Un yonqui sólo piensa en una cosa. Pillar una dosis y meterse un chute. Durante diez años, no tuve otra prioridad. Todas las noches seguía la misma rutina: inducir el sueño con un cóctel de Trankimazin y Noctamid y preparar una papelina para inyectármela al despertar. Para conseguirlo tuve que mentir, engañar, trapichear, robar a mis padres, abusar de mis amigos, pegar tirones de bolso, mendigar, prostituirme. Los viejos bujarrones suelen ser muy generosos cuando les haces una buena mamada. Al igual que otros yonquis, he pasado por varios centros de desintoxicación, pero la experiencia siempre resultó terrible y desalentadora. La sed de heroína no se apacigua con facilidad. El cuerpo que ha adquirido la dependencia no puede prescindir de ella sin experimentar que le escatiman algo tan esencial como el agua. Pese a los ansiolíticos y antipsicóticos, la privación de heroína induce paranoias y reacciones paradójicas, donde se mezclan la ira y la hiperestesia. En ese estado, hay horror y belleza, miedos sobrenaturales y fulguraciones de un futuro inexistente. La heroína encabalga el tiempo. Aunque te resta años de vida, el cerebro adquiere una falsa clarividencia, donde el porvenir ya no es un futuro probable, sino una inmediatez deslumbrante.
Al inyectarte una dosis, sientes que otro ser circula por tus venas. No es un sentimiento de comunión ni de fraternidad. Para un yonqui, el otro sólo es un estorbo. Simplemente, notas que hay un extraño dentro de ti, navegando por tus fluidos o escalando por tus órganos. Sientes que en tu corazón ha anidado un pájaro. Sientes que debajo de tu piel hay un jardín lleno de cerezos. Sientes que la vida ya no pesa tanto y que tus pisadas no hacen ruido. Sientes que eres un jinete con alas de sombra. No hay angustia ni alegría. Sólo una quietud infinita. El mundo se tumba a tu lado y lo acaricias como si fuera un enorme gato blanco. No hay tedio ni melancolía. No te falta nada. Puedes pasar horas contemplando una pared donde crece y declina la luz. Puedes sentir que en ti se cumple el sueño de los místicos, que intentaron anonadar su conciencia para no ser. Estás fuera del tiempo. Ya no anhelas el tacto de otra piel ni el sonido de una voz humana, recordándote que alguien te espera. Estás solo y no buscas unos ojos que te contagien su resplandor. Entre la aurora y el crepúsculo sólo estás tú, deseando no despertar, pues la heroína es un sueño con una llanura rojiza y un sol amarillo pintado por un niño sobre un cielo de un azul elemental. Todo es placentero, extrañamente placentero.
Sin heroína, el mundo se transforma en una multitud que te acosa, con espeluznantes gritos. Sientes que en tu estómago hay un árbol con las ramas chamuscadas. Sientes que tus pulmones se han convertido en una piedra ardiente y que tu esófago es un cauce de arena, donde cada grano deja un rastro de sangre. Sientes que no puedes respirar, que las lágrimas se han convertido en dolorosas transparencias de cristal, que el llanto es un grito ahogado en un mar de infinita negrura y que tus brazos apenas pueden nadar en una tiniebla oscura.
Sin heroína, las palabras son un tumulto ensordecedor, un áspero despertar, donde cada movimiento es un espasmo y el dolor hormiguea por el cuerpo como una hilera de prisioneros que añora y teme la luz. Sin heroína, no puedes cerrar los ojos ni sentarte a mirar la espuma del mar. Tus ojos están velados por aguas interminables, que te impiden caminar por el aire, dejando tu sombra atrás, adormecida y feliz sobre un manto de ceniza. Sin heroína, el mundo es hostil, imperfecto, dolorosamente real.
La heroína te convierte en un vagabundo con las entrañas atascadas y una bolita de opio colgando de la nariz. Si tienes las venas obstruidas, puedes llegar a pincharte en el globo del ojo. La aguja entierra la sombra bajo tus párpados y el placer se disfraza de nube fugaz, cegándote e iluminándote a la vez. La heroína pulveriza tus dientes y hunde tus mejillas. Los pómulos sobresalen obscenamente, insinuando la impaciencia de una calavera que desea mostrar su desnudez. Los heroinómanos son pájaros ateridos, que buscan una ramita para protegerse del frío, pero nunca llegan a construir un nido. Se mueren y nadie repara en ellos. Sus cuerpos se deshacen como un terrón de arena, mezclándose con el barro y el polvo.
La heroína es un estetoscopio que te hace escuchar el latido de tu corazón y el rumor de tus vísceras. La heroína retiene tus heces y las convierte en piedras de mármol frío, que rehúyen la claridad y no quieren despertar para continuar su camino. La heroína es un fogonazo que llena tu cuerpo de electricidad. Sientes que echas chispas por el ano. Un pinchazo es suficiente para engancharte toda una vida. Después del miedo inicial, es placentero notar cómo la aguja traspasa la vena y un torrente de sangre entra en la jeringuilla, describiendo piruetas. Al empujar el émbolo, la heroína desaparece bajo tu piel, un yermo sediento, que absorbe rápidamente una lluvia efímera. El cerebro nota un espasmo, pero el resto del cuerpo sólo advierte un placer blando, suave, una ola de calor que se extiende poco a poco, como el susurro de una madre que vela por su hijo enfermo.
La heroína es un llanto invisible que se complace en tu infortunio. La heroína te deja desnudo bajo el sol y no sientes vergüenza ni malestar por exhibir tu cuerpo consumido. Eres luz y tiniebla, nube y profundidad, plenitud y vacío, una risa blanca y un pájaro moribundo. Diez años de mi vida pertenecen a la heroína. Diez años en el límite de lo infranqueable. Diez años en una atalaya de espanto. Diez años que explican los años posteriores. Ahora el movimiento de mi mano, ya no busca una nueva dosis de heroína, sino unas pocas palabras que me permitan hablar sin nostalgia de un tiempo que rebasó el tiempo, mostrándome que el infierno es una noche petrificada, un cuerpo caído, una muerte anónima en una letrina, no tener nada que decir y despreciar las palabras. Las palabras me rescataron de ese infierno y ahora intento decir todo lo que callé en una época de mi vida, donde los muertos se columpiaban en mis dedos.