Pocas personas cuestionan ya, hoy día, la tecnología que nos rodea. Si bien en otras latitudes y continentes se sigue realizando una defensa contra las agresiones al territorio de los estados y grandes empresas, en occidente estas luchas son más bien marginales. En un momento rebosante de conflictos sociales en los que se censura el régimen político o el modelo económico, la crítica de la técnica y del desarrollo están prácticamente ausentes en las protestas de la izquierda y se la mantiene fuera del pliego de reivindicaciones que suele empuñar.
Quienes abogan por adoptar una postura crítica frente a los cambios producidos por la tecnología, suelen suscitar rechazo e incomprensión, siendo calificados indistintamente de «tecnófobos», «ludditas», «reaccionarios» o «cavernarios». Recientemente, pude escuchar a dos personas hablando de un amigo común al que, por no tener ni microondas, ni congelador, se referían como hombre de Cromagnon. Este tipo de reacciones es síntoma del profundo arraigo que posee en las conciencias la fe en el progreso tecnológico: se trata probablemente del único gran dogma ideológico moderno cuyo peso no se ha visto mermado, a diferencia del debilitamiento de otras verdades con mayúscula como Dios, Revolución, Comunismo. Nos enfrentamos por tanto a una de las tendencias históricas más poderosas de los últimos dos siglos, y en aras de desarrollar una crítica social de la tecnología es necesario realizar unas consideraciones para aclarar esta postura.
Tecnófobos. Aunque etimológicamente significa ‘miedo a la técnica’, este término se suele asociar más bien con una posición de rechazo total a la Técnica. Esto es un sinsentido. Estar «en contra de la técnica» sería como estar en contra de respirar o caminar. Por técnica no entendemos sino los procesos que median entre el ser humano y su entorno, el modo que posee el ser humano de relacionarse con la naturaleza, sus semejantes, y él mismo; lo cual no implica que la técnica sea la esencia del ser humano (no más que el lenguaje, el pensamiento simbólico, o nuestro deseo de dar y recibir afecto), ni que todas las técnicas sean iguales.
Técnica, por otra parte, no es lo mismo que tecnología. Aunque en un principio este término designaba la disciplina que tenía la técnica como objeto de estudio, desde los tiempos de la revolución industrial pasó a ser sinónimo de tecnociencia, es decir, de la aplicación de los conocimientos científicos sobre los procesos técnicos. Pese a que el sufijo ‘logos’ le dota de un halo de racionalidad, la tecnología no es sino la técnica de la que menos comprendemos su funcionamiento, en la que menos podemos intervenir y participar, una técnica de la que estamos desposeídos, y para cuyo funcionamiento delegamos en expertos y científicos.
Ludditas. Utilizado siempre con un tono peyorativo, su significado se asimila al de tecnófobo, implicando una completa animadversión y oposición hacia la técnica. Esto falsea no obstante la realidad histórica. Los ludditas eran obreros manuales cualificados de la industria de la lana -tejedores, cardadores, hiladores, tundidores- que, en la década de 1810, combatieron la mecanización de los procesos productivos de la lana y el algodón, destrozando sistemáticamente la nueva maquinaria introducida por los patrones. Aunque la destrucción de máquinas había sido desde hacía tiempo algo habitual en las fábricas inglesas, los ludditas constituían un movimiento obrero, armado y muy bien organizado, con una fuerza y extensión inéditas -con un «carácter de osadía y ferocidad sin precedentes entre las clases bajas de este país», según decía el Annual Register de 1812. Ello motivó que el gobierno inglés desplegara en el país más tropas que las movilizadas en la guerra contra Napoleón cuatro años antes, utilizando espías, torturas, guerra sucia, infiltrados, ejecuciones extrajudiciales, etc. Fue una guerra en toda regla, y quizá la industrialización se jugó ahí su futuro. Los ludditas, tal y como ellos lo explicaban a menudo en cartas o bandos, luchaban contra «the machinery hurtful to Commonality», las máquinas dañinas con la comunidad: las que amenazaban no únicamente sus puestos de trabajo, sino su forma misma de existencia.
Un sistema técnico. Oponerse a la postura que exime a la tecnología de cualquier responsabilidad en la marcha de los cambios sociales no debe conducirnos a abrazar el enfoque opuesto, a saber: que la tecnología sea la principal responsable en fijar el rumbo de la sociedad, dictaminar su estructura, dirigir el aparato de dominación del capitalismo y obstaculizar la causa de la libertad. Recurrimos a la noción de «sistema técnico» para incidir en que la tecnología forma parte de un sistema que es a su vez económico, político, social y cultural. Investir a la Técnica de un aura superior o un espíritu inexpugnable, asimilarla, en fin, a una divinidad, supone alejarse de la comprensión de los condicionantes no-técnicos, factores en última instancia humanos que participan en la conformación de una sociedad. Y, del mismo modo que no todas las técnicas son iguales, ha habido sistemas técnicos que han dejado más autonomía a los individuos que otros sistemas. A la pregunta de si el sistema industrial y su extensión a todos los ámbitos de la vida cotidiana ha supuesto una pérdida única en la autonomía de los seres humanos, aduciremos únicamente que plantear o no esta cuestión conlleva ya una respuesta.
Comunidad, individuo y elección. La capacidad de los individuos y las comunidades para ejercer control sobre las tecnologías que atraviesan su existencia no ha sido la misma en todo lugar y momento. El margen de decisión será mayor cuanto menor sea el arco de dominio de un sistema técnico sobre la población, cuanto más autonomía posea ésta para administrar sus recursos. La fuerza de los ludditas residía en gran medida en que sus vidas no dependían, o lo hacían muy poco, del Estado o del Mercado, y su configuración en comunidad les proporcionaba unos firmes lazos (materiales y afectivos) desde los que combatir, precisamente, los esfuerzos del capital y el estado para rendirles dependientes. Hoy día vivimos en un mundo que es la consecuencia de un largo proceso, iniciado en tiempos de los ludditas, de creciente sumisión a estructuras de poder y decisión que nos imposibilita una vida al margen. Meses atrás, la palabra «luddita» resonó de nuevo por las calles de Inglaterra: los trabajadores del metro de Londres paralizaron su funcionamiento con una huelga general dirigida a detener la introducción de máquinas automáticas expendedoras de billetes que suponía la eliminación de centenares de empleos. Sin embargo, su lucha tenía lugar en el seno de un mundo en que la automatización abarca la práctica totalidad de la existencia ―incluida la de esos trabajadores, cuyo mundo no está al margen del Estado y la Técnica, sino en su mismo núcleo. Y, así y todo, la existencia aún hoy de comunidades ajenas a la lógica estatal y mercantil no garantiza la supervivencia de las mismas, ni su capacidad para impedir la penetración de elementos ajenos a sus culturas; los pueblos indígenas en Latinoamérica o en otros continentes ven cómo sus entornos desaparecen por el avance de infraestructuras, carreteras, presas, o la tala masiva de bosques, o por la introducción de la electricidad y el agua corriente en sus poblados. En este caso, sus comunidades se encuentran rodeadas de una mancha de asfalto que amenaza con sepultarlos. Así, la puerta de acero de la modernización se va cerrando en todo el planeta, obstruyendo los escasos intersticios de libertad y autonomía.
Por ello el individuo aislado que pretenda hacer frente al cambio tecnológico se encuentra condicionado por dos siglos de desposesión y pérdida de saberes. Su capacidad de elección no es la misma que la de un obrero manual del condado de Nottinghamshire a principios del siglo XIX, o el de un campesino gallego o navarro en los años sesenta del siglo pasado. El individuo, en cuanto tal, podrá moverse en un terreno de elección limitado, circunscrito a las renuncias que, más o menos, nuestra sociedad todavía permite: decisiones como no tener móvil, no utilizar transporte motorizado, cultivar sus propias hortalizas, puede que constituyan una salida frente a la artificialización de nuestras existencias, pero no es ninguna solución. Ésta debe partir desde lo colectivo, y para ello es fundamental la búsqueda de la autonomía ligada de modo inseparable a la construcción de una comunidad.
Crítica, creación, y resistencia. Nuestra tarea debe abarcar, por tanto, varios frentes. En primer lugar, debemos enarbolar la bandera de la crítica para enfrentarnos a las preguntas ¿Cómo vivimos? y ¿Cómo queremos vivir? Para responderlas, debemos cuestionar nuestras condiciones de existencia y reflexionar sobre la naturaleza de la transformación social que perseguimos. Si somos capaces de juzgar ciertas formas de organización política como incompatibles con una sociedad igualitaria, libre, y sin rastro alguno de opresión, debemos tener la valentía de preguntarnos lo mismo en lo que respecta al grado de desarrollo técnico compatible con ese tipo de sociedad que anhelamos. Si consideramos que el sistema tecnológico e industrial nos ha arrebatado las herramientas y los saberes para construir una vida libre y autónoma; si consideramos que nuestro modo de vida conlleva el expolio y la destrucción de la naturaleza y sus recursos ―acuíferos, minerales…―, la dominación y el exterminio de millones de personas en todo el planeta, nuestra sumisión al mundo del trabajo y del consumo; si pensamos que para mantener este tipo de existencia es indispensable que ese régimen de tiranía siga en pie; si estimamos, por último, que para que construir otro tipo de mundo y de relaciones no podemos partir de este mundo, nuestros pasos deben ir orientados a la creación de espacios de autonomía en los que autogestionar la mayor parte posible de los aspectos de nuestras vidas, así como practicar la insumisión y oponer resistencia ante los embates de la modernización que pretendan ahondar en nuestra dependencia e imposibilitar una relación menos artificial con nuestro entorno y nuestros semejantes. Así, es en la lucha contra infraestructuras, el AVE, el fracking, las líneas de alta tensión, la modificación genética de los alimentos, en definitiva, contra todo tipo de «máquinas dañinas con la comunidad», así como en la búsqueda de la autogestión y la autonomía, donde se juega la causa de la libertad.