Los aniversarios traen mal augurio. Si comtemplaras a tu hijo hoy de nueve años y echases la vista atrás todo ese tiempo, estarías viendo el reverso de tus esperanzas. Hoy, sois tan distintos que tus sueños ahora son ya de un azul marchito, y él se ha acostumbrado a ser el sucesor de tu cinismo amarillento. Al echar la vista atrás al 15-M español, con su invasión de las plazas en una atmósfera de diamante, me ocurre lo mismo que con mi hijo de nueve años. Los pies se me suben a la garganta y el alma se desploma a los pies. Aquella efervescencia diáfana, con sus multitudes sumadas de uno en uno, era un festín que superó primero al miedo y después a la desconsolación. Después se convirtió en una fuerza que llegó a tener muy preocupados a las autoridades y al gobierno de España. Los soñadores de todas las causas perdidas se juntaron con los pragmáticos hijos de papá que se preparaban para meterse por obligación en la precariedad de la crisis. Los utópicos vieron una oportunidad pronto truncada de explorar cambios de vida. Los militantes de las vanguardias de partido vieron la oportunidad de poder guiar aquel magma en su favor. Y una nomenklatura aún diáfana salida de la academia y de la burocracia asalariada veía en aquellos millares la posibilidad de un nuevo electorado. Eran, pues, muchas cosas las que ocurrían entonces en España, y muchas también las que les ocurrían a los españoles. Cada grupo, cada camarilla, cada multitud de aquel 15-M, tenía sus propias respuestas para las preguntas que nunca consiguió formular. En frente de todo aquello había un país absorto y reticente a abandonar la simplicidad del pensamiento. Hubo un gobierno que cambió de tonalidad pero no de auténtico color. Y ambas cosas, la reticencia de la gente y el gobierno contumaz, siguieron sucediendo a España tras el 15-M. Y al 15-M le ocurrió muy poco después lo que a todo el país. El vaporoso viento fresco dio paso poco a poco a una representación idéntica del mundo que pretendía impugnar. Las asambleas parecían sesiones parlamentarias. Comenzaron a pulular documentos que parecían reformas. Surgió una pléyade de representantes e interlocutores con el mundo exterior simbólico y representado. Para su primer aniversario, el 15-M era ya un proyecto de partido pulido como un diamante sin luz. Para su segundo año ya había una organización que tenía su propia sintaxis mental: encuestas, estimaciones, resultados electorales. La irrupción de Podemos vino con las mínimas puntas de apoyo para un proyecto de semejantes características: un poderoso grupo de comunicación prestó miles de horas en espacios de primera audiencia a los líderes del nuevo partido.
Hoy, nueve años después, la memoria de los españoles no explora más espacios que los de hace escasas horas. Pero ¿Qué vería si hiciera como yo al mirarme en mi hijo de nueve años? Si el poeta Antonio Machado defendió que lo importante es caminar, lo importante ahora sería entonces mirar el camino. El 15-M, o lo que quedó de él, cayó en aquella máxima que apareció pintada en la universidad de Nanterre en 1968: «Si no sabes a dónde vas, acabarás en otra parte». Puede que la historia, es decir, estos nueves año, emita un juicio severo y dé la razón al lema de Nanterre. Pero también puede que el 15-M español pase a la historia como su reverso: ahora es el gobierno. Si fuera algo más liviano creo que fue un viento marchito.