas y los asa vivos en una hoguera. Es una costumbre más salvaje todavía que nuestro “caso de cremación de os cuatreros gitanos en la aldea de Listviani”.
Cuando la llamada báscula de la historia empiece a oscilar, mucho dependerá de sobre qué taza pongan 12 millones de negros sus 24 millones de manos. Los negros, calentados por las hogueras de Texas, son una pólvora suficientemente seca para las explosiones revolucionarias.

Maiakovski escribió América en 1925, tras una gira por los Estados Unidos que le permitió visitar las principales ciudades industriales del país. Su mirada cabalga entre la de un revolucionario escéptico que se asombra del desarrollo industrial que aún no tiene la URSS, y la del poeta que se horroriza ante la náusea existencial de un país sin alma rendido al materialismo. Nueva York es para Maiakovski el epitome del capitalismo espectacular; Chicago y Detroit la metáfora del Moloch que engulle a cientos de miles de trabajadores en las fauces diarias de la producción sin descanso. En las grietas del tiempo y el espacio tratan de respirar los hombres reducidos a utensilios efímeros de la propia maquinaria.
América, Vladimir Maiakovski. Ediciones Galle Nero. 2011. 144 páginas. 14 euros.