La vida del periodista Seympour Hersh ha sido homérica. Este septuagenario mucraker estadounidense, escarbador de corruptelas y mentiras gubernamentales, es una especie en extinción. Quedan muy pocos como él. Pertinaz siempre y contumaz en muchas ocasiones, Hersh ha mantenido desde muy joven una lucha personal contra gobernantes y halcones de la política. Las democracias occidentales libran una perniciosa y moderna guerra desde los años 30: la verdad del Poder frente al poder de la verdad. Esta batalla ha tenido muchos perdedores en todos los sentidos, desde las libertades civiles más elementales hasta millones de vidas. Desde 1963 Hersh ha cubierto información de nada menos que 8 administraciones con sus respectivos presidentes. Las memorias publicadas este año de Hersh en inglés ajustan cuentas personales con mandatarios, rasputines y fontaneros del poder estadounidense. Añaden los entresijos que hasta ahora no podían contarse de cómo destapó la masacre de My Lai en 1968 o las torturas y el sistema de martirio y asesinato colectivo de EEUU en cárceles iraquíes como la de Abu Grahib. El compendio de revelaciones durante décadas son una radiografía del control y persecución políticos de las administraciones norteamericanas en el interior del país hasta hoy mismo. Son también la radiografía de un imperialismo alucinado y un poder interior enajenado mentalmente.
Hersh siempre ha estado dispuesto a asumir riesgos. No trabaja con respetables fuentes oficiales. Publica confidencias de ocultos funcionarios en los estamentos menos confesables de la nomenklatura norteamericana. Precisamente por eso, Hersh asegura que en el interior del Estado profundo, sus administradores y funcionarios no piensan todos igual. Detrás de la aparente homogeneidad institucional, entre oficiales siempre hay desacuerdos políticos. Los soldados honorables y los agentes de inteligencia, horrorizados por la práctica oficial, siempre han estado dispuestos a proporcionarle pistas cruciales e información privilegiada. Hay una dicotomía hegeliana en esto, porque esos funcionarios se enfrentan a mandatarios que a su vez se apoyan en la constitución para ensanchar su poder omnímodo. «Hay muchos oficiales, incluyendo generales y almirantes, que entendieron que su juramento es para defender la constitución y no al presidente o a un superior inmediato«. Y la ruleta vuelve a girar.
El poder de las agencias de inteligencia en los países occidentales, como la CIA y el FBI en los Estados Unidos, han tomado un poder extraordinario en nuestra era. Cuentan con el entusiasta respaldo de halcones y liberales o progresistas de casi todas las tendencias. En los Estados Unidos, el miedo a Trump parece haberles llevado a buscar el amparo del estado profundo. Uno de sus más oscuros miembros es el fiscal Robert Mueller, el director con más años de servicio en el FBI desde J. Edgar Hoover Mueller ha dirigido una agencia que como ya revelara Hersh hace décadas violó los derechos de ciudadanos durante décadas. Por enfrentarse a Trump, la izquierda liberal y la prensa catalogan hoy a Mueller como modelo de integridad frente a al esceso de poder.
Hijo de inmigrantes judíos provenientes Lituania y Polonia, Hersh creció en los años 30 y 40 en el lado sur predominantemente negro de Chicago. Trabajaba en la tienda de limpieza en seco de sus padres por el día y asistía a la universidad comunitaria por la noche. Su gran oportunidad llegó cuando un profesor de inglés en la universidad amañó su inglreso en la Universidad de Chicago. La universidad le ayudó a pensar. Después de graduarse, dio vueltas sin rumbo fijo: probó en la facultad de derecho sin entusiasmo, vendió cerveza y whisky en Walgreens, hasta que un conocido lo ayudó a entrar en la oficina de una agencia de noticias local. En el mundo duro y bebedor del periodismo de Chicago, Hesh comenzó cubriendo incendios, robos de tres al cuarto y accidentes. Vio con su propios ojos que los negros en Chicago eran básicamente invisibles a menos que cometieran crímenes y que eran los primeros en recibir palos de la policía en cualquier manifestación o en el menor incidente callejero.
Después de un breve paso por el ejército, Hersh fue contratado por la agencia United Press International para pasar seguidamente a su gran rival, la Associated Press. Deseoso de escribir algo más trascendente que incendios y robos, daría el salto de Chicago a la oficina de la AP en Washington en el verano de 1965. Todo va a cambiar para él en la capital de los Estados Unidos. El presidente Lyndon Johnson acababa de planificar la escalada en Vietnam aprovechando el incidente del Golfo de Tonkin y la carta blanca que había obtenido del Congreso. Hersh pronto será el principal redactor de la AP en Washington. Igual de rápida quedará para él la artimaña de la guerra, con su tentáculo de mentiras diarias. En 1966, ve como el secretario de defensa Robert McNamara, convierte una humillante emboscada a las tropas norteamericanas en una victoria sin paliativos. La prensa de Washington se haría eco de la versión triunfante sin pestañear. Será un capitán de la armada llamado Mark Hill, que trabajaba para McNamara, quien revelara a Hersh la verdadera versión de los hechos. «Recuerdo estar enojado, por supuesto, pero más bien un poco asustado«, escribe Hersh. «No tenía idea de hasta qué punto mentirían los hombres que dirigen la guerra para proteger su fracaso». A fines de 1966, la brecha entre las versiones oficiales y los hechos en Vietnam son más que una inmensa frontera. En el New York Times, Harrison Salisbury publica los informes que revelan el elevado número de muertos a causa de los bombardeos masivos en Vietnam del Norte, refutando el «ataque quirúrgico». Hersh da con oficiales hartos de las mentiras oficiales. Encuentra a dos generales que confirman la terrible verdad: la mayoría de las bombas no alcanzaron su objetivo previsto y aterrizaron en áreas civiles. La crónica de Hersh aparece publicada en el National Catholic Reporter, e incluye una escena en un cóctel entre militares de alto rango del Pentágono y reporteros en los que los primeros bromean sobre la inexactitud de las bombas al tiempo que una risa nerviosa de los segundos recorría la sala.
Hersh describe en esa época el agresivo programa de guerra biológica del Pentágono conocido en sus siglas en inglés CBW, que triplicó su presupuesto entre 1961 y 1964 cuando la administración de Kennedy primeron y la de Johnson después comenzaron a usar defoliantes en Vietnam. A pesar de que oficialmente el programa CBW era sólo para fines defensivos, Hersh demostraría que su objetivo no era otro que desarrollar armas de destrucción masiva. Además, añadían los peligros del programa. Finalmente Nixon anunció la anulación de los CBW. A sus 32 años, Hersh había descubierto suficientes personas honestas y valientes en la administración dispuestas a hacer llegar a la sociedad informes confidenciales.
El 22 de octubre de 1969, un amigo le comunica que el ejército está a punto de iniciar un consejo de guerra a un soldado por matar a 75 civiles vietnamitas. Hasta ese momento, la única información disponible en Estados Unidos sobre crímenes de guerra, era la recopilada en 1967 por clérigos y laicos aparecida en el libro In the Name of America. De esas fuentes, Hersh sabía que «la muerte sin sentido de cientos de personas era habitual en los ataques estadounidenses a aldeas rurales en Vietnam del Sur.» Todo lo que tenía era la noticia de un juicio, sin siquiera el nombre del acusado. A un general se le espacapa en una conversación el nombre de Calley. Un «loco». El general «veía a Calley como una aberración: yo pensaba que era parte de una historia infernal que necesitaba ser contada»
El primer despacho de Hersh sobre la matanza en My Lai señalaba la acusación del ejército: la muerte a 109 civiles. Las revistas Life and Look rechazaron publicarla. La New York Review of Books, estuvo dispuesta, pero a cambio de que fuera añadida una crítica explícita a la Guerra de Vietnam. Hersh quería que la historia hablara por sí misma. Finalmente lo entregó al servicio de noticias Dispatch News del periodista independiente David Obst. Treinta y seis periódicos se hicieron eco de la historia. El New York Times no estaba entre ellos; Time, Newsweek y las cadenas de televisión lo ignoraron. The Washington Post fue una excepción: sus editores lo reescribieron, añadiendo la un ases negativas del Pentágono, y lo llevaron a la primera página.
La gran pregunta para Hersh fue: ¿cómo continuar la investigación más allá de Calley? La respuesta llegó cuando vio un despacho de la AP en el Post: Ronald Ridenhour, miembro de una Unidad de Patrulla de Reconocimiento afirmaba conocer las acciones del pelotón de Calley. A través de Ridenhour, entonces un estudiante universitario en California, Hersh encontró al resto de la Compañía. Un soldado describió lo ocurrido en la aldea de My Lai como «una cosa de tipo nazi»: soldados estadounidenses ametrallando hombres, mujeres y niños acurrucados en una zanja. Decenas de periódicos pagaron sus 100 dólares a Obst por publicar la nueva historia. De nuevo el New York Times rechazó publicar nada. La siguiente entrega se centró en Paul Meadlo, que siguiendo las órdenes de Calley había disparado balas de rifle a mujeres y niños. Hersh llegó hasta la granja de los Meadlo en Indiana. Explotaban una granja medio en ruinas. Su madre le dijo: «Les mandé un buen chico, y lo convirtieron en un asesino». Meadlo había perdido el pie por una mina. Creía con firmeza que era el castigo de Dios por lo que había hecho en Vietnam. Le dio a Hersh terroríficos detalles de la matanza, incluido el asesinato de niños de dos y tres años. Los principales medios finalmente prestaron atención a la serie de Hersh: Meadlo apareció en el programa de noticias de CBS 60 Minutes. Ante el presentador Mike Wallace, Meadlo y su madre mostrarían al país cómo en su nombre un ingenuo hijo de una familia de la pequeña burguesía rural podía convertirse en un asesino en serie. La aparición en la televisión dobló también la cerviz de los editores de prensa más reticentes a inquietar la conciencia nacional. A.M. Rosenthal, del New York Times, telefoneó a Hersh dos veces para preguntarle si podía conseguirle una entrevista con Meadlo. Hersh colgó las dos veces.
Teniendo en mente escribir un libro sobre My Lai, y a Meadlo como uno de sus principales personajes, Hersh quiso partir de la premisa y conclusión al mismo tiempo de que tanto los asesinos como los asesinados en My Lai eran víctimaspor igual. Y situó la masacre como la más evidente consecuencia de la estrategia de contrainsurgencia estadounidense. La masacre de My Lai no fue un incidente aislado sino un ejemplo particularmente horrible de una política generalizada. Los informes de Hersh provocaron que los principales medios del país adoptaran al fin una perspectiva más crítica sobre la guerra. Hasta tal punto que el renuente New York Times puso a Seymour Gersh en su nómina en mayo de 1972.
La banalidad del mal
Cuando finalmente se encontró con Calley, en Fort Benning, Georgia, Hersh cuenta que se enfrentó proprimera vez a «la banalidad del mal» que hubiera podido describir Hanna Arendt: «Hubiera querido odiarlo, verlo como un monstruo asesino de niños, pero en su lugar encontré a un joven asustado, superficial y tan pálido que las venas azuladas en su cuello y hombros eran visibles«. Después de una larga conversación regada con bourbon, Calley interrumpió las preguntas de Hersh para telefonear al hombre que había sido su superior inmediato en Vietnam, el capitán Ernest Medina. Calley creía que Medina admitiría ante Hersh que todo se llevó a cabo siguiendo sus órdenes. Medina contestó al otro lado de la línea: «No sé de qué estás hablando«, y colgó. Herido, Calley supo que iba a ser el cabeza de turco por la matanza de My Lai, escribe Hersh.
William Laws Calley, de 26 años de edad en aquel 16 de marzo de 1968, y su pelotón violaron y mataron a más de 500 personas en la aldea de My Lai e hirieron a otras decenas. Hersh escribía en uno de sus despachos de agencia: «El ejército lo llama asesinato; Calley, su abogado y otros implicados en el incidente lo describen como un caso de cumplimiento de órdenes». Ciertamente, como Hersh relataría en su libro, las matanzas eran continuas. Una compañía diferente a la de Calley había realizado otra superior en víctimas cerca de May Lai los días posteriores.
La prensa liberal, con el poder
Para Hersh era una «bendición» que leyeran sus reportajes los millones de lectores del New York Times. Por otro, la ambivalencia liberal del periódico hacia el poder establecido frenaba hasta la desesperación las ansias del joven periodista. En el verano de 1972, había descubierto tres proyectos en marcha de la CIA: las maniobras «frenéticas» para socavar el gobierno de Allende en Chile; un proyecto para recuperar un submarino soviético hundido; y la Operation Chaos, programa de vigilancia interior dirigido desde 1967 que reunía información sobre «manifestantes de la Guerra de Vietnam y otros disidentes sospechosos». Todas estas historias, eran de una relevancia incuestionable. El jefe de la oficina del Times en Washington, Max Frankel, que pidió contratar a Hersh, rechazó la propuesta de escribir sobre cualquiera de ellas.
Como observa Hersh, Frankel, al igual que muchos periodistas y editores, «quería y no quería publicar primicias» . Los periodistas de Washington querían mantener el acceso a información privilegiada. Al mismo tiempo sabían y saben que una actitud crítica puede dejarles sin nada que publicar. El círculo vicioso juega a favor del poder. Hersh recuerda que Henry Kissinger, entonces asesor de seguridad nacional de Nixon, era una fuente particularmente apreciada. Ofrecía encuentros informales a cambio de anonimato. Hersh le preguntó a un colega que acudía a dichos encuentros informales si comprobaba lo que Kissinger decía con otras fuentes, aunque fuesen también oficiales.«Oh, no», respondió su colega, «si lo hiciera, Henry no nos hablaría».
La paradoja frustante. El periodismo entendido como revelación de aquello que alguien – se entiende que alguien con poder o el propio Poder – no quiere que se haga público, y la anomalía del Estado rivalizando con las libertades que solo en público dice garantizar. Las memorias de Hersh muestran hasta qué punto el periodista se enfrenta a lo que Althusser describía como el Estado, el constituído por el «aparato, la policía, el ejército, el gobierno y la adminsitración, a los que añadía los «aparatos ideológicos del Estado», entre los que se encuentra el de información, la edición-difusión y el cultural.
El Metternich tribulario
Si en alguien puede quedar resumida la metáfora del Estado total, ese es Henry Kissinger. Asesor de seguridad nacional con Nixon y más tarde secretario de Estado, Kissinger se veía a sí mismo como el príncipe Metternich del siglo XX. Hersh sabía que Kissinger espiaba a amigos y enemigos en el departamento de Estado. Esta prñactica era anterior al estallido del caso Watergate. El vicepresidente del Times, James ‘Scotty’ Reston, se acercó un día al escritorio de Hersh y tras preguntarle si preparaba alguna revelación sobre Kissinger le espetó: «¿Comprendes que si haces esta historia, Henry renunciará?«. Todo esto formaba parte del chantaje al que Kissinger sometía a los principales editores, y a la razón de Estado tan interiorizada por estos. Para Hersh, Kissinger mentía de un modo tan diario, «tanto como la genete respira». La investigación sobre Kissinger, responsable de las invasiones en el sudeste asiático, de golpes en Timor, Chile y del espionaje a disidentes norteamericanos, quedó reflejado en el libro Kissinger: Price of Power, hasta ahora el trabajo más exhaustivo sobre el más arrogante siniestro pertinaz hombre de estado del siglo XX.
Durante el declive y la caída del presidente Nixon, en 1973 y 1974, Hersh trabajó el espionaje ilegal de la CIA en casa. The Times publicó la primera de las historias de Hersh sobre el tema el 22 de diciembre de 1974. Fue, dice, «el más explosivo de mis años en el New York Times». Provocó investigaciones en el Congreso e indignación pública, marcando el punto culminante del escepticismo hacia el estado norteamericano. En 1975, un comité para investigar el espionaje interno de la CIA, encabezado por el Senador Frank Church, se encontró con la implicación de la agencia en el golpe de Estado en Chile dos años atrás, así como intentos de matar a líderes políticos de otros países, specialmente a Fidel Castro ya bajo mandatos de Kennedy.
«La CIA», escribe Hersh, «sigue haciendo hoy lo que ha hecho en secreto en todo el mundo desde el final de la Segunda Guerra Mundial.» La tolerancia a los crímenes oficiales sigue siendo una norma en Washington. «Había un amor, o una admiración, por la CIA que yo no compartía». El liberal The Washington Post atacó la historia de Hersh, alegando que el espionaje a los ciudadanos estadounidenses no lo realizaba la CIA, sino el FBI, la agencia de inteligencia nacional, lo que «significaba que era legal». Hersh mantuvo sus informes con la esperanza de que el Congreso continuara investigando.. El año 1975, asegura, fue un momento de bisagra en Washington: «Sin Nixon, el péndulo había vuelto a un lugar donde el argumento del presidente de que la seguridad nacional supera el derecho del pueblo a saber» era de nuevo un mantra para editores y periodistas. Para finales de los 70, el giro conservador en Washington era inconfundible. «La ciudad había cambiado: la Guerra de Vietnam había terminado y también lo estaba Watergate. Nadie en la CIA había sido procesado por los crímenes que se habían cometido contra el pueblo estadounidense y la Constitución. Helms, que le había mentido al Congreso sobre su papel en el derrocamiento de Allende, aceptó una declaración de culpabilidad y pagó una multa de 2000 dólares por perjurio y emergió como un héroe y un patriota. El Times elogió a Helms, reconociendo el conflicto entre «la necesidad de hacer cumplir las leyes contra la mentira y la necesidad continua de guardar secretos».
Las consecuencias sociales y políticas del caso Helms, fueron calamitosas: «cada oficial de la CIA estaba ahora exento de testificar la verdad ante el Congreso.» La CIA recobró el espacio oscuro donde no hay fronteras entre el bien y el mal, ni siquiera entre lo legal y lo ilegal Sus líderes se muestran junto a los jerarcas del FBI, como guardianes de la seguridad pública.
Los ataques del 11 de septiembre de 2001 y la posterior guerra contra el terror dejaron a Hersh al mismo tiempo en el reducido desierto de periodistas que denunciaron con pruebas el engaño del gobierno norteamericano. «Ocho o nueve neoconservadores esencialmente habían derrocado al gobierno de los EE. UU con facilidad«. Dick Cheney, Paul Wolfowitz y compañía recurrieron a la argucia: en tiempo de guerra, el presidente puede ir más allá de sus límites democráticos y prescindir de la autorización del Congreso. Los neoconservadores republicanos tenían un plan para remodelar Medio Oriente: una pax americana a sangre y fuego. Las consecuencias
Para cuando Hersh había rescindido su relación con el Times para recalar como colaborador de la revista The New Yorker, dirigida por David Remnick. Hersh cuenta que, como buena parte de todos los liberales, Remnick se dejó seducir por la idea de «democratizar» Oriente Medio. Aún así publicaría sus artículos que ponían en tela de juicio las justificaciones para la invasión de Iraq. El «disparate total» era la aseveración de que Saddam Hussein tenía la capacidad de fabricar armas nucleares. Sería en 2004, a través de un general de la fuerza aérea iraquí en Damasco, cuando Hersh se enteró de las torturas a prisioneros en la prisión de Abu Ghraib. Se convirtió en una historia que dio la vuelta al mundo. «El desprecio de los soldados hacia los prisioneros, y la idea de que podían hacer lo que deseaban, venía desde la parte superior». Como My Lai, Abu Ghraib no fue un hecho aislado, sino una expresión de la estrategia imperial.
Si bajo el mandato de Bush la autocensura editorial y mediática fueron una constante casi hasta su final, bajo la administración de Obama, pocos periodistas cuestionaron los pronunciamientos del gobierno. «Una vez en el cargo, Obama no estaba dispuesto a asumir los riesgos necesarios para cambiar la política exterior estadounidense«. El editor Remnick se mantuvo próximo y acrítico a Obama. Esto inquietó a Hersh. Al igual que otros medios, The New Yorker comenzó a recibir con reticiencia las investigaciones incomodas para la administración de Hersh. En 2013, supo de la alianza secreta de la administración Obama con yihadistas en un intento de derrocar al máximo mandatario sirio Assad. Además Hersh cuestionaba que hubiera sido este el responsable del uso de gas sarín y que los jihadistas también tenían acceso clandestino al gas nervioso. La comunidad de inteligencia estadounidense culpó a Assad sabiendo que los yihadistas eran igualmente sospechosos. Esta vez, Remnick se negó a publicar la historia. La revista London Review Of Books sí lo haría. Y publicaría después la que sería la versión alternativa del asesinato de Osama bin Laden, que describía la participación de los servicios de inteligencia pakistaníe que habían vigilado y controlado a Bin Laden durante años.
En los Estados Unidos, la concentración mediática avanza. Si en 1983 había cincuenta corporaciones multinacionales que controlaban los medios de comunicación estadounidenses; ahora son solo cinco. Los periodistas de investigación tiene muy pocos espacios donde poder publicar. Ya bajo el mandato de Obama, el gobierno federal comenzó a enjuiciar a los denunciantes, incluido John Kiriakou, el oficial antiterrorista de la CIA que pasó dos años en la cárcel por denunciar el programa de tortura de la administración Bush. Como recuerda Jackson lears, precisamente en London Review Of Books, el período de principios y mediados de la década de 1970, cuando el trabajo de Hersh tuvo su mayor impacto, parece hoy una edad de oro perdida del escepticismo público. Necesitaremos algo más que nostalgia para recuperarlo.