
La terminal 2 del aeropuerto José Martí en La Habana no tiene a nadie a quien regalar el sopor húmedo y picante del caribe habanero. Nadie viene y nadie vuela a Miami. Por eso, la capital, y el país con ella, respiran de otra manera. Luz Torrazos está sentada con una infinita parsomonia en la bancada bajo las paredes amarillas y azuladas. Espera un paquete enviado desde Miami por una de sus hermanas. Por lo menos hay algo que entra de nuevo en Cuba, piensa. Todo volverse del revés. La isla vive un anti materialismo temporal. Esa es la revolución que hicimos, me dice, sin atisbo de resignación, pero aún menos de esperanza. Luz no aparenta sus 71 años. Su piel morena y curtida también parece esquivar el tiempo como un acto de huída. Con doce años salió de La Habana para la Sierra como otros tantos miles de jóvenes por orden del gobierno revolucionario de Fidel Castro. Aquellos meses de octubre y noviembre de 1962, se preveía un ataque norteamericano. Si los yanquis invadían la isla, al menos miles de niños, adolescentes y jóvenes desde las Sierras podrían reconquistar la capital primero y el país después, a la inversa de los pioneros de la revolución. Luz y otros niños junto a ella se limitaron a robar papas y bananas en las granjas de la Sierra. En su literaria inteligencia, me dice, la isla era una fiesta. En los prolegómenos de una sospechada invasión, incluso nuclear, todo el mundo se rindió a celebrar el apocalipsis. Y Cuba fue una celebración. Hasta que la parodia de la crisis se desvaneció.
Al bajar de la Sierra, Luz Torrazos y los demás ya no seguían siendo los mismos niños y adolescentes. Algunos son hoy miembros de la nomenklatura. Dirigen el país con un entusiasmo parsimonioso, dice Luz. La revolución ya no es siquiera una palabra, ni un concepto, ni un fugaz reflejo aunque prehistórico del carácter ilusorio del país. Es más bien el pecio de un barco hundido en el recóndito coral de la historia.
Para Luz la revolución acabó un día de septiembre de 1967.
– Fuimos una tarde a una casona en Vedado a comer unos frijoles. No había. No había nada que comer.
Fue entonces cuando la revolución se convirtió en una despensa llena de algoritmos metafóricos que se exportaban al mundo incluso. Al menos, es cuando Luz Terrazos y su novio y futuro marido Antonio José Camargo Toberal, hijo de españoles exiliados, se dieron cuenta aquella tarde, en la entonces lustrosa casona colonial de Vedado.
Sentada en la bancada de la terminal 2, Luz parece posar para la eternidad. Su cabello azabache ya trufado de plateadas canas, resplandece en la luz sedosa como una bandada de camarones recién pescados. Luz espera, sin ansia alguna. Todo es una eternidad repetida en La Habana. Desde hace sesenta años, todo sucede igual y cada día de manera diferente. Hasta hace unas semanas. Una nueva generación se ha echado a la calle al menos que se sepa en La Habana protestando por la escasez de alimentos.
– Hay mucho delincuente entre esos.
El Granma, el periódico oficial, dice en la primera de sus páginas lo mismo que Luz. O al revés. El Granma desdeña desde hace décadas lo que llama el lumpen del país. Hace cuatro años, vi a parte de ese lumpen no en un arrabal, sino en el centro de La Habana, en el cruce de la 23 con Línea, frente al Hotel Habana Libre. Niñas de 16 años, hoy ya con 20, se reunían maquilladas al sol para ser vistas ante los turistas. Eran hijas de un nuevo éxito tardío de la revolución. Ganar a Cancún, Curazao, Santo Domingo o Martinica el label del turismo sexual del Caribe. En el vuelo que me trajo a La Habana, un pasajero instruía a otro acerca de dónde encontrar una hermosísima yegüa mulata de 18 años por 10 dólares las 24 horas.
Las mujeres y hombres que vivían hasta la pandemia del covid de los turistas sexuales desembarcados en la isla, son los proveedores de los hogares más pobres de La Habana. Algunos o muchos de ellos, junto a otros, son los que han ocupado primero las calles de La Habana y en ocasiones las tiendas que tenían algo de género después.
Esos jóvenes son diestros en los códigos de una modernidad que ha llegado a Cuba de contrabando. Utilizan las redes sociales e internet, y burlan el modo de informarse del siglo revolucionario y de su país arcaico. El régimen necesita encasillarlos en los carcelarios compartimentos con los que administra la vida cotidiana del país. Los comprende, en cuanto sabe que son una frontera a su propio dominio. Y al mismo tiempo necesita negarlos, porque su existencia no es sino el resultado innegable de la propia revolución envejecida.
Luz no niega que la realidad material del país se desconcha en su luz cotidiana. Con dólares ya es áun más difícil comprar pollo. Su pensión, cerca de 1.000 pesos – 35 euros europeos, 41 dólares yanquis – llega para poco. Como diabética que es, tiene derecho a pollo y medio al mes, además de un kilo de arroz, medio de frijoles y azúcar, y las boticas, el parazetamol, y la insulina. Los cien euros que recibe de su hija residente en España, le permiten tener cada mes un desahogo que la inflación ha reducido a la nada. Luz es, con 135 euros, para sorpresa de cualquier sociólogo incluso marxista, una componente de la burguesía habanera
– Ellos nunca pasaron aprieto alguno. ¿Por qué lo iban a pasar ahora?
Se refiere Luz a la nomenklatura del partido.
– En el 91 y durante casi tres años, la situación fue peor que la de ahorita. Entonces no había ni medicinas, y hasta escaseó la harina.
No salieron como en 1962 a celebrar el apocalipsis. Reinó entonces una pusilanimidad moderna. Bastantes conocidos de Luz fueron interrogados en Villa Marista, el centro principal de la seguridad del estado en La Habana. En las cárceles había numerosos presos condenados por los delitos más contrarevolucionarios posibles, desde la opinión inconveniente hasta la practica sexual más extravagante. En la cárcel de Combinado del Este, en esos años que recuerda con la mayor de las crudezas Luz, los presos murieron de hambre.
Entonces, recuerda Luz, regresó el racionamiento de lo que mejor supo producir la revolución, los eslóganes y consignas al peso. Dentro de la revolución, todo. Fuera de la revolución, nada. Recuerdo que años después, en mi primer viaje a La Habana la recepcionista del hotel me descolgó el teléfono con la consigna de «Patria o muerte, dígame». Siempre pensé que solo el idealismo del pueblo de Cuba ha podido soportar la deriva de un sueño que llamándose revolución, pretendía ser, al menos en el corazón de tantas personas como Luz, un renacimiento celebratorio de una Cuba nueva de verdad.
Luz no prendió la vela de la revolución, ni se consagró en el altar dialéctico del organigrama de la Cuba libre. Terminó con brillantez sus estudios en ciencias físicas y entró en una empresa del estado dedicada a la divulgación. Pudo haber ascendido. Con cuánta urgencia necesitaba el partido y el estado, esa bicefalía sempiterna, que la escéptica segunda generación de cubanos tras la revolución abrazara, comulgara, empuñara no ya el fusil revolucionario sino la consigna venidera.
Estos días, los días del saqueo, como los llama en sus noticieros radiales Radio Habana Cuba, se da cuenta de una noticia escondida en el calor abrasador de la versión oficial. Esa noticia es que el hambre ha superado al desánimo en el escalafón de delitos contrarevolucionarios.
Los efectos del embargo tienen muchas lecturas incluso en Cuba. Para los habaneros con los que he hablado y que no me ha presentado luz, queda claro, aunque sin convertirlo en aseveracón, que la escasez de bienes esenciales no se debe al embargo financiero, de divisas y comercial que la administración de Biden todavía mantiene con Cuba. En Cuba siguen entrando alimentos y medicamentos provenientes de los Estados Unidos. En los hoteles la comida no escasea, pero he visto carne procedente de Kentucky en las cocinas del hotel donde me hospedo.
La voz de Díaz Canel, el hombre fuerte del país, suena vibrante en la Televisión Cubana. Todo lo demás en él toma un tono ocre, añejo. Le asiste una razón para el recurso al pasado. Porque el pasado vuelve sobre el país vengándose de los que exorcizaban su presente para someter la liberación a un futuro que era esto.
Díaz Canel suaviza sus admociones. Pide, con una condescendencia asombrosa, un acto comunal de paciencia, una liturgia ecumenal ante las adversidades. El simple significado de esas conjuras y ofertas no se le escapan a un pueblo cubano, diestro como ninguno en leer en los renglones torcidos de la oficialidad el margen para vivir día a día.
Los detenidos tras las protestas y los muertos, porque hay muertos, en un plural con futuro imperfecto a manos de los policías, son un vertido simbólico que el gobierno, el partido y el estado, además de la nomenklatura y la intelligentsia del país se afanan en encapsular en las históricas y al uso justificaciones provenientes del maligno imperialismo. Una puede llegar a creer, leyendo el Granma, que Dante salió del sopor infernal para asediar con el mal a la Cuba beata y revolucionaria.
Luz sigue esperando. Qué pueden significar tres horas, sentada en esta bancada de la terminal 2 del aeropuerto José Martí. La luz pastosa del atardecer declina solidarizándose con ella. En el paquete que viene de Miami hay ropa, quizá cinco botellas de gel de baño y algo de comida enlatada. Todo ello material con el que poder mercadear en contra las leyes. Así que Luz sigue esperando. Ni ella ni yo sabemos a qué, si al paquete o al arresto. El país tampoco, salvo a esa lucha siempre tan suya de querer tener un futuro pero resistirse a que sea inevitablemente impuesto.
Para saber más:

El compendio de crónicas que el cubano Carlos Manuel Alvarez Rodríguez reúne en La Tribu es el último esfuerzo por acercarse a la vida cotidiana de los cubanos desfiltrando el cliché que el poder desde dentro y un imaginario político exterior se esfuerzan por capitalizar. Los personajes a los que Carlos Manuel accede ayudan a comprender un país donde a pesar del cinismo que impone la aparente ausencia de alternativas, muestra una sociedad idealista y vigorosamente vitalista.
La Tribu. Carlos Manuel Alvarez Rodríguez.Editorial Sexto Piso, 2019. 264 páginas. 19,90 euros.

Alma Guillermoprieto ha recorrido durante tres décadas Latinoamérica. Y ha visitado, además de vivir, Cuba. Sus crónicas recogidas en esta antología ayudan a ver el cambio de un país a lo largo de décadas, el balanceo de sus mitos, entre ellos principalmente el de Fidel Castro en su decline. La realidad de Cuba es una dialéctica entre el cinismo en el que sucumbe la desilusión de la revolución, y una sociedad imaginativa al utilizar la manufactura extraperlista y sexual para sobrevivir a los avatares del mercado global.
Desde el país de nunca jamás. Alma Guillermoprieto. Editorial Planeta-Random House, 2011. 384 páginas. 23,90 euros.