De manera inusitada el diario digital Público publicaba el 5 de junio un texto que incita al debate, a la reflexión crítica y al conocimiento. Lo escribía Santiago Alba Rico, un outsider a ese medio rocoso a las heterodoxias, fiel a las filas prietas de la izquierda legionaria, e inasequible a la tentación de escupir a terceros los fracasos continuos y contantes de la izquierda parlamentaria que representa Podemos. Santiago Alba Rico es un referente en los extrarradios de la izquierda política. No solo por su figura simbólica, que en lo físico y espiritual es más bien cervantina. Ha mantenido, lo que los pedantes y desde ahora sus enemigos dirán “ha labrado”, una honestidad ética y militante sin convertirse en comisario de ningún partido. Fruto de esa heterodoxia, puede que en el pasado también, pero sobre todo ahora, Alba Rico propone una opción pragmática frente a lo peor por pasar: una deriva autoritaria a izquierda y derecha. Acusa Santiago a Podemos, a la izquierda aglutinada por este partido, de impulsar con su discurso lenguaraz y plomizo a una derecha que emerge como reacción, por el principio de Arquímedes, a tanta soberbia, filibusterismo, cesarismo autocrático y de páramo intelectual.
Alba Rico reduce y mucho en su artículo el compendio inconmensurable de torpezas y contumacias cometidas por Podemos, todas ellas producto de una calculada obstinación por hegemonizar – hace mucho tiempo que solo los más instruidos cuadros leyeron a Gramsci – el espacio electoral de la izquierda. Ese insano empeño en doblegar a sus socios con los que concurre, desde 2015, cuando necesitaba su legitimidad, y apropiarse desde 2019 de su caudal político y de votos, ha derivado en estrépito nacional. Pero a cambio, el partido es un sanedrín más compacto en sus alturas cuadradas y en sus cuadros.
Podemos es un país que quería convertirse en Estado, y en su obsesiva conquista ha dejado exiliados, damnificados, heridos, ofendidos y cadáveres. Todo esto refulge en el repaso que Alba Rico regala a Podemos. Las pruebas, los hechos, los congresos de aire búlgaro, las fechas, los días, están ahí. Ahí están también las listas, las negociaciones de soga en el cadalso. Y luego están las fosas comunes: las rebajas de los principios éticos, el reparto en listas con posibilidad de cargos entre matrimonios, parejas, comisarios que contaban con el nihil obstat del palacio apostólico de la organización. Los lidereses de corsé verbórreo, sutiles druidas del verticalismo cierran las ventanas de las sacristías digitales donde viven los fieles de manada, y donde huele a España cerrada y herrada.
Alba Rico dice más cosas cuando dice que el tiempo de Podemos es historia. El suyo es un diagnóstico que en los meandros escasos de la organización ha sonado a traición máxima. Quienes han osado suponer una centésima parte de esto en el partido, ya no existen. Al menos en el seno de Podemos. Santiago Alba Rico sostiene la necesaria desaparición política, su conversión en humus útil, toda vez sintetizados sus esenciales aportes vitamínicos. Se trata de una urgencia, de una última posibilidad. Los tiempos son tan negros, a su juicio, que la posibilidad quizá puede estar en una socialdemocracia a lo Yolanda Díaz. Un refuerzo de la izquierda, como predica Podemos, supondría una trampa que solo beneficiaría al decadente y cada vez más esencialista y contumaz partido morado.
Creo que, hasta aquí, Santiago Alba Rico se ofrece como el primer valiente, y único hasta donde sé, en inventariar un realista diagnóstico de la izquierda parlamentaria. No es tanto su intención, pues no impugna la necesidad parlamentarista, sino su necesario impulso. La deriva de Podemos aflora un dilema no resuelto desde finales del siglo XIX: si la emancipación de las gentes ha de ser obra de sí mismas; o de vanguardias revolucionarias; o de partidos; o de un estado controlado “por las propias gentes”. La escisión en el seno de la primera Internacional merece abrir ese debate en el que la izquierda gira como un muñeco roto en la lavadora de la historia.
La desafección en el seno de la izquierda parlamentaria en lo que representa Podemos va más allá de la sonora pérdida de apoyo electoral. El andamiaje empresarial que ayudó a visibilizarlo y consolidarlo, hoy le retira parte de su apoyo. Es significativo el diario Público. Propiedad de un magnate, el March de la izquierda de sí mismo, Don Jaume Roures, ha sido este diario durante casi diez años el Belén del alumbramiento, y paloma germinadora del proyecto morado. Hizo de altar a sus los últimos santos. El eucarístico Iglesias y su San Juan Bautista, Juan Carlos Monedero, el Strélnikov de Pasternak con su alma rojinegra de incandescente pulsión y negrura fatua. Hay una diferencia entre Strélnikov y Juan Carlos Monedero. Sus gafas son iguales, su ademán, los trenes y la tranquilidad de las habitaciones donde descansan entre acción y acción. Strélnikov sabe que va a morir. Merecidamente, por la revolución. No tiene empacho en dejar antes de él en manos de la parca a todos los pusilánimes que no se adhieran a su causa. Juan Carlos Monedero y Pablo Iglesias, Irene Montero y Ione Belarra gozan de sus mismos privilegios, entroncan la misma pasión mandataria, pero en absoluto la posibilidad del auto sacrificio.
Última noticia de un sueño de una noche en la Bulgaria ideológica: “El 93% de los 52.829 militantes de Podemos da plenos poderes a la dirección para negociar con Sumar”. Detrás de ese absolutismo democrático, de esa adhesión febril a los líderes, tras ese 7% de testimoniales escépticos, hay un abismal asomo a un todo o nadie; una distopía escondida como en una muñeca rusa, en esa voz forzada que habla constantemente de gente pero que reivindica masa. La estructura, amiga, la estructura.