
Con en el sigilo de la noche y el candor vaporoso de la tierra en sus pies descalzos, Rudi Wilberto baja del monte hasta la cuadra donde vive su madre y cinco de los catorce hermanos que tiene. Se desliza felino sobre la barranca de desperdicios que rodea la loma. Recién ingresa en la casa alivia su rostro con una guacalada de agua que su madre le ha dejado en la lavadera, en un ángulo muerto, junto al cerro. Nadie se ha detenido en la pobreza de esta familia desde hace decenios. Así que esta noche, tampoco acechan los ojos. A Rudi Wilberto lo esperan en otro lugar para tenderle una emboscada. Su muerte está mal planeada, pero en el poblado de La Paz, la muerte llega tiempo antes o tiempo después. La Paz es el departamento al que pertenece el cantón de Santa Teresa donde esta noche se encuentra Rudi. Inmerso y agazapado en la humildad de la tierra envuelta en madreselva, de cafetales silenciosos, urbes herrumbosas y metálicas y en el canto de octosílabos de los torogoces, este lugar es el más violento de El salvador y del mundo a la hora en que cruza el umbral luciferino de la chacra Rudi Wilberto.
En la chacra revolotean sus hermanos, terrosos como él. Y además de su madre, una mujer morena, fuerte, mediana, y de apenas 50 años, pero que carga con más, a Rudi le espera Oscar, el periodista que va a hacer la crónica de su muerte. Esa noche a trazar primero la efímera vida de este puberto prófugo.
Este lugar nocturno, tísico de clarividencias incluso en las horas más castigadoras del día, respira como un animal herido. Oscar Martínez lleva años dando cuenta de la violencia inaudita del país, pero sobre todo la violencia de la que nadie habla ni escribe: la violencia que desciende de las lomas elevadas del estado. Se trata de las falanges de la inaudita feroz y a menudo atropellada fuerza bruta de la policía y el ejército. En un país tan exuberante como pequeño, todas esas fuerzas buscan a Rudi Wilberto Menéndez. No por lo que hizo, que fue mucho y muy malo, sino por lo que vio. Oscar pretende que Rudi le cuente lo que vio, pero que también cómo se ve él mismo a pocas horas o días, quizá semanas de su muerte segura.
Rudi pertenece a la mara Barrio 18. Ha participado en cuatro homicidios. Y es miembro de pleno derecho de la clica, después de que su líder, el Sombra muriera manos de la policía. Hace unas semanas, a poca distancia de donde se halla ahora, en el predio de la iglesia Santa Teresa de Ávila, Rudi y otros jóvenes de la clica, entre ellos El Sombra se reunían a las cuatro de la madrugada. Nada más alejarse para mear en el sotobosque, los juras rodearon al grupo. De inmediato los redujeron al suelo y los encañonaron con un 9 largo y fusiles. Rudi se escondió en un vergo de basura. Desde ahí pudo escuchar los disparos primero, después vio los cuerpos dóciles e inertes. Los juras sacaron de una mariconera varias armas que pusieron junto a los cadáveres.
Si pudieras, ¿te saldrías de la pandilla?, pregunta Oscar. ¿Cómo?, responde Rudi. Aquí no hay salida, solo que te dieran el pase y te fueras a la USA o hacerte hermano. Son las únicas dos. Si se hace hermano uno tiene que portearse firme en las cosas de Dios. Con las cosas de Dios no se juega, responde Rudi.
Entre el periodista y el pandillero se abre en la misma noche un destino en el que se compartirán crueldades. Una es la que Rudi parece desconocer: porqué antes incluso de nacer, estaba destinado a formar parte de la mara. Oscar sabe por qué y por qué otros tantos con su poder y su edad lo facilitaron.
Así que Oscar nos dice. Chepe Furia, un ex guardia nacional durante la guerra civil salvadoreña, migró al sur de los Estados unidos a principios de los años ochenta. En el mísero valle de San Fernando en La California aprendió a sobrevivir con una violencia superior a la de los congéneres y braceros de otros lugares. Fundó una de las primeras clicas de la que lustros después sería conocida como Mara Salvatrucha-13. Tras aparecer, años después en Atiquizaya, su pueblo de nacimiento, fue recibido como un padrino del crimen que a su vez era ya sinónimo de honor y jerarquía, sabe Oscar. Comenzó a reclutar un ejército de niños púberes como Rudi hasta formar un mísero ejército a los que enaltecía en la cantina de Cucaracho. Todo lo demás es un demás aguardiente.
Así que con 14 años, Rudi entró en la mara, no de la salvatrucha, sino de la enemiga Barrio 18 revolucionarios.
Después de 17 años de guerra civil y 75.000 muertos por todo el país de El Salvador, los antiguos guerrilleros alcanzaron la presidencia en 2009. El presidente resultó ser un antiguo periodista, Mauricio Funes. Alcanzó una fortuna aún hoy inestimable consiguiendo mordidas y corruptelas sin par. En 2016, cuando los casos ya llegaban a las salas de los tribunales, Funes huyó a Nicaragua donde le dio refugio Andrés Ortega. Funes pactó con las maras en marzo de 2012. El acuerdo era de ecuación de primer grado: menos muertos a cambio de beneficios carcelarios para los líderes de las maras.
El gobierno del partido Serena, con el aristocrático francisco Flores al frente, decidió lanzar un plan de mano dura. Acabaría con la sarna de las maras. El Salvador era entonces el país con mayor índice de homicidios, 36,2 por cada 100.000 habitantes. Otro gobierno de derecha llegó después, bajo el palio de Antonio Seca, un empresario con muchas emisoras de radio y locutor de deportes. En 2018 admitió haber acaparado 301 millones de dólares. Con el plan de mano dura de Saca, El Salvador pasó a tener una tasa de homicidios de 71 por cada 100.000 habitantes. Ahí es donde el país sopesó un viento que cambiará el aire descompuesto de su espíritu. Entonces, recuerda Oscar, llegó la izquierda al poder.
La izquierda llegó a una tregua. Hasta que los casos de corrupción le llevaron a perder el poder. El nuevo candidato de derechas, en 2015, canceló la tregua. Y entonces El Salvador y la inmensidad de cantones del país como en los que se refugia Rudi esta noche pasó a tener 103 homicidios por cada 100.000 habitantes. Uno de cada 970 salvadoreños fue asesinado ese año.
Rudi sobrevivía con sus propias extorsiones de poca escala. La clica no permite extorsionar a los vecinos. Así que la extorsión se centra en pobres comercios de barrios lejanos. El sueldo de Rudi apenas pasaba los 40 dólares de los que también recibía su madre para alimentar a los seis hermanos.
El Salvador es un mapa cicatrizado con las fronteras de los dominios de cada mara. Esta calle pertenece a esta, aquella a la otra. En este barranco se pude vender hortaliza bajo el permiso de tal mara, en tal calle bajo la otra. Martínez dice que los salvadoreños cruzan fronteras de guerra todos los días.
Pero esta noche Rudi vuelve a las sombras del monte. Las pruebas de fuego para entrar en la mara son inflexibles: la muerte de algún enemigo, rival, o simplemente de algún pobre comerciante o vendedor o taxista que no ha pagado la coima. O la muerte de algún culero jura ¿Y ese odio? ¿odio? No hay ningún odio, ningún afán criminal más allá del de la feroz supervivencia: o les alcanzas o ellos te dan. Y enseña el revolver que apenas resplandece en la chabola sumida en una muda negritud. Con todo Rudi Wilberto Menéndez está más cerca de la muerte nada más salga por la puertecita trasera de la chacra por la que entró.

Los Muertos y el periodista es la historia de una relación necrológica: la que mantiene el periodista salvadoreño Oscar Martínez con la muerte en su país y en su interior. Las crónicas aquí recogidas, entre ellas la historia final de Rudi Wilberto Menéndez recorren todas las violencias que atraviesan cotidianamente el país con más violencia del mundo. Y al mismo tiempo interroga al propio periodista la finalidad y el sentido de su trabajo y su actitud frente a los protagonistas como Rudi de la violencia, tanto cuando la ejercen como cuando la sufren. Son, por tanto una contracrónicas, policromadas en este libro frente a las crónicas que el autor publicó en The New York Times, El País o el diario digital salvadoreño El Faro. Por qué el final de Rudi es tan inesperado y el presente del país tan esperado? Parte de la respuesta está en este trabajo sin concesiones ni exculpaciones.
Los muertos y el periodista. Oscar Martínez. Anagrama 2021. 332 páginas. 17 euros.