Nuestro viaje era a Santander: a un centro social; lo que el diccionario común que bloca las palabras establece como casa okupada. Centro social La Lechuza. Allí daba ese sábado 25 de junio una charla el colaborador de la revista Hincapié, Juanma Agulles. Quería el designio que fuera jornada de “reflexión” electoral y que la charla fuera sobre el 15 M y sus formas de obedecer bajo la apariencia de la rebelión. Así que íbamos a Santander, violando el embargo de pensamiento crítico impuesto por las autoridades competentes para ese día. También por violar el consenso en torno al transporte, rehusamos acudir a la capital cántabra por autopista. Hacía mucho tiempo que no subíamos a lomos del pleistoceno tren, desde aquel verano en que hicimos la ruta de La Robla desde León a Bilbao. Por qué no repetir, pero esta vez desde Bilbao la ruta decimonónica del tren a Santander. Es el viaje del Bilbao que fue un Moloch industrial al Santander que es un Moloch urbano.
Bosteza Bilbao con sus calles exhalando un hálito de vómito, sofocado con manguera temprana. Queda en los alrededores del teatro Arriaga el esqueleto del que debió ser la grada para un mitin electoral. Por la ría esta madrugada ocre naufragan en hileras botellas y latas de lo que ha sido una noche ya muerta. La ciudad revive su propio deceso cada 24 horas. La locura de esta ciudad hace apenas dos generaciones resplandecía en un grito de desesperación sinfónica: las erupciones de las volcánicas chimeneas industriales en su ría, los enjambres urbanos que como ratoneras hacían las veces de barrios, las arterias sangrantes de vehículos y polución que alimentaban el ADN de esta ciudad; adoquines reventados, quizá sangre sobre las aceras, aún furgonas de antidisturbios contra guerrillas callejeras. Hoy a las 7:30 de la mañana, sólo un bostezo de hedonismo nocturno puebla estas céntricas calles en tono a la estación del Norte. Apenas unos inmigrantes rumbo al barrio de San Francisco rompen el silencio resacoso. Ni la policía supervisa los alrededores sino en las siguientes horas el pensamiento de los cívicos transeúntes. Vamos a Santander. Muy pocos pasajeros. Esta ciudad de ombligo bilbaíno, cuánto esfuerzo humano ha engullido de miles y miles de norteños que por estos andenes llegaron a principios de siglo XX. Algunos de los nietos de aquellos hoy visitarán el pueblo de sus abuelos. Nosotros con ellos en un viaje como de vuelta de la historia. Salimos a las 8.00 horas.
El traqueteo. La historia ¿no es acaso una constante repetición de traqueteos? Eso pensamos, al inclinarnos a derecha e izquierda. Serpenteando las curvas de estos montes horadados. Somos una serpiente sobre raíles atravesando entre maleza de nuevo salvaje pueblos subyugados antaño al monstruo industrial bilbaíno: pueblos madereros, extendiéndose hacia Sodupe, Zalla y los más lejanos confines cántabros de esta provincia. Bizkaia tan recatada, con sus campos reparcelados, olvidadas las tierras comunales de siglos pasados, lo salvaje parece ceñirse como un ogro reivindicando lo suyo tras la claudicación del desarrollo: bosques con alguna conífera, alerces, algún roble, se abren para dejarnos paso.
Estamos en la selva de nuestra mente, según nos acercamos al valle de Karrantza. Una especie de sueño lisérgico nos hace flotar entre la más inaudita maleza. Aquí se acerca la frontera, pero esta también es mental. Dónde puede estar la frontera entre Cantabria y Bizkaia si de los mismos pastos pacen las vacas y bueyes que por acá y allá aparecen; los pueblos acusan una ganadería en declive estacionario y aparecen cerca de las estaciones pequeñas urbanizaciones aún cerradas a la horda vacacional.
De la entrada en el país de las cantabrias, notamos que se saltean casonas en estos humildes pueblos que fueron de indianos, aquellos cántabros que al deslomarse en las colonias españolas trajeron un dinero que al cambio los convirtió en miembros de una burguesía poco admitida por la burguesía establecida y urbana. Esas casonas languidecen, y en sus maltrechos muros pacen vacas fresonas hoy a las 9.30 horas de un cobrizo día de sábado siglo y medio después.
Pueblo de Heras: cigüeñas acicalándose en un tejado. Un halcón picotea el cielo bajo. Herrumbrosa luz de esta mañana. Hangares desiertos que albergaron hace décadas metalurgia ligera, desolado paisaje: el pasto que sí se come ha ganado al acero, insignia del siglo XX. En esta tristeza se presiente una revancha contra la historia.
Nos acercamos a Ampuero. Peña Buciero al fondo, majestuosa, emblema de las islas de Stevenson. Marismas de Santoña, desembocadura del Asón. Los barcos recostados en el puerto de Colindres. La mar allá más lejos les aguarda menos temeraria que la propia economía.
Encapsulados nosotros en el silencio tenue del tren, suben pasajeros solitarios en Treto o Beranga; este campo quñe solitario es y solitario ha hecho a sus habitantes. La mayoría de quienes salieron de Bilbao se han apeado ya. Los nuevos pasajeros se dirigen a la capital. Pasa el revisor con rostro de monotonía. Es un recaudador del tiempo y el espacio. Los vasallos aceptan el peaje, cargados con tan solo preocupaciones o evasiones de auriculares conectados a móviles de última generación. Y pensamos, frente a estas máquinas adheridas a las personas, en las personas que hace un siglo llegaban a Santander con la sola máquina de su cuerpo y con el único sueño de encontrarse en su tierra, en vez de soñar con las últimas aplicaciones para la Tablet personal.
Muge el tren. Estamos cerca de Astillero y el paisaje se adereza de diferentes cementerios de fábricas. La boca inmensa de un buque de gas parece abrirse como la de un tiburón. Advierte que no se fume en cubierta: todo puede estallar. En su panza alberga el material por el que se pelean y matan ahora las naciones. Grúas como cuervos rodean el buque. Hemos llegado a Santander.
Sabemos que hemos de llegar al Barrio La Torre, en Monte. Ahí está el centro social La lechuza, donde Juanma Agulles está a punto de dar su charla.
Nos hemos confiado al buscador google earth y vemos que está cerca de El sardinero. Caminamos desde la estación hacia El Sardinero. Calles serpenteantes que tras la tercera línea de la bahía muestran su descascarillado aspecto; qué cerca conviven en esta ciudad los gatos callejeros y los de salón que miran a la bahía. Nos gusta sabernos en esta Santander impura, mestiza, desclasada y en sus contornos cada vez más insumisa. Avenida Menéndez Pidal con una hilera, por fin, de árboles plataneros. Reflexionamos a buen paso para llegar a las 12 horas si el crecimiento de Santander, que nos
Apretamos el paso. Conforme contorneamos el Sardinero las casonas parecen flechas lanzadas del cielodel dinero a ambos lados de las aceras. Muchas se venden, otras acusan la ausencia de inquilinos. En El Sardinero se agolpan los turistas frente al rumor de las olas y la turba de surfistas que se han parapetado en la playa. Los restaurantes y El Casino rebosan. Subimos. Ya llevamos 45 minutos de travesía.
En torno a El Sardinero se nos presenta un polideportivo adusto, gigante, vacío: una mole metálica gigantesca de cobre, titanio o no sabemos qué modernidad, que asemeja una nave espacial. ¿El particular Guggenheim santanderino por el que todas las urbes matan con tal de tener uno? Es curiosa la desolación en su alrededor. Los humanos parecen preferir un parque cercano que era señalado como tal en el buscador google earth. Cansados, llegamos a él. Estas debieron ser tierras de vega. Se ha plantado vegetación de vega; hay árboles de apenas unos pocos años. Creación urbana sostenible o algún unguento de esos. Su conjunto hace de esta una zona que permitirá ser un parque dentro de 30 años. Le llaman ahora parque. Y está rodeado de una avenida inmensa, espaciosa, de urbanizaciones que llegan al más allá interminable. Absortos en la cuadricula urbana, en la lejanía que ha adoptado esta urbe que los lugareños llamaban “chiquituca”, preguntamos cansados. No conocen. No les suena un centro social, aún menos una casa okupada. ¿Por aquí?, ni idea. Seguimos avanzando. Llegamos a un barrio, adusto. Un joven chic, en bicicleta, gafas de pasta, cabello ondulado con fijador, pantalón corto, nos explica que a raíz de una modificación del plan urbano, a una mujer mayor la derribaron la casa cerca de aquí y que unos “activistas” la ocuparon por algún tiempo. Puede que nos vayamos acercando, nos recomienda que preguntemos en el barrio junto al puente que “tiene la pinta de poder estar por ahí”. Puede que sea allí porque ese barrio está más cerca a tirarse que a otra cosa. Qué cosas tiene el imaginario social. Allí, tras el puente, preguntamos a una anciana si conoce una casa ocupada con jardín, quizá lugar para hacer comidas comunitarias: nos dice que hay un centro “evangélico o alguna de esas cosas que es comedor” en la siguiente manzana. En efecto, pero está vacío. Paramos a alguien: le suena el centro La Lechuza, lo ha leído en algún sitio. Nuestra prédica en este desierto da al menos sus primeros frutos. Está en Monte, concluye nuestro hombre. Sí, en Monte. Pero Monte
– está a media hora o más, justo detrás de aquellas casas allá a lo lejos, ¿veis?
– ¿Hasta allá llega Santander?
– Se lo ha comido todo, hasta Bezana, figúrense, mucho más lejos
Nos damos por vencidos. A más de 5 kilómetros de su centro, Santander es un dragón cuya cola abarca decenas de kilómetros más. Nos ha engullido la bestia, el Moloch. Estas colmenas a nuestro alrededor soplan un hálito de bulimia, y vistas desde los lejos son pústulas de cemento vertebradas por un inmenso pus de carreteras. Antes era Monte, ahora solo se llama Monte.
La charla a la que íbamos estará acabando. Dejamos un mensaje a Juanma. Parece nuestro viaje dentro de la propia ciudad una metáfora de lo lejos que está la okupación de todos los centros, de los caminos convencionales y accesibles. Todo lo situado en los márgenes está lejos de todo.
Hemos asistido a la particular charla que nos ha dado el camino, el camino que nos ha hablado de esta tierra, y esta ciudad. Y regresamos al centro en un autobús urbano que tiene varias pantallas de televisión con spots publicitarios en bucle: el turismo es el sentido de la vida de una ciudad cuyo turismo sofoca su vida. Comeremos en alguna tasca cerca de Puerto Chico y pasaremos unas horas frente a la bahía de la que salen ferris con sus cubiertas repletas de turistas uniformados blandiendo una bandera de derrota. Hay algo en esta bahía de Santander que se niega a morir bajo los muelles, astilleros y flujos de mercancías. No sabemos qué es, pero es algo.
En la estación de autobuses paramos en el bar donde una camarera lleva en su rostro la tristeza del cemento: nos despacha dos botellas de agua con una angustia líquida que nos deprime. ¿Puede que ella sea el ejemplo final de toda esta modernidad? A ella le dedicamos el poema del viaje de este día:
Mira lo que queda y llámalo poema
Cuando los ojos se cansan
y no están guarnecidos por las lanzas
de la luz se cierran las puertas
las imágenes amuralladas de la rotundidad.
Como una ciudad detrás de sus muros
bajo pestañas y párpados
y recojo los rostros acaecidos
las voces dadas, los pasos arrojados
a las aceras por los cubiletes de sus cuerpos.
Todo queda recogido y ordenado
como fardos de trigo que expele una cosechadora.
Es el momento para que el poema baje como un grajo
a picar las espinillas de grano que siempre quedan sin recoger.
Aquí podemos poner la cara de una camarera
en el bar a pie de dársenas de una estación de autobuses.
Pétrea como piedra.
Piedra de cueva.
Cueva con televisión encendida.
Sin brillo la cara camarera.
Mientras leo la etiqueta
de la botella de agua Font Vella
El agua de tu vida
que alguien ha robado del río
de la boca, de las manos
aplicadas al mostrador con barra
como una desembocadura estrecha
y una jornada laboral larga.